lunes, 15 de marzo de 2010

El testigo (6)

Suplantar la espada o la pistola o las propias manos por armas mendaces propias de los cobardes, como la lengua y la pluma, y más a escondidas, a cubierto de la réplica o el golpe, en ese vasto y cálido apartamento donde los libros defienden de las voces, donde ambos hombres perpetran las incursiones en el universo literario valiéndose del ingenio recíproco y despachan a los colegas con el insulto y la mofa, conduce en ocasiones por la falta de arrojo y la mucha impunidad a la vesanía. Pero no hay testigos. Nada que temer. Todo en el orden sagrado de la digestión y la charla, de esa autosatisfacción que dispensa la sabiduría entornada entre la plática y la sosegada penumbra envuelta en el olor del cuero y la madera, del papel y el lienzo, de saberse vivo con la taza de pulcra porcelana humeante de café aromático entre los finos dedos, en la comodidad, en la tibieza, sin el puñetazo de la respuesta contraria, quizás inteligente...
La víctima del denuesto de tantos años después entre el anfitrión y el invitado, de esa noche de junio de 1963 (894), es Federico García Lorca, poeta, dramaturgo y, por encima de todo, hombre inofensivo y bondadoso.
Muchos años antes.
Madrid, julio de 1936.
La noche del sábado 11 de ese mes el poeta la ha pasado en compañía de Pablo Neruda, cónsul, poeta, semental infatigable y amante de los circos y las caracolas del mar, cenando en la casa (la casa de las flores) que éste tiene en Madrid, en el barrio de Argüelles. Un amigo común, diputado, se ha unido a ellos en la cena. La capital de esa España rota poblada de pistoleros es mentidero de rumores y amenazas. Tampoco faltan la venganza y el disparo: al día siguiente, domingo, facinerosos de la derecha asesinan antes de la medianoche a un teniente de la Guardia de Asalto republicana. A la madrugada sus compañeros vindican su muerte ejecutando a un vehemente prohombre y diputado de la facción contraria. Los tres amigos, aún sin saber nada de aquellos sucesos que va a sobrevenir, en la sobremesa se confían los temores que les embargan. A Lorca le atenaza el miedo: el brujo de las palabras ya prefigura los ríos de sangre; un mago siempre anticipa el futuro de sombras. Ante la sorpresa de sus compañeros de cena, que le aconsejan que desista de la idea, les dice a los otros que abandona Madrid, que se va a casa del padre, en Granada. Allí estará seguro, entre su gente. Tiene la certeza que la tragedia que se avecina será indiscriminada y ciega, que “los campos de Madrid van a anegarse de sangre”. Sus interlocutores adivinan la tremenda angustia de un hombre al que ya le domina la turbación. Su genialidad de poeta y los razonamientos de los comensales de nada sirven ante su instinto de conservación que, fatalmente, es falible en esta ocasión. Busca la guarida allá donde nació, sin saber que va hacia su propia muerte.
Al día siguiente Lorca da una lectura de La casa de Bernarda Alba en el número 38 de la madrileña calle de Lagasca. Entre los oyentes algunos escritores de los más granados de la generación del 27: Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Pedro Salinas… y el cuñado del invitado, Guillermo de Torre, casado con su hermana Norah unos años atrás.
El día 13 de julio, por la noche, el poeta sube al tren y sale de Madrid. Llega a Granada por la mañana, aún fresca, recién amanecida. El terror, que huele en el mismo andén, no le dejará ni un solo instante hasta que le acribillen a balazos un mes más tarde, atenazado por el sufrimiento, la incredulidad y el espanto. Ni siquiera el 18 de julio, la fecha más infame en la historia de España, onomástica del poeta y su padre, que celebran al aire libre en la Huerta de san Vicente todavía ignorantes del golpe militar, se libró de la inmensa agitación que le impedía un momento de sosiego. Fue una fiesta sombría y de funestos presentimientos. Rodeado parientes y amigos, de regalos, risas y felicitaciones, del olor de los pinos y la brisa del verano, la visión terrible que tanto anticipaba su escritura esclarecida (Yerma, La casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre) malogra cualquier atisbo de alegría. Noches después sueña que está tumbado en el suelo rodeado de mujeres enlutadas: el negro cortejo de un país que mata a sus poetas.
El pavor que siente Lorca los días previos a su fusilamiento es inenarrable. Sólo la muerte le salva del infierno al que se le ha sometido durante semanas de incertidumbre y desesperanza. Podemos imaginar su dolor, la tortura de la espera hasta la noche de su muerte a tiros al pie de un olivo.
Pero en el otro lado del mundo el invitado lleva sus imaginaciones a lo intolerable: no ha sufrido nunca la agresión física. Ni siquiera se percata de su desfachatez al hablar de asesinados, de la muerte, que tantas veces ha transformado en anécdota literaria. Sólo han sido un pretexto para el lucimiento gramático.
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Al final de su vida el invitado, un viejo calculador de ceguera, bastón y autocomplacencia, que tanto se esfuerza por prepararse una escenografía literaria de su propia muerte en la vieja Europa, en el centro de la historia y la cultura antiguas, tan lejos de su nacimiento austral, de los orígenes de su familia y de su idioma que ya le otorga la inmortalidad, no duda en exagerar la flaqueza ajena, las pompas triviales del gran poeta, burlón y feliz comicastro en su gira americana décadas atrás, que también cultivaba su juvenil escenografía, aunque la del propio invitado fuese más aparatosa y deliberada, pues si el joven poeta se divertía, el viejo invitado cincuenta años más tarde diseñaba el teatro mismo de su final, cavaba literariamente su tumba ginebrina, ya se buscaba en las enciclopedias post mortem, lejos de La Recoleta que tanto había celebrado poéticamente.
En efecto, Lorca era como un niño grande. Cree interpretar un papel simpático y universal. Este granadino en la Argentina, que visita Buenos Aires en 1934, dos años antes de su asesinato, departiendo conferencias y recitales durante varios meses, que asiste con entusiasmo infantil a los estrenos de sus obras dramáticas, ha hecho irremediablemente un enemigo ilustre: el invitado, genio de las letras y poseedor de un gran rencor. Lorca es inconsciente en su vida privada del éxito y lo risueño y magnífico de su existencia (pues de todo eso tiene), tan alejado del cálculo y lo racional como próximo está el porteño medio ciego de sometimientos tan oxidantes, que desde esos años no dudaría en denigrarlo. Lorca, ignorante de los recelos y la pequeña envidia que provoca su desenfado, actúa indiferente a las afinidades literarias o intelectuales. Bromea por doquier, se ríe de sus propias gracias, y, sobre todo, desea agradar a todo el mundo. Al invitado, exquisito homme de lettres, jamás le gustó Lorca, que conoció y trató en diversas ocasiones, “ese andaluz profesional” que escribe “poemas horribles” y al que llama manflora (894).
Esa noche de junio de 1963, de un otoño ya frío, ventoso, en la calma del apartamento del anfitrión, el invitado dictamina implacable la “escasa valía de Lorca”. Yerma le pareció un drama tan tonto que se marchó al principio de la representación. Nunca le gustó nada el “derroche verbal” del poeta, fusilado poco después del encuentro del 34. Pero esto último no es algo que le conmueva especialmente. A fin de cuentas gran parte de su celebridad se debió a su muerte: “Supongo que tuvo la suerte de ser ejecutado, ¿no?”, se pregunta el invitado al asesinar por segunda vez al poeta, sin sentirse culpable en absoluto.
No hay testigos.

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