miércoles, 10 de marzo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (8)


1931. Ese arte incipiente del dibujante (arte por puro encantamiento, una fácil ilusión que despierta, tan efímera, el ánimo infantil) se cimienta en el seno de una república ilustrada, festiva de conocimiento y progreso, recién inaugurada en primavera. Más tarde, tratarán de cercenarla de la historia, sin que importe la sangre derramada. En ello la cotizaban. Nunca será lo mismo. El dibujante amaba como nada la república nacida de las calles: una adolescencia y primera juventud hacia adentro de sí mismo, ensoñadoras, y hasta herméticas (siempre sería un hombre tímido, sumido en grandes silencios), pero en el marco feliz de la fiesta política y democrática. Y la república se vendrá abajo como los sueños de humo, una falla de papel pronta a arder en tiempos menos nobles y heroicos. Pero entonces, antes que la sangre y el incienso, un vendaval de cultura, popular y burguesa, airea las rancias estancias de un país demasiado viejo que empieza a desperezarse, a renacer de nuevo. Nuestro héroe, que lo es, al igual que esos que delinea sobre el grueso papel sin dejar el candor en el tintero (no llega a veinte años) anda con paso rápido por las aceras bañadas de sol. Es un joven sumamente atractivo, bien vestido, confía en su talento, ninguna deuda que saldar, y todo lo cree posible, porque el mundo es tan joven como él. El futuro se ofrece halagüeño, sabe que ya tiene un objetivo que se proyecta mucho más allá de lo que es capaz de calcular. Hasta pocos meses antes de su muerte será un amante disciplinado del trabajo que ya ha elegido. Creará aventuras, pues no ha de vivirlas: “Era difícil creer lo que me estaba pasando… Por un azar afortunado, entré en contacto con la editorial a una edad muy temprana, dieciséis o diecisiete años. Mi primera colaboración era modesta, perfectamente olvidable. Y, sin embargo, allí estaba yo a las puertas de la editorial, con las páginas emborronadas en la mano. Era un sábado por la mañana, día de cobro. Entrego el episodio, aún con olor a tinta china, aguardo un momento y, sin decir una sola palabra, me sueltan treinta pesetas en la mano… No daba crédito a lo que sucedía. Aquello era todo el jornal de un trabajador de la época. ¡Seis duros de plata! ¡Por unas páginas! Con treinta pesetas pasaba toda una familia… Yo iba por la calle como flotando por encima del suelo, tocando los duros en el bolsillo del pantalón, diciéndome a mí mismo: pues esto interesa…”

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