viernes, 26 de marzo de 2010

La heroína (14. Final)

Por un momento, el rostro de T.B. se iluminó del resplandor marino del crepúsculo, dorado y tibio. Exhalaba su cuerpo blanco y desnudo un halo áureo, como nunca antes había percibido nadie en ella, pues la inminencia de la muerte ya anunciaba la irrealidad de su condición futura, la transfiguraba como si fuera a fundirla en el aire.
Estaba sola. No se oía el mundo.
Luego, salió del trance, volvió a las tinieblas de la vida y se desvaneció en sus ojos para siempre el brillo fantástico que una gloria de júbilo había encendido poco antes, cuando sintió en su interior la verdadera luz, aquélla que nacía de su propia revelación y creaba la auténtica forma y el principio más secreto de las cosas. Dentro de poco ya no sabría nada. La leyenda se disiparía como la leve e inconsútil nube que no deja ni rastro.
Caminó hacia las olas.
T.B. detestaba el ruido, la triste formalidad de lo correcto, un arte sin compromiso, la compasión, el... Basta. El velo mágico del mar, verde y azul, la envolvería del todo sin dejarle oír nada. No sería un mal sudario.
Murió joven, aunque sin prisas. A conciencia. Una muerte por agua, lejos del sol. Las cosas suceden, y eso es todo.
Una vez T.B. llenó de palabras tres folios de color amarillo con tinta china roja, azul y negra intentando describirme con la mayor fidelidad un gigantesco ficus, una monstruosidad vegetal aferrada a la tierra con una fuerza inconcebible pero que erguía desafiante la vastedad de su materia al cielo, al aire inasible y tenue. T.B. tenía una letra picuda y enérgica, casi artificiosa. Si se me permite: visceral.
Detalló la rugosidad leprosa del tronco, el laberinto de las ramas, los colores y sus matices vigorosos o anodinos, la calidad de las texturas. El inventario de la gama del verde provocó catorce símiles, y no dejó de anotar el tono otoñal del envés de sus hojas. Supo definir hasta lo más minúsculo o despreciable para el ojo. Pero utilizaba adjetivos extraños, incluso francamente inapropiados. A decir verdad, en ningún momento pude imaginarme idealmente aquel maldito ficus. “¿Por qué no lo ha dibujado?”, pensaba yo al leer la morosa descripción. Al final, saqué la conclusión de que se trataba de un árbol realmente admirable, grande, alto, con una inmensa y enmarañada copa, tan enredado por todas partes que no dejaba llegar los rayos del sol al suelo, con unos huecos oscuros e intrincados en la base del tronco como fauces enormes de un animal mitológico... El perfecto escondite para una imaginación infantil.
Los caprichos de una memoria severa son desconcertantes. Recuerdo, pero recuerdo esencialmente las pequeñas cosas: una mañana temprano que ella bebía del agua fresca y pura de una centelleante jarra de cristal, sus pies desnudos sobre un suelo de yerba verdísima, una tarde de verano que la divisé de lejos vestida de blanco caminando bajo la sombra de las grandes catalpas frente el edificio de correos, el viejo grifo dorado y goteante en su estudio de la ciudad antigua, su voz ronca, las manos de obrera artista, la sonrisa insolente y bella...
A veces, T.B. callaba del todo. De golpe. Sólo miraba con unos ojos implorantes que poco a poco terminaban extinguiéndose sin dejar el menor vestigio de fulgor, como si no hubiese misterio alguno más allá de ella: el arte era una realidad más vigorosa y honesta que la propia vida, que en nada se parecía a aquél. Pálida imagen la del mundo... Su mansedumbre, entonces, era patética. No había lugar para la lucha o el desafío interminable. Sólo había desprecio.
Ya no ama la materia... (Está el agua. Todo lo borra.)
Sus últimos cuadros eran casi blancos, grandes y vacíos. Una tenue veladura, ni siquiera una mancha, acuarela, agua azul, plata, rosa..., recorría el espacio apenas tangible.
Dejó la tierra.

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