domingo, 31 de enero de 2010

T. (1)

Frente el Beaubourg.
El código de colores instauraba las nuevas referencias. Verde, el agua; el aire, azul; el amarillo, la energía, y el rojo, el camino. Un arte de función utilitaria, una rigurosa llamada al orden.
Pasen... y vean. ¡Qué locas entrañas!
Estaban a punto de desmembrarse las enormes fauces de plástico, hierro y cristal, y toda la aventura de su interior y sus colecciones, los nombres, los hombres, las mujeres, las obras, serían vomitados al sol, bajo el cielo azul, empezarían a cobrar movimiento, a destacarse como manchones de luz en el jolgorio anónimo y algo despreocupado de la mañana primaveral y dorada.
¿Recordaré ahora el aire entibiado, la bellísima claridad, todos los colores del día?
El deambular de la gente atraía la atención de T. Miraba lo que yo ya veía. Pero no podía pensar lo que yo pensaba. Nuestras coincidencias serían meramente visuales: una vigilancia desinteresada o reflexiva, pronta, hasta entretenida.
[Tal vez el hombre de Arlés se lo diría a sí mismo una y otra vez... Yo no tengo talento para mirar las cosas, así que reflexiono sobre ellas imaginándolas...]
El brío de la luz se extendía por todas partes. Hubiera podido ser, si el corazón reposara tranquilo, la mañana de dicha más completa: aparecían y desaparecían las figuras recobradas, inolvidables, entre una multitud dispersada en actos, rostros, voces y gestos, idas y venidas... Pero finalmente desaparecieron del todo: sólo era de nuevo la mañana bañada por el cálido sol.
Arremolinadas las gentes en torno a la modernidad que exhalaba el estridente edificio: un inmenso animal varado en una plaza antigua de una ciudad que irradiaba, sobre todo, fascinación, una rica y voluptuosa memoria. Podías, realmente, haber sentido todo un conjunto de emociones evocadoras muchos años atrás, o ahora, muchos años más adelante.
Serías siempre lo que ya eras.
T. preguntó por ese tiempo de atrás. ¿Existía realmente? Tu vida antigua atestigua la proeza de ser ahora, de haber existido antes. Soplaba un aire de fresca y perfumada primavera que aún parecía contener el olor a la lluvia de la noche, la fragancia de la piedra y el árbol mojados, todas las primaveras pasadas en París, todos los cielos muertos que también habían sido claros y azules.

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