lunes, 22 de marzo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (9)


En 1932 el dibujante tiene dieciocho años. Ha cursado estudios de primaria y secundaria. Aunque vagamente, tiene intención de matricularse en Bellas Artes. Pero se encuentra indeciso. Sabe que dibuja bien. Y que puede ganar bastante dinero con esa habilidad. Ya lo gana. ¿Por qué habría de perder el tiempo con profesores que enseñan lo que él puede aprender por sí solo? El que sabe, hace. Pero… en san Carlos, la escuela oficial de arte de la ciudad, con rango de estudios superiores, podría conocer gente interesante. Los hermanos Renau, por ejemplo (a los que terminará conociendo después de todo). Mientras reflexiona sobre ello, vende sus dibujos, sus historias ilustradas, tiene dinero en el bolsillo. Y lee. Es un lector que subraya los libros que compra con un lápiz de grafito violeta. Todo tipo de novelas, rusas, francesas sobre todo, los clásicos castellanos en ediciones de La Librería Fernando Fe o Biblioteca Nueva y la de bolsillo (¡la primera del mundo!) de Calpe, unos libros casi minúsculos muy bien editados en tapas blandas amarillas y los títulos en rojo. Su padre le ha regalado hace unos años, cuando acabó secundaria, el Espasa abreviado, tres gruesos tomos de miles de páginas encuadernados con lomos de piel de color burdeos, que uno de los hijos del dibujante, casi cien años después, conservará como un tesoro. Ha leído Don Quijote de la Mancha tres veces. El Persiles, que el dibujante ha comprado ese mismo año (hay dinero de sobra en el bolsillo), de la editorial Sopena, se le atraganta. Sólo la dedicatoria como antesala de la “historia septentrional” que el escritor moribundo dedica al conde de Lemos le emociona; también las dos páginas iniciales del prólogo, con un Cervantes derrotado por la hidropesía a horcajadas sobre un jamelgo en el camino de Esquivias. Pero el dibujante no logra pasar del “Voces daba el bárbaro Corsicurbo…” que da comienzo a los trabajos de Persiles y Segismunda.
El dibujante, a esa temprana edad, ha intentado ilustrar Las mil y una noches, que abandona, luego de media docena de témperas, ante lo ímprobo de la empresa. Y La Divina Comedia en varias ocasiones, infructuosamente. No llevará a cabo esa labor en toda su vida: “Mis dibujos se parecían demasiado a los grabados de Doré. Eran grabados… ¡dibujados! Mal asunto.” Sin embargo dibujará con éxito la obra de Cervantes, y la figura del bueno de Alonso Quijano, que no su desquiciado caballero, al que no duda en trazar apocado en la noche, pensativo entre riscos, o con el yelmo bajado sumido en las tinieblas de una España exhausta que bate su espíritu entre lo renacentista y lo barroco, lo ideal, la contrarreforma, la realidad tan humana…
En 1932 la ocupación preferida del dibujante es comprar libros y revistas ilustradas americanas y europeas, de donde entresaca una mitología compuesta de figuraciones sinfín, un heteróclito baúl de apariencias, modas y decorados variopintos de los que se servirá más adelante para sus propias creaciones. Todo lo colecciona y recorta.También se goza en recorrer las calles y plazas del centro histórico, antiguo y medieval, de la Valencia que más ama, la que se pierde en orígenes oscuros (sesenta años más tarde más sabio, más cansado, tan solitario en el fondo, recobrará esas penumbras de la historia en El Encubierto, la última obra de su vida).
Es un flâneur incansable, atento y curioso, y a veces sin rumbo fijo. Pasea por una ciudad republicana, festiva y pujante que comienza a perfilarse como una atractiva capital, una Valencia menos provinciana y recoleta que parece dejar atrás el blusón, la alpargata y la tartana. Años después el dibujante intentará trazar una topografía urbana mediante el diseño aproximado de sus monumentos y fachadas más llamativos, al tiempo que hará lo mismo con el fácil costumbrismo, tan identificativo, de Blasco. Siempre llamará de ese modo al escritor, Blasco, (sólo los no valencianos utilizan los dos apellidos, o los que no lo leen, o los que lo desprecian). El temario del exuberante narrador, desde la laguna de El Palmar (Cañas y barro) a los naranjales de Alcira (Entre naranjos) y la huerta que como una muralla verde protege la ciudad del erial de tierra adentro (La barraca), proporcionan al dibujante un inventario de su tierra que se inscribe en la idiosincrasia más reconocible pero también en un realismo alejado de la fantasía y tan querido para el dibujante naturalista que alcanzaría a ser.
Dieciocho años y las manos en los bolsillos, llenos de duros contantes y sonantes. Se mira a hurtadillas en los cristales de los escaparates. Una figura delgada, altiva, de estatura por encima de la media. También es un soñador, y aunque no haya escrito una poesía en su vida, de poeta son sus gestos, y hasta la sonrisa, la vestimenta, las imaginaciones. Pasea por la Valencia de los primeros años treinta, una urbe bulliciosa, ateneísta y con media docena de periódicos que derriba callejas y abre avenidas, que airea plazas y se expande entre los huertos y el mapa rumoroso de sus acequias. La Plaza de Emilio Castelar ahora se llama Blasco Ibáñez, es el centro neurálgico de la ciudad. Antes era Baixada de san Francesc. Mañana… ¡quién sabe! El dibujante, alerta al movimiento de las gentes, del tráfico incipiente y los tranvías, camina a buen paso, pues siempre sería un excelente andarín, y piensa que el tiempo no se detiene, que es fácil comprobarlo en los cambios acelerados que sufre la fisionomía de una ciudad que conoció desde muy chico, a los ocho años, cuando vino a vivir al centro desde un pueblo del arrabal rico y hortelano. Todo parece dinámico y apresurado. Todo se transforma. En breve, al oeste de la ciudad, abrirán una gran avenida, una Gran Vía semejante a la de Madrid. Ya han empezado a derribar antiguos edificios de menos de tres plantas. No sabe el dibujante en esos momentos que nunca culminarán su trazado, y quedará entre provinciana y pretenciosa, mucho antes de alcanzar la ribera del Turia, más allá del Mercado Central, orgullo de la ciudad agraria y comercial.
El dibujante ahora se halla en una de las calles más animadas, Pi y Margall (después Calvo Sotelo, y después Ruzafa… todo se transforma), flanqueada de numerosos cafés y teatros. Pasa delante del Teatro Lírico y sin ocultar una sonrisa avanza decidido entre la gente. Es media tarde. Un sol dorado de primavera arranca reflejos de las copas de los árboles. Palpa los duros en el bolsillo. A menos de cien metros se encuentra el cine Capitol. Va directo como una flecha a la fachada art-decó de la flamante sala. Acaban de inaugurarlo meses atrás. Posiblemente el mejor y más moderno cine de la ciudad. Las películas serán la gran pasión, jamás defraudada, del dibujante durante toda su vida.
En cartel Cimarrón, de Wesley Ruggles. Con Richard Dix y Irene Dunne.
Cuando horas más tarde sale del cine, ya es de noche, y un aire acariciador y oloroso del azahar de los naranjos en los alcorques de las aceras le refresca la cara.
Dieciocho años, y seis duros de plata sonando en el bolsillo. Bueno, ahora un poco menos. Va cargado de revistas (y oculta entre ellas una novela de las llamadas en la época sicalípticas); y los cines de estreno son algo caros, 1,50 pesetas la butaca en el Capitol, cine sonoro, como reza la publicidad en El Mercantil Valenciano, pero él siempre preferirá éstos a los de doble sesión, de 40 y 60 céntimos, como el Ruzafa o el Suizo, en los que no pondrá el pie nunca.
Está un poco lejos de casa, pero regresa andando. Le gusta moverse anónimo entre gentes desconocidas y tranvías abarrotados. Y se halla animado, solitario pero feliz. Va pensando en la próxima historia que ha de dibujar. De seguro que va de exploradores.

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