lunes, 1 de marzo de 2010

El testigo (4)

El invitado lee a Dante en el tranvía 76 camino de la biblioteca.
Es un largo trecho el que aleja su domicilio del sitio de trabajo. Se desentiende de los otros pasajeros silenciosos y tristes, numerosos y anónimos, pues son tranvías lentos y atestados que chirrían por barrios desconocidos que no le suscitan interés alguno. Es ajeno al tránsito y el hormigueo urbano de las calles que asoman por las ventanillas sucias del convoy. Sólo lee, aplicadamente, acercando el libro abierto hasta las mismas narices. Los tres volúmenes de la casa Dent que emplea para la lectura son pequeños, manejables: cada volumen contiene una de las tres partes en que se divide la Comedia: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Los compró en un antigua librería entrañable para él, Mitchel, desaparecida tiempo después, y los conservaría toda su vida, pues cuarenta años más tarde, en una conferencia ofrecida en 1977, en el teatro Coliseo de su ciudad, se reprochaba no haberlos llevado consigo a modo de talismán. Le gusta sobremanera el aspecto físico de los libros, su forma inmejorable que ha perdurado a través de los siglos. En todo caso, la edición de la Comedia en la que se abstrae durante el largo y tedioso trayecto nada tiene que ver con los verdaderos libros que ama también por su continente: libros que guardan fidelidad a los rancios libracos con grabados de acero, que agregan a la lectura un tacto, olor y hechura apergaminada similares a los antiguos folios.
Sus ojos medio ciegos hurgan en la Comedia (así prefiere él llamarla) como tantas veces lo ha hecho en libros menos famosos. Se deja llevar por esa primera lectura. Es un lector hedónico. Luego, liberado de esa inicial emoción estética se entregará a la exégesis, a los comentarios y las críticas, esclarecerá la alegoría, la alusión mitológica.
Entre personas que suben o descienden del tranvía, sacudido por traqueteos y bruscas paradas, no alza la cabeza del libro, invisible en su asiento. Lee una versión bilingüe… ¡italiano-inglesa! Primero descifra los tercetos en inglés, luego corrobora en italiano los versículos.
Tiene tiempo de sobra para esa lectura trabajosa pero alborozada. Desde el barrio de Almagro, donde vive con su madre y el padre moribundo, ha de recorrer media ciudad en varios tranvías hasta llegar a la última parada, y aún debe transitar diez manzanas hasta alcanzar la humilde biblioteca donde está empleado. Entonces esconde de nuevo el volumen que leía en el bolsillo y se adentra en una suerte de infierno humillante, aunque roce con las yemas de los dedos el paraíso de tantos relatos, leyendas e historias que leerá oculto en el sótano con sus ojos casi muertos. En esa modesta biblioteca oficia de catalogador con un sueldo mensual miserable, unos ochenta dólares de la época. Allí permanecerá nueve años de “profunda infelicidad”. Es un subalterno a las órdenes de un superior que jamás sabrá quien es realmente. En cierta ocasión uno de los empleados (y había más de cincuenta haciendo la labor que hubieran resuelto quince hombres en un par de horas), descubrió en una de las enciclopedias su nombre, que además coincidía con la fecha de su nacimiento: sumamente asombrado celebraba la extraordinaria casualidad de los nombres y las fechas, nunca se le ocurrió pensar que el personaje de la enciclopedia y su compañero eran la misma persona.
Nada más incorporarse a ese nutrida pandilla de mediocres custodios de la cultura recomendó, típico de su condición argentina, que se añadiese al catálogo de la biblioteca una colección de libros en inglés. ¿Por qué no en alemán, en francés, en italiano...? Ello contribuiría, sin duda, a enriquecer los estantes repletos de textos en el pobre español. Es difícil olvidar que el invitado proponía con toda seriedad que se leyese a Gracián… ¡en alemán! (229).

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