jueves, 25 de marzo de 2010

El sol (13. Final)

Sólo delante del caballete, pintando, siento un poco de vida. Se ha encerrado de nuevo. Se mira otra vez. Sostiene los pinceles con fiereza. El paisaje de su rostro, blanco, amarillo, rojo, y los ojos azules, escrutan el orden oculto de la fatalidad. Ese paisaje tan sensacional, pues oculta toda una naturaleza sin cosas ni nombres, le conmueve de extrañeza. Tal vez ahonda en las sombras de la cantera de Glanum. Lo que allí vio.
El eterno sol intenso.
Quizá debería volver al Norte. Antes tuvo unas razones para ir al Sur. Y ahora tiene otras razones para ir al Norte. Y acabar así.
Bueno, ¿sabes lo que espero cada vez que creo merecer una vida mejor? Que la familia sea para ti lo que para mí es la naturaleza, la tierra y la montaña, la hierba, el trigo amarillo, el aldeano, es decir que encuentres en tu amor por la gente más que un motivo para trabajar: que eso mismo sea tu consuelo y tu misma fortaleza.
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En el umbral de la eternidad el inventario del ayer requiere la cordura. La impaciencia es para los que aún piensan en la ilusión y tienen la esperanza. La desesperación flamea en la negrura del pensamiento. ¿Por qué semejante castigo? ¿Adónde va uno si el camino es tan malo? La nada como conclusión. Que sea vivir el no saberlo.
La vida es más interesante que los paisajes, pero ahora no sirve de nada quejarse.
El hombre del Norte piensa en París y deja pasar el invierno en el Sur, y es un invierno calmo, que hostiga de grises, de atardeceres tenebrosos y mañanas mortificantes, de mediodías silenciosos y vigilias terribles, pero sufre, y muchas veces cae abatido como una bestia mientras entretiene la melancolía con el recuerdo del sol: invierte emocionado la proeza e ilumina la visión con una noche de soles, como si fueran las escenas el negativo de su conciencia. Todo prefigura, tan despacio, la violencia del acto de más tarde. Y luego otra vez la lentitud de las cosas y los seres, la muerte paso a paso en la celda sin luz.
Están las brutales anécdotas: la mutilación, la locura, la miserable agonía hasta la muerte..., pero al final se escapa la comprensión de este hombre y el arte que lega al mundo. Es un mero manojo de temores y sobresaltos, resignado ante los ataques y escrupuloso analista de sus propios síntomas. Su último autorretrato parece la imagen del otro sosteniendo el diálogo horrendo con los mismos ojos del pobre enfermo: seré tu asesino, agazapado ahí, adentro de ti, y te mataré sin que nada en este mundo pueda ya impedirlo.
¿Podía haber tenido algún otro medio de salvación que no fuera el mismo sacrificio? ¿Por qué torturarse creyendo que ése es su único deber, su misión incontestable en esta vida? ¿Existe el hombre maldito, condenado de antemano...?
La locura no disfraza la verdad que habita en su alma: se inmola porque ha agotado la serie de sus pecados menores y su ambición de artista, y uno a uno sus cuadros han colmado el gran dibujo de su paso por la tierra. Ha configurado su andar a través de un circuito de pesares, audacias y calladas cobardías. Puede que en el fondo sea medroso: actúa uno mejor en el arrebato. Que sea otro quien luche en la vida y se encargue de los trabajos sociales. El es demasiado taciturno, prefiere refugiarse en la exaltación, en la soledad, en la pobreza. Lo quiere así, huir de todo aquéllo: obtener el éxito y acaso la fortuna requiere un fatigoso concurso de mundana hipocresía, de mercantil estupidez, de continuas chinchorrerías e irritantes imposiciones que nunca cesan.
Ya no es posible la enmienda. Nada es capaz de mudar el destino implacable. Está en tierra de nadie. Se copia a sí mismo. Está acabado.
Aún mira las montañas a lo lejos, los cercanos ramales de los Alpes, el último rastro de la vida misteriosa y fascinante de más allá de los barrotes.
A veces se engaña inútilmente. Continuemos, pues, el trabajo tanto como sea posible hacerlo, y desde luego como si nada hubiese ocurrido.
Ha salido del manicomio. Pero no sabe donde está.
No reconoce nada su mirada muerta.
No logra investir de farsa la realidad de su vida, y termina entregando ésta en un supremo acto de tontería, de sencilla resignación. Uno nunca quiere matarse, es sólo que desea cambiar las cosas: "Ya ve, he querido matarme y he fallado estúpidamente...”
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Existe un viaje postrero donde toda pretensión carece de sentido, y todo el paisaje retrocede hasta más allá de la línea del horizonte. Sólo ve uno lo que piensa.
En falsa libertad, Van Gogh viaja a París. No prolonga mucho la estancia en la gran ciudad, teme el artista la porfía del diálogo, el tremendo cansancio de ser uno lo que es, de las justificaciones, el decorado: la rica arquitectura, los sonoros carruajes, la lluvia fina, la gente en las aceras, la luz de gas. En verdad, lo que quiere es el retorno a la tierra. Dejó atrás la húmeda campiña de primavera, con el aire cargado de aromas renovados, de ricas fragancias vegetales, y, ahora, entre hombres y edificios, añora tanto la naturaleza que la espera le hace daño.
¿Qué le aguarda? Una habitación desnuda, con el ventanuco inclinado en el techo bajo, una luz mala que ilumina su tragedia de hombre solitario, maldito y perdido. Dos cielos tempestuosos y azulones y mares de trigo amarillo y verde alrededor de un hombre que ha sido burlado por las triquiñuelas del drama: así se retrata, desnudo... Como grotescas excrecencias cuelgan los pinceles de las manos callosas.
No debió olvidar nunca que el arte es un juego, reglas de leyes no escritas, una norma de pasatiempo, ante todo era importante el reto de la vida, la ganancia de la paz y la mesura en la sangre frente a los desvaríos de la creación. Pero, claro, no podía él pensarlo de ese modo.
Pinta un cuadro de azul y blanco, lo más inaugural y puro que había concebido jamás: sobre un fondo azul, que es un cielo enorme, inacabable, traza la nueva vida para un bebé. Aunque a él le acompaña la mala suerte de siempre. Ya hasta la tumba. He caído enfermo en la época en que trabajaba en el cuadro, el de las flores en el almendro. Si hubiera podido proseguir mi faena, puedes estar seguro que hubiera pintado otros árboles en flor. Ahora, ya casi se han terminado los árboles en flor. Verdaderamente, no tengo suerte.
Ya está de nuevo bajo el sol. Ha abandonado París, que huele a lluvia de flores abiertas. Y poco tiempo después volverá otra vez a París, un domingo de primeros de julio. Y cuando el tren le devuelva por fin, definitivamente, al pequeño pueblo, a la tierra, hace del silencio el arma más mortífera. Apenas hablará hasta la agonía tranquila, muriendo sin entender el porqué de las cosas, tan distante que sólo vive en lo más adentro de sí mismo, donde nada, ninguna luz, es capaz de llegar.
Pero continúa pintando, que es su manera cabal de llevar su vida adelante, aunque no sepa muy bien adónde le va a conducir todo esto. Trasiega entre visiones y paisajes, y ejecuta la técnica moderna, aquélla que empobrecerá todas las academias y ridiculizará todas las sabidurías sustentadas sólo por la habilidad. Se pregunta cosas. Establece alianzas con los buenos demonios. Anticipa pactos con las futuras visiones. Prepara el viaje.
No entra en el templo de Auvers: lo convertirá en una chapuza, en el gótico del año 2.000, una imagen de fuego, de arrebatados azules y violetas, y azul cobalto y azul ultramar, líneas que parecen trazar un excéntrico despecho. Ese cuadro es una expresión de rabia y desorden ante el inmenso vacío y fraude que se adivina entre las penumbras, donde no existe la huella de ningún dios, pero le falta perversidad, la llama y la voz del genio de vuelta de las cosas. Le sobra la blasfemia.
Deambula, está como sin estar. Observa con la mirada perpleja de hombre bueno y afligido la ciencia de la vida sencilla.
¿Quiénes son los seres humanos que ahora habitan en los huertos de olivos, naranjos y limoneros?
Su figura delgada, tensa y tostada por el sol aparece y desaparece de improviso por entre macizos verdes y lilas, bajo árboles de ramaje exuberante, o merodeando en torno a olivos y cipreses, los álamos y los tilos, pero siempre con suma agilidad: una silueta silenciosa, inesperada y exótica, pronta a disiparse.
Quema el sol los trigales, enloquece a los pájaros que sobrevuelan con gran excitación la tierra reseca y las piedras polvorientas, los caminos de los campos amarillos, las calles sumidas en la ardiente neblina.
Ya no existe el lugar apacible, el agua fresca después del avatar, el verdor oculto. La noche es negra e incierta, y el amanecer lleva a los años de atrás, donde está todo lo malo, o donde no hay nada.
Esto es todo lo que había: línea a línea, todo el verbo.
Acaba los tubos con sosiego, medita pintarrajos. Le complace inventarse colores nuevos y sugerentes. (Ha mudado el paisaje en tonalidades más suaves y delicadas, deja la palabra vencida: desfallece...)
En realidad, ha mudado todo. Está solo, tiene miedo y no sabe adónde ir. Estaba agarrado a una ilusión, y nunca había aprendido a desembarazarse de ella. ¡Una quimera! Lo supo siempre, pero negarse a saberlo, si no le engañaba, al menos aplazaba la decisión, impedía revelaciones dolorosas.
Ahora ya sabe la clase de tipo que es. Un irresoluto que va demorando cobardemente pagar el precio de su severa condición. Ha robado el fuego.
Fuera del campo del sol, todo es un infinito fastidio y un infierno sin deseos ni apetencias. Sabe que nunca ha estado más cuerdo que en esos momentos: la verdadera vida no la tiene él, la tiene el otro. El no ha conseguido nada, es una fiera pacífica al acecho, un peligro silencioso y permanente. Así, pues, se ha convertido en algo sombrío y amenazador.
Sus agitados paseos de escrutador le abruman de interrogantes. ¿Cómo será la vida de después, la palabra de después, los sentimientos, y la pasión y la fe, y el arte y la poesía de después? ¿Sabrán de él? ¿Qué tramoya harán del martirio? ¿Sabrán que era hombre bueno y que halló la cordura en el arte? Por ser lo que siempre ha sabido lo que es anduvo a las malas con su tiempo, su básica intranquilidad casi aniquila a quienes le querían. Ahora, ya todo está.
No podía censurarse. Era que los tiempos eran otros, y otro el hombre.
Una vez dijo que el arte era oficio de tejedor, donde los distintos hilos no debían mezclarse. El hizo precisamente lo contrario. Descubrió pronto su torpeza, pero también su falta de compromiso.
Durante los últimos días de su vida de artista guardaba sus pinturas en un pestilente corral de cabras. Amontonaba las telas clavadas en el sencillo bastidor contra la pared. Nadie las miraba nunca. Los cuadros permanecían todavía con los colores soberbios, tiernos y flamantes en completa oscuridad, escondidos a la luz, a...
Una tarde, dorada y en calma, decidió que era tiempo de volver a la casa del padre.
En el día del Señor, dejó el pan y el vino sobre la mesa. Salió a la pujante claridad de la hora amarilla.
Luego, en pleno calor, al aire libre, sin dudar, se matará a medias bajo la magnificencia del sol. Titubeante regresará sobre sus pasos. Se desvanecerá lentamente, implacablemente, con el rostro vuelto hacia la pared desnuda, miserable e incomprendido, sufriente, con todos los temores de antaño agazapados en el estómago, pues esa herida negra, sin fondo y nauseabunda es el resumen de todos los amargos años del pasado. Un altísimo castigo el de ahora. Poco a poco se irá muriendo sin el sol.
La angustia desaparece, y la condenación y también la desgracia, y la ansiedad, y el monto de manchones inextricable y avieso de los años por venir. Su paciencia de ahora es la de un animal salvaje moribundo, recogido sobre sí mismo durante horas y horas, encorvado a la nada, solo entre los otros, sobre todo solo, como siempre, con los ojos cerrados (llenos de luz, pero sin cielo ni tierra).
Puesto que nunca ganó nada, y vivió, el precio que ahora paga por tanta la eternidad de después no es elevado. Es justo.
Pues bien, la verdad es que lo único que puede hacerse es que los cuadros hablen por nosotros. Ciertas telas, aun en el desastre, guardan su calma. Por mi trabajo he arriesgado mi vida, y he medio destruido mi razón. Pero, ¿qué quieres...?
Ha pintado el sol, después de todo.

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