domingo, 7 de marzo de 2010

La heroína (13)

Terminamos callados y culpables andando por las aceras.
Fatigados, nos recluíamos en un café antes de regresar al apartamento. Uno cualquiera de París.
Se despojaba de la trenca y la bufanda. Dejaba los libros al lado, unos libros muertos ya de no abrirlos, de tapas rojas y negras, azules. Se sentaba siempre de espaldas a una pared, sin buscarse en los espejos dorados ni en los reflejos de los cristales incrustados de las maderas, indiferente a mi conversación, hurgando sin descanso en crímenes que sólo a ella incumbían. Tomaba alguna bebida de color, nunca clara o pura como el agua, ni transparente como una conciencia en paz: turquesa, ambarina, rosada, roja como la sangre. Bebía con lentitud, llevando la copa a los labios secos. Luego miraba más allá de las mesas y los parroquianos, hacia el trasiego de las calles bajo la luz decadente. Parecía por entero ensimismada no en lo que observaba, sino en el veloz e inexorable paso del tiempo, como si le fuese posible vislumbrar el entramado luminoso de su sustancia prodigiosa o el misterio de su adjetivo y la espesura de su fluir eterno en las imágenes anodinas y fugaces que cruzaban por delante de los ventanales. Su rostro expresaba la visión de una cita extraña y brutal. Era una fugitiva que regresaba de la huida tras sus pasos, sabiendo el destino que le aguardaba. Era un retorno a algo parecido al castigo (¿no osó en otro tiempo crear, enfrentar una réplica al mundo...?) sin terminar de serlo. Estaba sumida en la locura: agarrada a la mano del propio universo en su insondable y fantástico viaje a la nada. La conclusión era inminente. Tal era su renuncia actual. Se libraba del recato, del disimulo: perfecta para el infierno.
Yo notaba como a poco a poco crecía su agitación. Su apariencia comenzaba a resquebrajarse igual que un tosco modelado de barro. Semejaba un esbozo a punto de desfigurarse por completo. Volvía la cabeza de un lado a otro con absurda insistencia, sin mirar en realidad a ningún sitio, muy impaciente, azorada por una turbación que nacía en la misma sangre y le dejaba en blanco los sesos. Comprendí que empezaba a librarse una batalla meramente física. Era el duelo estúpido de una carne y unos nervios y músculos corrompidos enteramente por la ficción. La realidad de la vida era que es peligrosa, sucia e injusta, sedimentada de farsas y malas complacencias, y, al cabo, como un sueño incomprensible, y a ella le llegaba investida de vicisitudes repugnantes y tratos descabellados sin honor. Se condenó a sí misma. No podía hacer otra cosa, y no era cuestión de preguntárselo ahora al diablo o al dios. Estaba metida en ese pacto infausto hasta los tuétanos y eso era todo. La lúcida [ojos de artista] percepción de la tragedia que resulta del hecho increíble y crudelísimo de estar vivo para acabar muerto aún había debilitado más su conciencia. Todo finalmente acababa en nada. Esa desventura había impregnado también su misma condición de pintora transitoria. Sus cuadros no debían ser un testamento. Habían sido un asidero para ver el mundo, y en el mejor de los casos para interpretarlo. Fuera de eso no valían para nada...
Un aliento espeso, tibio, insano, un hálito de fiera agónica... Su entendimiento se adensaba en un helor que le impedía dominar cualquier idea, su boca entreabierta y agrietada era la peor obscenidad. No apartaba la vista de ella. Hizo intentos de pronunciar una palabra, despegaba los labios... ¡qué de mentiras si hablara! Era el vértigo lo que tenía ante mí. Sabía que su cuerpo enfermo estaba al borde de la locura de su materia podrida, a punto de fragmentarse en pedazos, como si alguien, el más culpable [dios, un dios], hubiese armado ese organismo hacía treinta y ocho años y ahora provocara su desintegración ante mis narices sólo para torturarme con el espectáculo. Evitaba mirar sus ojos relucientes pero inanimados como pedazos de vidrio, anegados de un agua tumultuosa, glauca y fría. El brillo falso que despedían se me antojaba un cuchillo fluvial, temía que acabara atravesando la leve coraza de mi reserva y mi cobarde discreción, de ese mi escondite en París, de contadas expectativas. Muy cuidadoso de apariencias, decoros y mesuras, temía por la salvaguarda de mis fantasías y menores celebraciones, de mis paseos y placeres pequeños de turista callado y presentable en una ciudad monumental, fría e inacabable pero escrupulosa y vigilante. Ella sólo podía constituirse a partir de ahora en una amenaza de sucesos vergonzosos que mostrarían sin pudor el escándalo de su propia indefensión. Lo pensé aterrado, con total indignidad.
Los súbitos estremecimientos delataban la gélida quemazón que fluía por sus venas. Tenía la frente invadida de diminutas gotas de sudor, encorvado el torso por los escalofríos, las manos entrelazadas por debajo de la superficie de la mesa ovalada, con las piernas juntas, golpeándose las huesudas rodillas. Una figura sedente y delgada, una virgen necia y rota... (Un par de mesas más allá de la nuestra se sentaba una mujer delgada con el cabello gris, muy bien vestida, que nos miraba sin poder disimular su interés. Tenía una bebida de líquido azul delante de ella, daba vueltas y vueltas a un objeto dorado entre sus dedos, con una parsimonia que parecía estudiada. Enrojecí vivamente al percatarme de su atención.)
El torso de T.B. sufrió una convulsión... Va a sollozar de un momento a otro... No me atrevía a moverme ni un centímetro del asiento. Imaginé que todo el mundo nos observaba y que se disponía a asistir al penoso derrumbe de ella y a mi patética debilidad. Contuve mi enojoso embarazo con la vista fija en la copa de vino sin dirigirle ya ninguna palabra, temiendo que las imágenes de los espejos bruñidos nos descubrieran del todo como una exhibición inesperada, abyecta y deplorable. El rumor que llegaba hasta nuestra mesa me parecía una muestra inequívoca de desaprobación y disgusto, una censura incipiente y contenida frente a una postración infame. [Y, sin embargo, ¡qué general despreocupación a la postre! El mundo ajeno, vasto y de otros...]
El miedo me tenía paralizado. La maldije.
Pero cuando advertí las lágrimas sorprendentemente gruesas y luminosas resbalando por sus mejillas descarnadas, los ojos cerrados y los labios del color y la sequedad de la tierra, el temblor pavoroso que sacudía sus hombros abatidos, pensé que el mundo se iba convirtiendo implacablemente en un fondo desvaído e inocuo, indiferente y superfluo, un susurro ininteligible y accesorio. Odié a mis semejantes por sentirlos tan próximos a la desgracia y tan insensibles a sus efectos... No, nadie nos observaba (salvo la mujer vestida de negro del fondo, el azul y el oro...). Las personas que nos rodeaban se entretenían en conversaciones triviales, bebían de sus copas y tazas, leían las páginas de un periódico, miraban afuera. Eran un cuadro apagado de colores macilentos, sólo un débil murmullo denunciaba existencias tan distintas a la de T.B. o a la mía, unas vidas en cualquier caso que me irritaban especialmente por la insignificancia esencial que les suponía ante el hecho de mi propia aventura íntima y el decorado fastidioso que configuraban en aquella dramática circunstancia.
Y, de pronto, la lástima irremediable y la impresión de que un inmenso velo cubría definitivamente la realidad de los otros, su pobre o rica verdad, su evidencia, los arrojaba no ya a lo difuso sino que los borraba, y ello exhibía sin cortapisas a T.B., la rescataba con su suceso a cuestas con gran nitidez ante mí. Ya no existía decorado que la acogiese y desfigurase su materia, su fisicidad plástica.
Ahora T.B. era el retrato de un deliberado estropicio, una acción de quebrantos sostenida en una vida muy intensa de fiascos privados y de lenta agonía moral que la había conducido inexorablemente al lugar donde todo es silencioso, desconcertante y fatal.
Abandoné la vista sobre la mesa de madera y vidrio del color de la miel. Me era imposible beber una sola gota, ese fuego arrasaría mi garganta reseca y polvorienta. Ella no tardaría mucho tiempo en reaccionar de algún modo. Ya no me importaba la gente. [Su cabellera roja, el blanco ovalado de su rostro, el close-up de ella..., habían cegado la nimiedad de todos los detalles que la envolvían en un halo despreciable.] Pero su estado la abocaba a la extenuación, y eso me concernía enteramente. Estaba convencido que en unos pocos segundos empezaría a gritar: saldrían los otros del fondo desdibujado, invisible, al que mi medrosidad les había relegado. Me asquearía recobrarlos... Sólo eso. No me sobrecogerían ni su censura ni su condena.
A dos pasos estaba la calle: dos náufragos a las once de una mañana lluviosa, parisina, triste y vacía, gris. [Adentro. Bajo la luz amarilla. El calor. La sangre de nieve de ella. Bebe la mujer el líquido azul...]
"Ha elegido T.B. una clase de vida para matarse... No está mal." Sin compasión hacia ella. La pena es otra cosa... Aquel sitio pulcro, plácido y acogedor, de maderas nobles y cálidos espejos y tapizados suaves, de ruidos y voces leves... [La antesala (¡pero mucho más confortable!) del infierno, etcétera.] Demasiado lúcida, y el arte desvela más y más cosas en el tiempo...
[Vimos la película de K.: recuerda ella el torpe gesto de la mujer, la leche derramada sobre la mesa, el sexo herido del chico ya exhausto, la maldición del amor... 21.1.94.]
T.B. descubre sus manos al aire, por fin han dejado de retorcerse sobre las rodillas. Las tiene posadas en el oscuro cristal de la mesa como dos aves enfermas y trémulas. En esos dedos largos, finos, obstinados de pecado, se agolpa el punto focal de unas tensiones desmedidas que uno puede adivinar en su interior. ¿Recuerdas mucho... aún, su espanto? Una noche de un fragante verano, muy lejos de allí, la oí musitar entre la desnudez y el reposo inaudito de los cuerpos, celebraba las horas más desconcertantes de la pintura: más allá de la realidad ven los ojos, se descubre de qué están hechas las cosas, has descifrado la luz y la estructura siniestra que sostiene las imágenes y su materia... Esa visión, llena de horror... y delicia.
Había mudado en otra cosa de lo que era, tal vez en un monstruo, simplemente por defecto: una compleja ecuación llena de terrores y pesadillas se había prolongado desde un acto en verdad sencillo, ser y no otra cosa, aquél que nos invita imperceptiblemente a una vida de normalidad y nos previene de la adicción a lo más profundo de lo desconocido.
Otra... que ha robado el fuego. [...loca y perdida].
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El viaje había concluido. Allí, en París. O mucho antes. No supo retornar al origen, desandar el desierto que la había abismado, poblar de felices descubrimientos y sorpresas pequeñas y creíbles nuevas y humildes andaduras.
Sobraban todas las preguntas. Todas las repuestas posibles sin duda constituían un holgado artificio disimulado con diversos elementos implícitos en la formulación de aquéllas: una redundancia falsaria, o una prescindible divagación de los términos del enunciado.
Comprendí que la realidad de la misma vida se había transformado en una maniática y amenazadora tela de araña, abstracta, inadvertida a no ser por una sagacísima aprehensión.
Al igual que en sus cuadros, lo que creaba la realidad eran los materiales y el mismo acto de pintar. Jamás pretendió en su pintura reproducir imágenes transformando el arte en una copia de algo definible, preciso o aceptablemente ambiguo. Despreciaba los falsos brillos de la técnica. Creo que consiguió casi todos sus propósitos pintando. Pero ella nunca tuvo un éxito que celebrara con holgura su talento: canjeaba sus cuadros por dinero, incluso por bastante dinero en alguna oportunidad. No dejó de colgar un par de exposiciones al año hasta pocos meses antes de su muerte. El arte es un largo e infinito tesón, especialmente si no se ha urdido alrededor de la paciencia alguna estrategia financiera de alcance o de cultura interesada. Esto limita la grandeza de una plástica ejemplar y valiosa pero solitaria y poco conocida.
T.B. terminaría humillada. Siempre desdeñosa, se volvió hacia sí misma: fuera de eso, nada era real. Se despojó del ruido y el torpor de los otros.
Y ahora, en la ciudad de los espejismos, en la tierra prometida y universal, la veía yo levantándose del asiento como un diablo de perversidad o de total sabiduría. Ningún poder del mundo habría podido detenerla en ese instante o apartarla de la relampagueante decisión. Se enderezó del todo con la boca contraída en un gesto doloroso y, tambaleante, se dirigió a la puerta de los lavabos, oculta tras un biombo decorado con motivos rojos, azules y negros, rayados y espirales a la manera mironiana. Disimulaba su estado atroz, y sujetaba la correa del bolso con una firmeza que me llenaba de congoja. Sin la prenda de abrigo y con el bolso en la mano, tan sólo con el suéter grueso de lana de color azul y los caros vaqueros desteñidos su figura alta, delgada y roja empalidecía un ambiente de fuego y oro y de luces densas. Me pareció elegante y desenvuelta, inerme y extraña, valientemente suicida. Pero era notorio su aspecto de orfandad, de absoluta desnudez en aquella pompa de podredumbre que la llevaba hasta la muerte. Daba una sensación de carencia, de una rareza vagamente inmoral. Yo adivinaba a la perfección el esfuerzo que tenía que hacer para andar entre las mesas con el busto erguido y la mirada impávida. Exhalaba un nerviosismo crispado y descorazonador al tiempo que luchaba por mantener la compostura y no derrumbarse del todo. Esa especie de crueldad y apatía que la dominaba entonces, su ansia de egoísta destrucción, aún mitiga hoy el pesar de su muerte y el daño de su recuerdo, pues la brutalidad secreta del propósito que la regía se imponía inflexible ante cualquier consideración hacia otro ser humano (yo mismo, quien fuese...), que era relegado a simple comparsa en la apremiante crónica de su ceremonial y los diabólicos remedios a los que entregaba una existencia ya sin voluntad.
¿Habría habido mucho antes una metafísica de tal grado que ofuscara el lenguaje de su arte, que era como decir su entendimiento del mundo? También ello, más que el propio mundo y sus corrupciones, podía haberla malogrado. La veía excesivamente próxima, real, de pobre carne y pobres huesos. Eso anulaba cualquier disquisición de tipo intelectual por entonces: frente a mí babeaba, lloraba, defecaba y se pudría... Sólo me decía a mí mismo, viéndola aún en la tierra, que tal vez, débil y asqueada, había considerado demasiado su conciencia.
Casi tropezó, vacilante, con un tipo de baja estatura y mediana complexión, con el bigote oscuro y el pelo blanco, que llevaba varios libros y periódicos en ambas manos. La esquivó por poco y se quedó mirándola a su paso, pero sin mostrar extrañeza alguna. Nadie parecía advertir nada.
Cuando T.B. volvió ardía en sus pupilas dilatadas una luz mala y vívida que cegaba cualquier otro resplandor, una paz muy lejos de la muerte auténtica.

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