lunes, 1 de marzo de 2010

La heroína (11)

Ese refinamiento del alma enferma abdica de cualquier otra motivación que no sea su propio alivio, no hay otra clave, no existe ningún secreto. Se vive así, hasta que uno decide dejar de vivir así: un cuerpo en situación de emergencia constante, retorcido y violado... Huía del escenario doméstico y lleno de horrores. En ese apartamento todo servía ya para ocultar el infierno a la vista...: un armario, el suelo debajo de la cama, el mueble contra la pared. [Descubrí el papel de plata liso e impecable: las cuatro esquinas expertamente dobladas hacia adentro, características y delatoras.] Yo aún estaba alerta, luchaba contra el caos de los desperdicios, de la abulia. No claudicaba frente al mundo peligroso y sucio, atroz... (¡Y sólo he visto fragmentos de él, sólo! ¿Qué si no...? Sin embargo, hay tanto que termina disfrazando la impudicia: el egoísmo, la cobardía, el temor...)
Llegaba al apartamento a la hora del almuerzo. Volvía muy fatigado, tras mis huellas, un sabueso vencido y apocado por un cielo injusto y de luz fría. O quizás antes había dado largos rodeos por las manzanas de otros barrios distantes, de anchas y rectilíneas aceras, de edificios elegantes, lujosos... sintiéndome triste o deliberadamente complejo. [Vi a un tipo rechoncho que al andar se balanceaba como un marinero, la expresión de ironía que fruncía los labios, justo igual que en el retrato de Henri Lehmann (la mirada socarrona, algo rufianesca). Fue en... El había escrito por la mañana un par de horas. Después devolvieron el manuscrito: "Nada de esto puede ser publicado..." Delante de C... cae fulminado entre la muchedumbre que pasea. Tenía los bolsillos repletos de billetes de banco, que habían de robarle junto con la tabaquera de oro... Me emocioné. Buscaba por el bulevar el número..., el 24.] Pero los mismos pasos que me habían adentrado en el pasado ahora me dejaban en el camino malo, sin costumbres, sin recursos, en pleno desconcierto.
Compraba pan, una botella de vino. Me resguardaba del frío y la nieve. Sujetaba bien los periódicos doblados, agarraba firmemente la bolsa de papel con la fruta fresca.
Cogía el metro si aún estaba lejos (Auber, Bourse, Malesherbes...) Me perdía en el desolado anonimato de los vagones repletos de personas de rostros subterráneos.
¿A quiénes veía taciturnos y apocados con el mirar ceniciento reflejándose en las ventanillas? Era como un ejército derrotado de caras castigadas y cerúleas. ¿Qué obstáculos agotaban sus vidas? ¿Qué temían o celebraban en sus lejanos hogares? ¿De qué se escondían en el túnel? ¿Y adónde van, y por qué vuelven más tarde, por qué vuelven siempre?
La máquina, rauda, penetraba en la oscuridad y nos conducía al umbral de unas puertas de ira, o tal vez de una pervertida resignación. Al final del túnel igual podía esconderse la muerte inesperada, la callada desesperación, o... nada de todo eso. Podía uno ascender a la luz suave de las calles bajo la lluvia o la nieve y simplemente dejarse llevar de nuevo por el tiempo.
Del agujero pavoroso me llevaba el signo cotidiano en forma de objeto, una emoción innoble (un libro de tapas chillonas en las rudas manos del adolescente, una triste mujer con los ojos del cáncer, la aviesa mirada del viejo aburrido hacia la jovencita desprevenida, el asco del presente y sus reflejos atrapados en el cristal de las ventanillas). Colorido y agazapado el demonio en los grandes carteles publicitarios de los andenes, danza entre las manos que se apresuran a girar las manillas de las portezuelas de salida en cuanto el vagón se detiene, ronda entre la selva de los pies aperreados, sucios y cómicos que enfilan la salida del agujero.
Andaba un centenar de metros, como si de verdad fuera a vivir así hasta la muerte, como si fuese ése del todo, no otro, con la bolsa de grueso papel marrón pegada al pecho.
Abría la puerta del apartamento. Una atmósfera de trágica quietud me golpeaba los sentidos. El aire más malsano entre la tierra de agua y de bruma y el cielo negro de la ciudad parecía estar suspendido en aquel óvulo que despojaba de vida cualquier pensamiento. Me parecía entrar en tierra de nadie.
"Nunca tuve la más mínima oportunidad de salvarla", confesaría años después a no sé quien. (Eres culpable: nunca nadie termina por creerte cuando tan cerca has estado de una agonía, de una concienzuda autodestrucción, de un lento dejarse morir entre los seres, los días y las cosas. ¿No eras el hombre, y no estabas allí?)
T.B. tiritaba oculta, tan delgada y escasa bajo las mantas. La protegía con la mirada. Atrancaba la puerta. La cogía entre mis brazos: acariciaba con un aliento de fuego su frente, los pómulos de piedra y agua. Besaba sus párpados leves como el aire.
"Hay alimentos en la casa", me decía a mí mismo. "Un calor como el del sol."
Afuera, desciende la nieve en silencio: dejo la televisión encendida, bajo el volumen, abro las páginas de un libro, mañana limpiaré los cristales de las ventanas, quizás el cielo se despeje, duerme T.B., no sueña, qué silencio también, aquí dentro, se cierne.

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