sábado, 23 de enero de 2010

Poéticas - C.M.G. (6)



Lo que no se puede decir, no se debe decir. Pero el imperativo de Wittgenstein alcanza a amparar un desafío plástico que lejos del remedo del mundo, incluso de la réplica más autorizada (el arte propende a la insolencia, al menos el del artista grande, el del creador más alejado del recetario o la copia: la receta pudre el alma), logra un vocabulario esencial: el cuadro calla de veras, se aparta de la estridencia. En el más grande mutismo, como un sacramento, va directo como una bala magnífica, silenciosa y fatal, al cerebro del espectador.
No se debe decir el dibujo del vuelo del ave (tal vez pueda decirse la esencia brancusiana del ave) ni tampoco la inmensidad agazapada tras la nota más imperceptible de una sonata, no se debe decir el óxido del tiempo en la pared antigua, el aire que mece la hoja (o la página) del libro, el mapa patético del rostro arrugado del viejo. La prioridad del artista actual no deja de ser la misma del de hace siglos, y la evolución de ese conjunto milenario de taumaturgos ya abonaba el terreno para todas aquellas codificaciones artísticas que desde lo objetual en sí allegaban a la metáfora o al discurso narrativo plástico mediante una semántica que mucho tiene de carrolliana: la suplantación de una forma reconocible por otra más profunda: digo exactamente lo que quiero decir. Soy dueño de mi palabra: dibujo su significado.
El siglo XXI empieza a exigir su pedazo de historia plástica: puede ser una conformación objetual que se sustente con la oscuridad del místico, el desvarío del artista zarrapastroso y sus escombros o con la nitidez y cabezonería del analista minucioso, puede ser una plástica a-referencial, una cacharrería con pretensiones, puede ser una concurrencia de materiales o brochazos significados tan sólo por una disposición espacial sin lingüística ninguna que lo precise, puede ser una instalación de detritus o roperos viejos de chamarilero, pero también puede ser una invocación, una descripción, el zarpazo místico a lo no visible, el lenguaje arbitrario de la realidad del gato, un gato riente, una sonrisa sin gato… Puede ser hasta el vacío. Asumida la abstracción, el lenguaje puesto del revés demanda complicidades que atiendan a unas valoraciones matéricas, cromáticas y estructurales (un rectángulo, como tantos de la poética de C.M., puede ser las cuatro esquinas de la palabra más calculada), o plásticas simplemente, puro manchón enarbolando la intrínseca nadería, para su reconocimiento como “objeto artístico”, pues todas las opciones son legítimas. Pero también el arte se proyecta como un correlato intelectual. Como prueba de una existencia. En la gramática de una línea se airea el lirismo o la denuncia política. En una simplicidad geométrica puede anidar el espíritu de toda una generación. ¿Para qué traducir el mundo y el muestrario repetido de sus imágenes? ¿Para qué figurarlo una y mil veces? Qué pesadez.
Convocado el referente como si de una taumaturgia se tratara, la imagen se fortalece en gran medida del posibilismo cultural y su acervo de pluralidades casuísticas (literarias, cinematográficas, ideológicas...) que acaban dándose cita en el work in progres. Asumido el origen, explícito o aun sumido en veladuras, la complicidad, el guiño a la cofradía interesada, se expande como una mancha de… óleo/acrílico.
En las inteligencias de los artistas más libres y capaces lo referencial sepulta los ejemplos más visibles, menos misteriosos por tanto, a los que destierra de la superficie del soporte. La mecánica pictórica se aposenta por ella misma sin necesidad de la coartada sígnica más entendible. En el cuadro que encabeza estas líneas el espacio supuesto e interviniente (los espacios coloreados, incluso su textura más feble), se ha erigido como el elemento implícito de gran importancia axiológica en la obra, exige que no prescindamos de la condición subjetiva del entramado plástico de la artista (los campos cromáticos) y lo atendamos como un lenguaje desvelador de otras escrituras –incluso la cinematográfica, otro lenguaje que en manos de los verdaderos creadores desmiente lo aparencial-. Frente al cuadro, desde su geometrismo fascinador por su valiente sencillez, tan sólo podemos recibir intuitivamente un chispazo del reglado plástico-conceptual que lo anima y el referente que lo posibilita. Es decir, el ideario poético y/o racional, en cuando podemos ser afectados por él a niveles sensitivos e intelectivos, procede de un acto procesual –el pictórico- que gesta sustitutivos plásticos de unos distintivos ajenos a la propia práctica de la disciplina. Podemos entender lo justo, o podemos entender mucho más de lo expuesto. El espacio, que por sí mismo no significa nada, ni siquiera es lugar hasta la intervención de la artista, el sitio de la contienda creativa, se colma del signo (raya, punto, línea, tono), de la intencionalidad artística lejos de la copia o la mera traducción del mundo visible. Lo que no se puede decir, no se debe decir. Entonces la artista crea esa imagen valiéndose del espiritual (que no de su propuesta formal) de K.(andinsky). El paródico film al que remite la autora, una mirada teñida de nostalgia por las viejas producciones de la RKO, allana la visión. Acrecienta una plástica de lo que no se debe decir nunca por medios convencionales, pero sí acogiéndose al inventario de la sugerencia y la alusión racional de flagrante contemporaneidad. Así se celebra la artista a sí misma, así celebramos nosotros una creación inteligente. Y así suceden la complicidad y el hermanamiento en esta pintura, a través de mediaciones desnudas de lo icónico, pues todo lo verdaderamente iconológico de la modernidad nos llega, no desde lo manifiestamente visible, palpable y reconocible, sino mediante la emoción o el sentimiento corregidos, como diría M., por la regla. Y ahí hallamos la verdadera grandeza de esta clase de pintura no representacional, tan medida, tan liberada de ornatos.

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