martes, 2 de marzo de 2010

T. (6. Final)

Lo primero que hace es dibujar pesadillas. Una fiebre mala lo ha invadido. La imagen se torna fantástica. Peces que vuelan, o son prodigiosos (peces de sangre blanca, sin hemoglobina, y otros seres más intrigantes, con colores propios, una luz química que nace de sus entrañas desafía la negrura de los soles apagados, luciérnagas magníficas, maravillosas lombrices luminiscentes que trazan la geometría azul de algunos mares). Se supone más allá de la realidad, y por eso la inventa lo más veraz que puede: pinta y dibuja seres deformados por la extravagancia, o por la crueldad y el dolor, es un hombre oscuro y tétrico que empalidece los rostros, sobre todo el suyo, sólido y lunar, esboza miradas relamidas en autorretratos, y en la testa coloca un astro ensangrentado, perspectivas del color de la luz selenita. Esconde el sexo, la sangre, la humillación y la muerte detrás del rango de la magia. Su síntesis, que aclama el cosmos, sólo conjura su pequeño misterio de hombre. Su alquimia es vistosa, pero la materia que extrae se descascarilla en su corto trecho, es irreal. Con otro daimon habrá de juramentarse. Algo habrá que hacer. De momento, sólo juega con el espectro del gran personaje del sueño. La anécdota le ronda alrededor como un misterio nada más que lleno de sombras. Descubrirá al paso del tiempo, metido en pleno desvarío tan sugeridor, que las imágenes esenciales buscan el aposento de la mejor realidad, no de los pedestres y ficticios trazos que la imitan fielmente. Se da de bruces con la materia, con la verdadera física de todo pensamiento. La metáfora del nuevo realismo será lo que el substrato y la vieja apariencia de las cosas materiales deparen. El naciente evangelio inaugura con la doblez de su simple y humilde mostración las claves dramáticas o plácidas del enunciado: la cruz (que es antes madera), la raya, la gota, el número, la letra, la huella. Le geología del alma destierra las apariencias de un decorado de colores bajo el sol, invade la poética de lo ambiguo, de la delación íntima, del horror ante un destino fatal. El hombre visionario se encierra en un reducto sin sonidos, sin voces, muy poca la luz, pero toda el alma. La solidez de la fábrica románica resguarda, al fin, la levedad y el miedo de un espíritu sobrecogido de estupor ante la réplica que del mundo hace su obra. Los ojos son los puntos de dos lágrimas, roja y negra, frente al espectáculo inerte de la sustancia tan viva. Detrás, el cerebro medita, aclara el desorden, y devuelve la imagen más real en una buena nueva que todavía carece de discurso. Aún es habla sólo. El asombro es mayúsculo.
Nueva es la mirada de quien mira.
(T. vivía en una casa sin portal, sin timbre.
Se entra por el garaje. Apenas hay luz. Huele a piedra mojada, a hierro. Se respira la espesura mística de lo iniciático, la regla invisible y teologal de alguna nueva religión. Pero nunca abandona uno las claves de su tiempo. Lo primero que se ve es un viejo automóvil, de chapa clara y reluciente, de un cromado que fulge y cautiva la vista, con faros que semejan grandes ojos de monstruo abisal, prestos para encender las sombras. Hay una sencilla escalera a un lado. Arriba es todo hermoso y circunspecto, conciliador, y las estancias quedan en penumbras. Hay una terraza interior de piedra gris, clausurada entre tapias, donde se elevan unas palmeras orientales, y una planta de hojas aguzadas, parecidas a las del tejo. La atmósfera es de recogimiento, un espacio litúrgico donde todo indujera a la templanza, a la palabra exacta y la mirada discreta. No se ve el exterior desde ningún recinto de la casa (o... ¿ha de ser templo?) Todo queda lejos del sol. Por dentro de la moderna construcción imperan las celosías que filtran el ruido, la luz, la adversidad, el aire y la voz, el estruendo de la vida. El aislamiento es absoluto. En cada rincón, en cada mueble de piedra, metal o madera, en cada espejo y vitral reina el dominio del espíritu, el aura y el ámbito enigmático de una existencia dedicada al arte del desciframiento del ser y de los objetos. El asilo vital y artístico de su principal habitante recela de los afanes y las empresas triviales de afuera de la casa. Su ánimo hospeda la seriedad de un sentimiento trágico. Este acólito convencido ha diseñado un laberinto, un jardín de esquinas y techos, de suelos y recodos, de meditados bálsamos que logran embriagar los sentidos, un refugio para el pensamiento y la acción, el dédalo de un detritus inmanente y magnífico, un basural aseado de cosas, utensilios y reliquias que animan y protegen la inspiración, la piedad y el cálculo fecundados de antiguos saberes de la mala visión del mundo y sus bagatelas. Y, así, se encuentra a gusto. Ha sellado las ventas.)
Trabaja, en pleno mediodía, con la puerta cerrada.

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