viernes, 5 de marzo de 2010

D.G. (autorretrato-9)


Desde las altas cimas de la sierra Brell observaría allá lejos, muy lejos, la presa gris y el agua sucia, el trajín de los excursionistas, la naturaleza falsa, como si de un cuadro retocado se tratara, el bullicio de una gente acotada entre mesas de piedra, paelleros sucios de ceniza y una fuente de tres caños adornada de azulejos siempre rodeada de niños correteando y hombres y mujeres con bidones de plástico en las manos.
A salvo en las planicies elevadas de la cadena montañosa, sin dolor por el recuerdo, sin ánimo para nada nuevo, libre y no pobre, o pobre y quién sabe cómo, sin que nada ni nadie pueda modificar su paisaje y su figura, su voluntad y sus días buenos o malos, Brell mira hacia abajo, tan hacia abajo que todo el panorama termina difuminado por la pálida luz del sol y la distancia. Azotado por el viento, sin fatiga, sin el alboroto del crimen o la mentira, sin ansia de novedad, pleno del sol y del árbol, del silencio y del trabajo y de la vida, ataviado como la tierra, de su mismo afán, Brell es ya de un profundo enraizamiento. Hombre de sierra y de sol, padre de dos hijos, hembra y varón, en trabajos... sin nombre. Por fin, oscuro. (Con esa mirada..., esta tierra.)
Está a salvo en la serranía, allá en lo alto donde nada hay de curiosidad para la gente de abajo, arriba donde el bosque es de incómodo andar y la expresión de la naturaleza se graba en los ojos pujante de colores y de trazos vigorosos y heridores de luz, donde toda la raya es tosca y la forma inabarcable, donde se anda a solas y de veras.
Pasa el tiempo, y es lo mismo. Sucede a la noche el día, el calor y la luz al frío y la lluvia, y así siempre. No se culmina una obra del color de la realidad, de la verdadera esencia del rumor del aire silbando entre el follaje y los arbustos, de la fijeza del tronco venerable y sólido hundido en la tierra rica de la materia de la vida. Jamás se concluye un cuadro así.

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