viernes, 5 de marzo de 2010

El testigo (5)

Una frase del invitado, “…ese imbécil de Beckett” (664), me hace rememorar episodios quizás felices (examinados ahora) de muchos años atrás, cuando la era de los descubrimientos, de los nombres sagrados y los sueños pequeños, y por ello al alcance de la mano pecadora del adolescente. Entre los hallazgos memorables: el de la misma literatura del invitado. Probablemente los hechos que ahora acuden a mi mente estarían impregnados de una mixtura donde el sufrimiento y la conciencia de la propia endeblez, si bien mitigada por la edad heroica, no iban a faltar. Y a esto habría que agregar una irreductible rebelión hacia todo que me abocaba inevitablemente a múltiples equivocaciones. Si algo caracterizaba mi vida de los 15 y 16 años era el error continuado, una persistente inclinación al errar y porfiar. Y, a pesar de todo, ya era capaz de labrarme una identidad granítica a salvo de la vulgaridad, o cuando menos de lo común, que me rodeaba por lo general en todo instante.
Dos circunstancias precipitaron mi conocimiento de la existencia del invitado, hasta entonces completamente ignorado por mí.
Un compañero de estudios, de familia adinerada y eminente posición social, regresaba con su familia desde Nueva York, con escala en Madrid, a Valencia, por entonces sin vuelos internacionales. Era G. un buen camarada mío; a decir verdad, el mejor compañero de pupitre, excelente lector y magnífico jugador de billar a tres bandas. Al cabo de los años se convirtió en corresponsal gráfico, un free lance siempre sonriente, silencioso, de una gran discreción en lo tocante a su trabajo. Lo mataron a sangre fría, de un tiro a la cabeza estando él maniatado, en la guerra de los Balcanes de los noventa, en la frontera serbocroata. Aquel día G. me traía de Nueva York un ejemplar dominical del New York Times (dos kilos y medio de peso, trescienta cincuenta páginas de política, sociedad, cultura, epectáculos y… miles de anuncios), y la impaciencia por hacerme cuanto antes con el periódico me había obligado a desplazarme en un autobús renqueante y cochambroso al mismo aeropuerto. Era una mañana calurosa del año 1969, al final del verano, el 14 de septiembre. Lo sé porque, increíblemente, aún conservo en mi archivo de recortes algunas páginas del ejemplar del diario, fechado el día anterior y comprado, según supe más tarde, en el JFK. El avión desde Madrid, donde la familia G. había pasado la noche, se retrasaba en demasía. Aburrido y con la impaciencia a cuestas, me acerqué al puesto de libros y periódicos sin apartar ojo del panel de llegadas. Tenía bastante dinero en el bolsillo, pues acababa de cobrar los pies de fotos e ilustraciones que publicaba en el suplemento infantil de uno de los diarios locales, a iniciativa de mi padre, colaborador del mismo cuadernillo semanal con varias de sus series de aventuras. Un título de los libros en rústica colocados en el expositor circular atrajo mi mirada sin saber la razón. Pero enseguida recordé que en las semanas previas se había anunciado día tras día insistentemente en el único canal de televisión nacional, al igual que en la prensa escrita. Se trataba de El retorno de los brujos, de Louis Pauwells y Jacques Bergier, un bestseller (de secreta ficción) que arrasaba en las paupérrimas listas españolas de los más vendidos. Pasados los años, el libro resulta bastante ridículo por sus pretensiones seudocientíficas y el catálogo fantástico de acontecimientos y disparates singulares que registra. (Al margen de lo sentimental y literario apunto, no obstante, un dato que llamó mi atención y aun me hizo arribar a otro de mayor interés: de sus páginas entresaqué a Fulcanelli y sus teorías acerca de una arquitectura intrigante, y esto me condujo a Viollet-Le-Duc... Todo encuentro es una cita, que aseveraría el invitado.) Lo cogí del expositor y atisbé en algunas de sus páginas. Estaba a punto de dejarlo en su sitio cuando una frase en las primeras páginas me llamó la atención: “Tengo una gran torpeza manual y lo deploro. Me sentiría mejor si mis manos supiesen trabajar”, escribía en el prefacio uno de sus autores. A mí me pasaba, y me sigue sucediendo, exactamente lo mismo. Me identifiqué con él al instante, pues el haber nacido en el seno de una familia de artistas, tanto mis dos hermanos como mi padre manifestaban una destreza manual fuera de lo común, mi incapacidad no dejaba de mortificarme. Eso fue suficiente para comprar el libro, ya que en mis adquisiciones siempre parecía existir un componente compulsivo, una vehemencia repentina, inexplicable, que me costaba refrenar. Bien, debo decir que me entretuve mucho leyéndolo en los próximos días, y hasta me pareció fascinante en muchas de sus páginas, hoy todas olvidadas sin remisión. En realidad, todas, no...
Al poco rato, bajo el crudo sol del mediodía G. y su familia descendieron por la escalerilla del avión. Entre otros pasajeros, caminaban tranquilamente hacia la terminal. Mi amigo me descubrió con rapidez al descubrirme pegado a uno de los grandes ventanales que daban a las pistas. Alzó un brazo con una gran bolsa de papel agarrada a la mano: mi New York Times.
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Casi al final del libro de Pauwells y Bergier, como intercalado a tenazón, aparece un relato del invitado, El Aleph, una de sus mejores creaciones al decir unánime. Un libro de la naturaleza de El retorno de los brujos disculpa sino las erratas inocentes, y por tanto corregibles, sí los errores. Los autores se equivocan al denominar el relato de novela, y vuelven a equivocarse al declarar que “ofrecen un fragmento de la novela”, cuando en realidad integran en el capítulo el relato completo. El error debe provenir de confundir El Aleph, que da nombre a un volumen de 17 cuentos, con el del título de una novela. Su selección en esas páginas obedece, conforme se nos explica en unas líneas del capítulo, en que el cuento versa poéticamente sobre “el punto más allá del infinito”. Nunca he sido capaz de discernir nada de eso en el relato. Sin embargo, su lectura constituyó un auténtico aldabonazo en mis dieciséis años. No sólo ignoraba que pudiese escribirse de ese modo (huyendo del lugar común y la frase hecha), con tanta facilidad y maestría en el dominio del lenguaje, que parecía sonar distinto hasta en su misma construcción, sino que la transparencia argumental sin fisuras, el control absoluto y medido de lo narrado y el tremendo poder evocativo que emana desde el primer párrafo, me subyugaron del tal modo que tuve que releerlo varias veces. La vívida impresión recibida no desaparecía en lecturas posteriores. Comprendí en él la magia de una literatura perpetrada por un nuevo Dante que no eludía lo fantástico para proyectarse a lo más real, y nada parecía serlo más que aquella candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, los cartelones publicitarios de hierro, la serie de retratos testimonio de una vida perdida ya para siempre apresados en barrocos marcos de plata sobre la vetusta cómoda, la casa inveterada de Garay que esconde en el sótano del comedor el aleph…
Durante un tiempo me fue imposible librarme del influjo de aquella genialidad del invitado. Y entonces recordé que no era la primera vez que yo supe de ese hombre misterioso.
En efecto, semanas atrás había leído su nombre estampado en la cubierta de un Alianza de bolsillo.
Yo solía acudir una tarde a la semana a la vieja casa de uno de mis tíos, muy enfermo, en la plaza de la Reina. Permanecía con él poco más de una hora, viendo grabados antiguos y revistas ilustradas de principios de siglo que había coleccionado durante años. Ahora se moría de cáncer, entre penumbras y papeles, y a mí me parecía que toda la casa y él mismo olían a cáncer, como si aquella invasión celular de dentro de su cuerpo fuese apoderándose también de las paredes y las cosas de ese piso mediante un olor denso de abigarramiento, de materia putrefacta y vejada por el tiempo. Mi tío había sido traductor y atesoraba en su casa una buena colección de libros franceses e ingleses que yo, pérfidamente, confiaba en heredar a su muerte que intuía con criminal y juvenil inconsciencia muy próxima. No fue así como resultó. Una vez muerto sacaron los muebles antiguos, los cuadros y todos los trastos y los cientos de volúmenes en almoneda. No conseguí ni uno solo de los libros, aunque sí un par de grabados de cierto valor que más adelante terminé extraviando en alguna de mis inevitables mudanzas de leonera en leonera. Poco después de comer acudía a su casa a buen paso desde las proximidades de la Finca Roja. Enfilaba la calle san Vicente y ya no me desviaba de ella hasta llegar a la Reina, a unas diez manzanas del hogar paterno. Un par de edificios antes de la intersección con la plaza del Ayuntamiento (por entonces, Caudillo) había una librería con fachada de mármol rosa, con pilastras del mismo color, Sorel, ya desaparecida, donde se había empleado la hija de una vecina viuda. Vivían en un piso de la planta de abajo de la vivienda de mis padres. Secretamente yo la espiaba, aunque era un espionaje inocente, casual, y en el que nada había de estrategia deliberada. Un acecho a hurtadillas, inofensivo y soñador. Miraba desde la ventana de mi dormitorio a la del suyo. Ambas piezas daban a un angosto patio de luces bastante tétrico. Su ventana siempre estaba cerrada, hermética, pero sabía yo que ella dormía tras aquellos postigos, que tras aquellos cristales silenciosos se desnudaba y vestía, se acicalaba… Saber eso parecía ser suficiente. Era una chica morena, de pelo largo castaño, delgada y de movimientos parsimoniosos, hasta elegantes, unos años mayor que yo. Vestía faldas cortas, por encima de las rodillas, pues tenía unas bonitas piernas y, naturalmente, era consciente de ello. Unos ojos risueños, de ese color indefinible, intercambiable, que oscila entre el verde, el gris y el azul, fulgían en un semblante que a menudo ensombrecía una inexplicable expresión de seriedad. Era infrecuente que coincidiéramos en el ascensor, pero cuando esto sucedía, ambos desviábamos la vista después del saludo, y con torpe disimulo me elevaba sobre las puntas de los pies, pues ella era bastante más alta que yo. Siempre que me aproximaba a la librería, abierta escasos minutos antes, aminoraba el paso y nunca dejaba de lanzar un vistazo al interior con la esperanza de descubrirla entre los estantes. A veces, incluso me detenía delante del escaparate examinando las portadas de los libros expuestos, sin percatarme de ninguno de los títulos. A menudo la veía, de pie, leyendo a esas horas tranquilas de la tarde, cuando era muy raro que entrara algún parroquiano. En cierta ocasión, en que no era visible desde el exterior, me detuve fingiendo estar muy interesado en los volúmenes depositados tras el escaparate, pero no me fue posible verla de ningún modo. Por espacio de unos segundos permanecí quieto, acechando su presencia. Finalmente, cansado de esperar su aparición detrás de la puerta cristalera, iba a marcharme cuando la vi asomar por una puerta lateral. Me fijé que llevaba un libro en la mano, y antes de que pudiera reaccionar fue directa al escaparate por la parte interior y colocó el pequeño volumen junto a los demás libros en venta, entre El lobo estepario y La metamorfosis (libros que yo, a mis quince años, ya había leído, como gran parte de los estudiantes de aquella época feliz de jóvenes amantes de lecturas escogidas y secretas analogías). Y desde ese momento, como salido de fábrica, allí quedó esperando al afortunado comprador, todavía con olor a imprenta. Ficciones era un título extraño, escueto y absolutamente definitorio. Observé el nombre del autor impreso en grandes letras negras en la portada. Era un autor desconocido para mí. Al levantar la vista ella me descubrió embelesado al otro lado del cristal. Hizo un gesto de saludo con una ligera inclinación de cabeza, que yo imité rápidamente entreabriendo algo los labios. No parecía sorprendida. Sonrió al erguir el cuerpo y encaminarse hacia el mostrador con la voluminosa caja registradora en un extremo, que asemejaba un extraño animal muerto. Eran otros tiempos, muy alejados de lo digital de nuestros días. Experimenté una ansiedad difícil de reprimir. El deseo de la compra se tornó violento, imprescindible.. Pero no tenía el suficiente dinero en ese momento y, diabólicamente, ése era el momento de comprarlos. Tenía que ser ahora. La sonrisa luminosa de ella requería la audacia, cuando menos la correspondencia por mi parte con ese detalle caballeroso. Además, el libro, en edición de bolsillo, era realmente asequible.“Mi tío”, pensé, presa de gran agitación, “él me prestará lo que le pida”. Me di la vuelta y apresuré el paso hasta la casa del desahuciado. Me abrió la puerta una de mis tías, hermana del canceroso, que pareció brotar de las mismas tinieblas. En esa casa reinaba la penumbra eterna, como un nublado perpetuo. Allí dentro uno siempre tenía la sensación de que afuera estaba lloviendo, aunque la luz de un sol radiante bañara las calles. Era una mujer soltera, aún no demasiado vieja, magra de carnes, de ojos pequeños e indagadores, siempre adusta, hostil, cancerbero terrible de todo paraíso, vestida de un gris oscuro que ya parecía apresurarse por teñirse de negro. Me informó enseguida de que el tío se encontraba durmiendo, muy agotado, y que esa tarde no debía hablar con él. Su tono no admitía la menor réplica. No me dejó pasar más allá de la antesala envuelta en un olor rancio, polvoriento; como invitándome a salir de allí lo más pronto posible, no había cerrado la puerta a mis espaldas. Balbuceé con timidez unas palabras iniciales de pesar y, luego, armado de valor, levantando la vista, le dije que quería pedirle algo, un gran favor. Naturalmente, no preguntó qué. Eso le daba tiempo para pensar una negativa sin paliativos. Se limitó a esperar a que continuara hablando. “El caso”, susurré después de una larga pausa, sin ninguna convicción, “es que necesito dinero.” “¿Dinero?” “He de comprar unos libros”. “¿Unos libros? ¿Qué clase de libros?… Así que vienes a casa del tío a pedirle dinero, ¿no es eso?” “No, en absoluto”, respondí enrojeciendo. “Entiendo” dijo cortante, “pero ahora no te puede ayudar, y yo no llevo dinero encima. Tendrás que pedírselo a tu padre.” Dio un paso adelante, sin dejar de mirarme, obligándome a retroceder hacia atrás y salir afuera, y luego cerró la puerta muy suavemente, pero inapelable, sin permitir siquiera que le diera un beso de despedida.
Sucesos de tal menudencia como aquella desmienten ese sinfín de supuestos deberes hacia los miembros de la propia familia, que generalmente suelen acabar siendo las personas más extrañas, sino francamente hostiles, a los sentimientos de uno. Descendí la maltrecha escalera hasta la calle con un regusto de metal en la lengua y las sienes palpitantes. Hice el camino de regreso a casa dando una gran vuelta por Paz y Colón hasta Játiva con el fin de aliviar mi frustración, alejándome lo más posible de la librería. Pero ese hecho humillante, que yo mismo había provocado por impaciente, fue la causa, al grabarse indeleble en mi memoria, que preservara detalles del anterior incidente. Hoy recuerdo ambos por la absurda conclusión del segundo de ellos. El tercero de los episodios que el desdén en forma de insulto del invitado ha traído a mi memoria no exige demasiadas líneas, aun siendo el más memorable.
Metido de lleno en el curso escolar, un día de octubre contemplé en la pantalla del televisor la estrafalaria figura de un hombre con la cabeza en forma de pájaro, con grandes orejas y el pelo claro encrespado, extremadamente delgado y de mirar huidizo. Una voz femenina declaró que era un tal Samuel Beckett, irlandés que escribía en francés (¡?). Le habían otorgado el premio Nobel de literatura de ese año, 1969. Nunca había oído hablar de él.
Al día siguiente, con dinero de sobra en el bolsillo, me acerqué a grandes pasos a la librería donde trabajaba la hija de mi vecina. Entré decidido. Ella estaba tras el mostrador, y allí me dirigí sin vacilar. Llevaba la melena recogida en una cola de caballo y me miraba risueña, como si estuviera esperándome. Me pareció más bella que nunca. Mirándola sin pestañear le pregunté “si tenían libros de Beckett”. Sonrió asintiendo, como la otra vez de hacía semanas. Se giró hacia un estante, tomó un par volúmenes y los puso puso encima de la madera del mostrador, Esperando a Godot y Final de partida. Cogí uno de los dos, no recuerdo cual, y fingí hojearlo. Ella, con un temblor apenas perceptible en la voz, empezó a hablar.
Cuando salí de la librería, al cabo de una hora, acalorado y feliz, llevaba en la mano un volumen extraordinariamente delgado, Final de partida. Era una edición argentina, de Nueva Visión, impresa el mismo año de 1969, en Buenos Aires. Era un libro algo caro, a pesar de ser de bolsillo y de escasas cien páginas, encuadernado en rústica, aunque cosido. La súbita fama del autor justificaba al parecer el incremento del precio.
Tres días más tarde volví a la librería y compré Esperando a Godot en francés, una edición de Les Editions de Minuit. Tardé otra hora en salir de allí.
Tantos años después, esos dos libros siguen estando en mi biblioteca. Por motivos que no explicaré (además de los literarios, por supuesto), son de los que más amo.

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