jueves, 4 de marzo de 2010

La heroína (12)

Allí en París, una ciudad donde toda travesía o descalabro moral encuentra acomodo, donde igual se magnifica el arte del pasado que el que anuncia el futuro, abandonaba T.B., sin alarmas, todo simulacro. Hasta ahora había ocultado su desastre físico. Eran múltiples los fingimientos de su mirada, pues estaba decidida a sufrir en silencio su condena con tal de no despertar en los otros un atisbo de inquietud o piedad que pudieran mortificarla. Podía aparentar un falso coraje y un optimismo infantil que desarmaran el recelo ajeno. Lo que nunca toleraría era los usos más rastreros de la conmiseración de los otros hacia ella. Seduciría su arrojo no su precariedad. Se resistió siempre a la impudicia de la confesión. Su orgullo poderoso y terco le impelía a una conducta que limitaba el engaño en la única dirección que le era posible: las extravagancias de la pintura menor. Su mal fue la carencia de una buena dosis de credulidad, sobre todo en ella misma.
En París todo había concluido: ya no tendría que disimular su derrota... moderna. [Tal vez S., o G.: Toda contemporaneidad es indecente.]
Ahora sabía lo que los años de atrás, uno a uno (sin saltarse ninguno), terminaban dibujando en el gran cuadro de su pequeña vida. La pena era auténtica. Infinito el hastío. (Pero hay almas que no piensan nunca en la muerte, no como..., Y la vida, por encima de todo, debía ser alegre, un don, ¡ja!)
T.B. se había convertido en otra cosa, ¿más real?: el miedo invencible, y la náusea, era todo lo que veía, en forma de bicha o langosta. Un sufrimiento fofo. [J.P.S., danzando por Bouville, se arrastraba por los cafés... 1932, 1933, que años tan raros...] Nada que enmascarar. Nada que corregir. Ella era la mueca exacta.

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