domingo, 31 de enero de 2010

K. (IV)

Este posterga mucho la festividad. Anticipa la agonía. Una mala religión le desplaza a las razones fatales, lo aleja de la fiesta, así que logra neutralizar su reserva vital, la desmenuza en infinitas atenciones y abusos mezquinos su enrevesado juicio. Es un proceso devastador que lo aniquila sin ninguna esperanza. Ha dejado de soñar. Abierta queda la puerta que conduce allá donde ya no existen las leyes.
Se destruyó con una autoridad que no dejaba lugar a creer en otra cosa. A la postre, fue un artista de sí mismo, su mejor obra. ["La literatura ha sido una coartada, un lastre residual adherido a un fracaso en la vida en extremo manifiesto, deliberado e incomprensiblemente tenaz", ¿G.M.? En B.: merodeaban por allí también L., S. y P.M. 2002.]
Toda su mística y angustiosa recapitulación acaban justificadas por la obra creada muy a su pesar. Pero es un hombre que siempre ha negado la vida, y quizás muere sin comprender si el éxtasis que le embarga en su rotunda despedida es de alegría o de infortunio.
Está muerto... el monstruo del cuarto del fondo: Se ha librado de ellos, de esos tres, y ha cogido el tranvía para ir a respirar el aire fresco y libre de las afueras de la ciudad. El es el único pasajero en el tranvía inundado de la luz cálida del sol. Está cómodamente recostado en su asiento... Piensa en el porvenir, quizá dichoso.
En ese destino la literatura acaece sólo como un acabamiento ejemplar, una fusión de genio y suicidio. Se trata de una desesperanza atemperada por la ocurrencia, la plástica de las palabras, su juego de infinita combinatoria.
Esta mañana, a primera hora, por primera vez en mucho tiempo, la alegría de imaginar un cuchillo que gira clavado en mi corazón.

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