sábado, 13 de marzo de 2010

El sol (11)

Sí, cambia el mundo que ve el ojo. Parece mentira que la noche emborrone el día de tal manera. Lo agrisa inocentemente y en unos instantes lo deja irreconocible, atezado del todo, lo deja del revés sin cortapisas, lo pone de vuelta y media aunque, a veces, lo ilumine un poco de palidez y misterio con un resplandor frío y azul, lunar. Es del todo falsa esa luz que derrama el plenilunio sobre la tierra encogida y apagada, empoquecida. Sin luna que nos mienta, esta noche es verdadera. Se entiende a duras penas el maremagno celestial, ese firmamento que sólo se revela en la hora de los sueños. El cielo negro está colmado de estrellas, alguna solitaria, azul y brillante, otras a puñados, y aun otras amontonadas y anónimas que son un polvo blanco. La ventana abierta en lo alto de la casa, a un palmo de la vieja chimenea, es un buen observatorio. Se orienta al Sur, y como es un buen punto cardinal propicia muchos nombres, abastece el universo temible de curiosas ingenuidades, de burdas maquinaciones: ¿un águila...?, ¿un cisne en el cielo, un reptil? El tiempo borra esos engaños, cambiará sus formas. Lo que es hoy no ha de ser mañana en su inacabable peregrinaje: el cisne será una espada, el águila se encerrará en un círculo, la serpiente alumbrará un pétalo de flor... Tal punto blanco burla los sentidos: son dos cuerpos celestes, una anodina expresión, una estrella binaria. Falsa imagen, pues, esa luz de tan lejos. No es una estrella sola: son dos, o puede que tres. Un cielo punteado de figuras caprichosas, cosas que no se ven sumidas en una honda negrura. Se termina por sentir una tibia indiferencia ante unos trazos tan perdidos en el tiempo. El contorno de la noche se fragmenta lejanísimo: abona la patraña. El paso de los siglos condena esos dibujos que han de desbaratarse del todo. Entonces la imaginación se entrega a un ejercicio pueril: aspectos y perfiles extraños se configuran al cabo de milenios en un cielo aterrador y moderno, de otro millón de años. Dibujos impensables ahora: animales desconocidos, gestas sin prevenir, hechos por suceder. (Pero más allá del futuro, hay otro cielo oculto, otras constelaciones, otro mito.)
(...)
[¿B.? Se está borrando B.] Está en lo alto de una colina, ya en el ocaso del sol, grandioso y rojo. La luz decadente dora la verde copa de los pinos en la ladera. Las sombras de los árboles se vierten suavemente, largas y de límites precisos, son como un recorte nítido en el suelo rojo, unas manchas que informan de apariencias verticales y aéreas sobre el declive de tierra sembrado de piedras pequeñas y brillantes. Se asienta el panorama bajo el cielo tremendo con absoluta sencillez, como lo más natural.
Poco a poco desciende hasta el pueblo que, allá a lo lejos, como naciendo de la montaña, se eleva en un conjunto abigarrado y gris, y blanco, rojo y verde, amarillo y ocre, negro y naranja, una luz tamizada a veces por las franjas azules y malvas, violetas y púrpuras, que tiñen las nubes que pasan, o no pasan, y se suspenden sobre la tierra estáticas, multicolores y sin forma.
Baja [Se está borrando B.] por la senda sin prisas. Le acompaña el murmullo escondido de un regajo de agua cubierto de matorrales y zarzas, cantarino y alegre.
(...)
Se han avivado los colores, bañados por una luz muy bella que es materia casi cromática. Una luz que desaparece y se hace cosa: arbusto o peñasco; tronco, viña o trigal. Está el melocotonero rosa bajo un extraño cielo verde, enraizado en una tierra todavía más extraña, azul, y, a veces, roja como el rubí. Está un arco iris apenas entrevisto en un paisaje de lluvia y de oro.
(...)
La montaña lila descubre una pureza no concebida antes. Hay un azul glorioso. Y el amarillo sagrado irradia la gesta que más ansía el corazón: parece una masa ardiente.
(...)
Una línea se hunde en el cielo: lo rompe rojamente, anaranajada, amarilla.
(...)
Estaba exhausto.
Una senda (y nada parecía que hiciese camino entre tanta espesura, que llevara a alguna parte, que al final hubiese lugar... ¡que ése fuese el destino!) se abre ante él. ¿Será posible? Nace de un recodo de peñas y arbustos, de verdascas que dificultan el paso, bajo el cielo azul desnudo del todo, hermoso y rotundo, apenas graba su huella pelada y terrosa entre un tumulto de maleza, caminito sin definir, engañador: adelante... Es la victoria. ¡Qué festival de sorpresas! Se aventura allí este hombre. No, más aún: se precipita.
(...)
Dejó de elevar la mirada hacia un cielo quieto o mudable y lo despojó de misterios: ya lo había hecho propio. (H. 256).
¿La tierra? Un inventario desordenado, bien medido no obstante, de cálculo correcto: contra el nuevo horizonte, el ciprés se yergue a lo alto, el agua del arroyo se mueve incansable (¡que movimiento tenaz, está viva esa agua vagabunda!) entre piedras y árboles siempre por el suelo, la espiga se comba al aire, la planta (¡qué más da si azul o roja!) se agarra a la tierra, y el cielo, amarillo o gris, o verde... Pero nunca se toca el cielo.
(La gran tragedia del olivo es que vive y vive, retorcido y negro, viejo y abandonado en el yermo, y, así, años y años, ve su fruto despreciado, nada de su carácter totémico admira un espíritu de otras generaciones modernas, lejos del aceite sagrado de los dioses.)
La piedra está quieta, el tronco (del roble, del álamo o del castaño, del almendro, del manzano o de la encina) vive, hasta puede que palpite algún mediodía de sol o en la noche más oscura y mágica, pero vive muy para sus adentros, severo y escondido en el misterio. Se dice él: "Hablan, se entienden los árboles entre sí."
¿Cuál es el auténtico museo que exploran sus ojos? ¿Todavía una pintura ceremonial? ¿El suplicio de la semejanza? ¡Ah, no!
Minucias chocantes... aunque de concierto muy meditado. Sabe muy bien lo que quiere. Pero...
Entre ser un buen o un mal pintor, he elegido lo primero. No tenía otra elección... (520).
Ningún trastorno equivoca su trabajo, nada logra embarazarlo de sinsentido, es a todas horas razonable, medido finalmente.
Este ojo sin experiencia... ["¿La experiencia? Un maldito cadáver." (N.)]
Que todo sea nuevo.
Medita el paisaje: todo son acciones cuidadosamente consideradas... Desde hace mucho tiempo, cuando creía que el mundo le reservaba algo bueno y hermoso, concebía el destino más simple: "Copio a Millet. Dibujo El sembrador, Las horas de la jornada... ¿Puedes enviarme por correo Los trabajos de los campos?"
Este ojo sacrílego ¡qué escándalo promueve!
Consiente con Voltaire: No creas absolutamente nada en todo lo que imaginas (603).
"Cogeré mi lápiz...", dijo.
(Al llegar a Arlés, extasiado, había dicho el pobre hombre: "Nunca antes había tenido tanta suerte...")
Entonces ve flores amarillas y púrpura. Es el oriente.
El cielo gris; la tierra amarilla.
La hoja violeta: el cielo amarillo.
Resplandece el sol, ese halo...: azufre pálido.
Una piedra naranja, canchales de acero.
No es agua, es azul prusia; la tierra, ahora, malva.
La línea de esas montañas (no, de esa montaña) recuerda el perfil aguileño del rostro de tu padre enmudecido para siempre en su lecho de muerte. (Hoja 62).
El camino es rojo, sinuoso; en la quieta panorámica, zigzaguea bajo el sol blanco y la sombra negra. La copa verde de un pino grande y viejo se inclina sobre él. [Lo mancha.]
El cielo sin color, ni blanco. (O un cielo de luz sola. O un cielo de lienzo.)
Dos figuras en un ángulo: sin definir, tal vez temerosas, caminan en diagonal, bordeando un campo de girasoles apagados en el ocaso. Trazos de rosa en el cielo que oscurece (poco a poco, poco a...)
El soto verde, con algún claror de blanco; detrás, un cielo bajo muy raro: quizás no sea cielo, una ocurrencia.
Otro camino: negro, en parte descarnado, en parte bien asentado. Recto. Demasiado. Como una línea inverosímil.
Quietas las cosas, suspendidas en una creación viva: el trigo, las verdes y erguidas sabinas, otro campo en barbecho. A lo lejos, un par de colinas azul celeste.
Autorretrato. Lo que queda de él, ya lejos del escándalo: contra la pared roja, muy abrigado hasta el mismo cuello, demacrado y herido (le engaña de nuevo el espejo), con las mejillas hundidas, tocado con la grotesca gorra, fuma una pipa, no comprende nada, ¿qué ha sucedido? ¡Peor lo que vendrá...!
Antes: un peral... ¡azul!
Pero el racimo violeta, el sarmiento negro, el buen vino (bendito, imprescindible y querido) que ha de sangrar de las viñas verdes, púrpuras y amarillas.
En el otoño el dibujo escondido: el mistral despiadado barre con furia las hojas amarillas y ocres muertas.
Arriba, un cielo azul, un primer plano de arena gris, laureles rosas.
Se mira... ¡este oriental!: "La cabeza está modelada plenamente con la pasta clara, el fondo sin sombras. He almendrado un poco los ojos, a lo japonés" (545).
Lo habita todo la luz, así que... ¡Cuántos hilvanes asoman por las costuras de esos cuadros inocentes e intensos! Se le ve venir a éste.
La luz: basta con el amarillo.
La casa blanca, la ventana verde, el techo rojo: suficiente para pintar de verdad un buen cuadro, sin remilgos enojosos.
La adelfa, venenosa y bella: blanca o roja, es igual.
La silla amarilla, de enea, con la pipa sobre el asiento. Advierte de la presencia fascinante y poderosa del hombre, próxima y genial. El lugar vacío (escribe en febrero de 1890, refiriéndose a ese extraño cuadro) habla mucho de él. La madera desnuda, los ladrillos rojos del suelo, la cachimba junto al cucurucho, y lo más real que no se vislumbra... ¡Qué magnífico autorretrato!).
Un ciprés negro... demasiado alto. Oscuro, y el cielo desciende en pérfidas espirales: aterra al hombre desnudo de aquí abajo, como un mar embravecido espanta al náufrago agarrado a un único madero, sufriendo sin blasfemar por el embate de las olas. ["La pérfida ola..." (Shakespeare, V.H., Hauteville-House, 1864 -Hugo, acodado sobre la balaustrada blanca, junto a su hijo, mira el mar...-. Ese librillo rojo que siempre le acompaña, un crisol de verdad de culturas, pequeño para tanto peso, gran lectura de verano, entre piedras y retamas, el sol y la cigarra, los leves ruidos de la tierra...) 1.2.2006]
Otra piedra [a un lado del cuadro, el de iris y flores color miel] azul turquesa..., y otra en forma de estrella, de un verde muy vivo.
Hoja seca, ocre: fondo rojo.
Otro matorral azul; asomando por un ángulo, rojos troncos de árboles desconocidos, quizas inventados. Una estrecha senda amarilla discurre a un lado: desemboca en el cielo neto y duro, frío, azul cobalto.
Traza la emoción el esquema de la línea roja: una sección áurea que apunta directamente al. (sic) (Y bien: pinta paisajes francamente verdes, francamente azules.)
La gran pintura moderna es un jardín que limita con un cielo de azul apagado: una línea roja, verde y negra; otra amarilla, blanca y azul; otra negra, verde y malva; otra azul celeste, y un punto de rosa anaranjado; una mancha amarilla y blanca, un toque bermellón; dos rayas más: pinceladas de cobre una, y otra de tonos blancos, crema, negros.
La naturaleza, al fin, adquiere los contornos de la mayor de las certidumbres: sé lo que estoy haciendo.
"Yo antes firmaba los cuadros, pero me arrepentí enseguida... Demasiado tonto. Bueno, puse una exorbitante firma roja en una marina, ¡porque quería una nota roja sobre el verde!..." (524).
Unos guantes azules junto a un cesto de naranjas y limones del mismo color.
Qué tema: tétrico olivar.
O: un oscuro follaje [negro].
Es capaz de pintar azul sobre fondo azul.
Dice: "un campo de hierba alta y madura de un tono fauve", (junio de 1890).
"...un muro blanco y un solo árbol."
Un cielo tormentoso arroja sobre la tierra un relámpago blanco que ilumina fugazmente la llanura verde.
Finalmente: troncos azules se elevan de un suelo rojo, una nube verde, el agua amarilla, el cielo espiral... La tierra exhala un grito...
¡Este perdulario en todo...! Menos en la pintura, en la pintura... Y, luego:
Cuervos negros se abaten desde el cielo negro y azul sobre los campos de trigo amarillo.
"En este momento me quedan cinco francos en el bolsillo"
(538).
"...en mi calidad de pintor y de obrero..." (577).
(...)
El tema (la tierra) era suntuoso.
Sólo faltaba el sol con un celo soberbio, una majestad cotidiana, para magnificar su bulto y su corteza fantástica.
Ha trazado en su mente un mapa exacto de las tierras de Montes y sus difusas y arbitrarias fronteras de piedra, de polvo y de agua. Ha descansado bajo la sombra de altos árboles, ha estado perdido entre montañas, tumbado junto al arroyo. Sale y entra por aquí y por allá, por planos y hondonadas, por umbrías y barrancos. Ha dormido en cuevas. Siguió un día el rastro del caracol, ¡qué lejos le llevó esa huella de color desconocido! Ha calmado la sed en solitarios y refrescantes manantiales. Cargado va de nuevas: el bosque es un bicho viviente de ruido (aire, hojas de árbol, el chirrido infatigable del insecto, la algazara de los pájaros, el color furtivo, intenso e inesperado de la mariposa). Mete la cabeza en un entramado de follajes y descubre al jabalí escondido y temeroso en lo más hondo, jadeante y maravillado. Bajo el sofoco del sol de los eriales y secanos vuelan las piernas sobre el pedregal, transitan la senda dura, amarilla y torturada, descienden la rambla muerta de piedras grandes y quemantes, sin una gota de agua. Ya reconoce muchas y sutiles formas de pájaros, sus trinos jocundos. Sabe de plantas. Cosquillea levemente el aire sobre su piel quemada por el sol y... eso basta para que dictamine cual de los cinco vientos reinantes en la comarca señala la veleta negra que remata el campanario de la iglesia.
Después de las duras caminatas alcanza el pueblo durmiente, en silencio bajo la potestad del sol.
Ha hecho del verano la culminación siempre renovada, ha hecho de él su verdadero aposento, el único refugio. A la excitación de la andanza sucede la promesa pueril de la espera. Abre las pesadas puertas de madera de la casa, y un frescor oscuro se estampa en el rostro anhelante todavía, lleno de sudor.
Abierto de par en par el balcón, el aire caliente penetra en la casa sumida en sombras y transmite la peripecia del monte, la dureza de la roca, el agua viscosa del arroyo, el canto de la cigarra, el crujido de la tierra, los colores del mundo. Puede que haya gozo, y el pesar a veces, escondidos en el alma enorme.
Ha descubierto la tierra. Ha enclavado su destino para siempre en las cosas de la tierra.
Está en el tiempo, ha logrado ese milagro. Tiene conciencia de sí y de la premura incomprensible de la vida náufraga deslizándose hacia la nada más patética e inmutable.
Ya tiene la forma del discurso.
(Hojas 257-59.)
(...)
Carga la mochila a la espalda, a la cintura la cantimplora vacía, un sombrero de paja le cubre la cabeza. Está exhausto, y tiene sed. Se ha aproximado a las primeras casas. La calle es larga y estrecha. Sin gentes. El olor a guisos de comida parece salir de los goznes de las ventanas, de las mismas piedras. Casas y gentes, ventanas y piedras están sumidos en una quietud de roca milenaria, telúrica, un estatismo absoluto de color, de trazo inerte. Una vida inmóvil, una imagen detenida en un plano de magia y mudez. El cielo es de un azul hondo. Sólo cerca de la cuesta que conduce a la plaza alcanza a oír algo: el sonido de un televisor, y luego de dos, y de tres.
(...)
"Usted no es Vincent van Gogh", solía decirse sonriendo para sí y mirando a los demás tan absortos en sus asuntos, tan indiferentes a él al cabo de poco tiempo de su llegada al pueblo.
(...)
Por lo demás, escribía muchas cartas. Eran cartas de una extensión poco común, y dos o tres eran perversas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario