jueves, 28 de enero de 2010

La heroína (2)

T.B. murió sola. Una muerte por agua. Abdicando al fin de todo lo terrenal y también de la misteriosa materia que era ella, se mató a conciencia, tan sabia y tan libre, en un crepúsculo de septiembre después de los años blancos, los oficios menores y los cansados disimulos.
El día anterior a esa muerte por agua había tachado con tinta roja, de forma enigmática, un verso de "The Sea Horse”, de Graves:

Salt tears to bath his taciturn dry head

El hecho me preocupó a lo largo de muchos meses. Un día, con alivio, entendí que aquello en modo alguno se relacionaba con su muerte. Tampoco lo causaba ninguna otra circunstancia lamentable y oculta. La poesía de Robert Graves le gustaba en especial a T.B. Durante esa época pensaba trabajar en unas planchas de cinc partiendo de la inspiración plástica que le suscitaban muchos de sus poemas ejemplares. Decidió preparar la serie de grabados con aplicada lentitud. Un concienzudo análisis le había llevado a descubrir una llamativa contradicción: el verso tachado difería, aunque mínimamente, y nunca de una manera definitiva, en ediciones sucesivas a la original, todas no obstante autorizadas por Graves. Las dobles versiones se observaban incluso en los propios libros impresos a expensas del poeta.
Todo indicaba que el error no era deliberado ni una maliciosa estratagema textual. Era, simplemente, un descuido que se perpetuaba con aleatoria frecuencia. Graves nunca sería consciente de ello.
[Crane, H.: oficiar en las traducciones me hizo reparar en multitud de transcripciones dudosas. Por ej., en VI, Quaker Hill, "el rojo telar del arce..." (Emily D.), más me gustaba ese verso ajeno, que otros propios de él... 10/98, en L., de nuevo, a or. del At., con P.M.]
Pero T.B. no alcanzó a terminar ni una sola de las planchas de grabado, no llegó ni a las pruebas de artista. Ya en las postrimerías del caluroso verano de 1994 le faltaban fuerzas para seguir viviendo, o mintiéndose a sí misma. En la primavera había estado recluida en una clínica especializada, un apacible recinto arbolado y silencioso a pocos kilómetros al sur de Valencia. Estuve allí después de su muerte. Me acuerdo de unos hombres y mujeres jóvenes, correctos, muy medidos de gestos, fríamente cordiales, de una intrigante solicitud en los ojos. Todos mostraban una tarjeta identificativa colgada del bolsillo superior de la bata blanca e inmaculada que dejaba ver la idéntica camisa o blusa azul celeste, como si fuesen sacerdotes de una nueva religión, novicios de la moderna brujería...
El gerente me había recibido sin recelo: "Bien, siéntese", dijo (casi susurró) con formularia naturalidad. Comprendí sin esfuerzo que, por razones obvias, esa gente tenía que justificar su labor ante los demás. El gerente era joven y pulcro, con el cabello lacio de color castaño claro peinado a raya. El perfecto nudo de la corbata listada se ajustaba con elegante exactitud al cuello moreno y delgado. Nada más sentarse se reclinó en el sillón giratorio de cuero verde, apoyó los codos sobre los brazos del asiento y comenzó a balancearse mientras hacía girar entre los dedos un finísimo bolígrafo de metal azul y dorado al que la luz proveniente del ventanal arrancaba súbitos destellos. Parecía resignado a hablar todo el tiempo que fuese necesario. Yo enseguida me excusé con hipocresía: "Pensé que no se permitía ningún tipo de visita, de lo contrario hubiese..." "En efecto", me interrumpió sin elevar el tono inicial de su voz, "esas son las normas. Hemos comprobado con excesiva frecuencia que a muchos... pacientes les perjudica extraordinariamente alguna muestra de compasión o debilidad por parte de sus ocasionales visitantes. En fin, podíamos haberle informado puntualmente. Enviamos faxes con regularidad, siempre a petición de” (sic). "Respecto a su familia...", observé. De nuevo me interrumpió con suavidad: "¿De qué familia habla...? Ella nunca proporcionó ningún dato concreto que afectara a su vida privada. Rechazó de plano cualquier iniciativa nuestra en ese sentido.” Por decir algo, repliqué imprudentemente: "Su hijo murió, hace años..." Me miró sin revelar un interés especial. "Le gustaba mucho el sol", dijo tras una corta pausa, mirando hacia la ventana. "Permanecía tumbada en la hierba durante horas. Dibujaba. Solía hablar de cosas relacionadas con su trabajo, nada esclarecedoras... Se negó tajantemente a reunirse con el psiquiatra. La sometimos a un examen físico minucioso y... Con franqueza, debo decirle que..."
En realidad, supe de ella y del sufrimiento callado de su destemplanza, de su lucha solitaria y estéril, desde el principio. Pero no fui a visitarla ni una sola vez: temí la obscena componenda del fingimiento recíproco. Ese único pretexto bastó para que adoptara la cobarde decisión. Según confesó el gerente ligeramente irritado, a mediados de agosto, por expreso deseo de ella, permitieron su salida del centro confiados o burlados por su dramática serenidad. No opuso ninguna objeción seria en regresar al cabo de tres días. Su estado había mejorado mucho. Ni una sola vez se mostró inquieta o dio señales de encontrarse abatida. De forma inexplicable, durante su internamiento, tampoco se produjo en ella síntoma alguno de agresividad, nunca se volvió impaciente ni sobrevino el derrumbe físico predecible. Fue callada, distante e infeliz.
Nadie volvió a tener noticias suyas mientras aún estuvo viva y secreta. ¡Quién sabe qué dioses o qué diablos llenan con esos juegos de crueldad tan pequeños y malditos su aburrida eternidad!
Como suele ocurrir, su muerte alertó más conciencias, incluida la mía propia, que su vida, lo cual no es demasiado extraño: parapetados en nuestra existencia sólo tenemos en común con los demás la fatalidad que al discurrir del tiempo, más tarde o más temprano, en ellos acontece.

No hay comentarios:

Publicar un comentario