miércoles, 24 de marzo de 2010

El sol (12)

El vestíbulo del purgatorio (que antecede al infierno) es una sala, una sala muy larga, inacabable, y tiene a ambos lados hileras de camas con colgaduras blancas que ocultan la locura y la muerte más lenta. Las paredes son blancas, y también el techo con grandes vigas es blanco. Hay ventanas con pequeñas cortinas de color rosa, o verde claro. El suelo es de ladrillos rojos.
En la espera uno se encierra en su habitación de ventana enrejada, en silencio y con miedo. La de Vincent van Gogh da al campo, a una tierra llena de trigales y viñedos, de olivares.
Antes de llegar a la antesala puede divisarse un fragmento de la naturaleza lejana: el cielo de colores pálidos, los árboles que mecen sus ramas en el aire cálido, las estribaciones montañosas como volúmenes suaves y ondulados en lontananza, al fondo de la llanura verde que rodea por entero el edificio para reposo de dementes.
En el jardín reina la desolación en forma de hierbas y maleza, de pinos retorcidos y bancos de piedra ennegrecida y musgosa. Hay un estanque al que las profusas copas de los grandes árboles otorga una sombra fría, de visión intrigante y tenebrosa, como si en sus turbias y quietas aguas anidasen todos los peligros escondidos que acechan a la mente del loco.
El tránsito es de vuelo corto, apenas sirve para mucho más. Pasea el pintor entre falsas avenidas de castaños con macizos de flores rosas y amarillas, junto a pequeños cerezos en flor, rozando las plantas de glicina, sobre senderos de guijarros, y a veces se aísla en minúsculos huertos de olivares de follaje gris, él, que ha visto mil paisajes bajo el sol y ha retocado pincelada a pincelada el lenguaje y los colores de la tierra.
Se ha estrechado la visión del mundo en ese jardín antiguo. Los hombres ridículos todo lo empequeñecen con la mezquindad de sus empresas. Rehuye sus miradas: se mira a sí mismo entonces, como nunca lo hizo antes ni volverá a hacerlo después. Es algo que ya conoce de sobra, se ha pintado treinta y siete veces en el transcurso de los cuatro años auténticos de su vida de artista. Un retrato por cada año de su vida como hombre que ha ido de desastre en desastre.
Sostiene diálogos terribles, pues. Habla consigo mismo enfrente del espejo.
¿Qué ve...? ¡Qué ha de ver! Ha desintegrado su espíritu luchando a brazo partido contra los rayos del sol... Expresaba bien al astro mediante un amarillo furioso. Ahora le dicen que ése es el color del loco.
Bajo las ramas el resplandor del sol durante el verano triste y desesperadamente vacío se mitiga hasta la grisura, hasta una tonalidad de dolor. Los troncos rechonchos y negros aprisionados entre las tapias despiertan su afición a falta de otra cosa, van gestando su terror de después.
¿Se librará alguna vez de la culpa? ¿Siempre será presa del tormento y la desazón?
Yo tengo un poco el girasol.
Es ingenuo ¡y teme demasiado todo! Ha pintado el acceso del infierno con la puerta del fondo iluminada por el sol, sumido el umbral en claridades, en un juego de sombras muy holandés. Omite los barrotes. Se quiere libre, muy libre, casi del todo invisible.
No todos los días son bastante claros para escribir con un poco de cordura.
Ha perdido la perspectiva. Nunca la tuvo realmente. Las gradaciones las fija su turbulencia. Se pasa mucho tiempo encerrado en la celda: una cama metálica con muelles; una silla pegada a la pared; una puerta negra de hierro. El corredor conventual que lleva al encierro le despoja de toda mística y lo sume en la sordidez terrible de la locura. Se pregunta en un silencio adusto cientos de cosas, mientras los otros locos profieren gritos terribles envueltos en la manía o en los actos repugnantes.
El estaba ebrio de luz. Ahora es un cobarde atemorizado en la oscuridad, encerrado en un agujero donde pululan en danza siniestra sombras y fantasmas, un montón de terrores nuevos.
Una vez tuvo una habitación en el sol, de tal claridad que le cegaba el reposo: las paredes eran de un violeta pálido; el suelo, de cuadros rojos. La madera del techo, y las sillas de enea, del color de la mantequilla fresca; las sábanas y la almohada del color del limón, verde claro, y roja la colcha, y la ventana verde, y las puertas de color lila. Todo bañado por la luz del sol, el lugar del pensamiento.
No oye sonidos. Su cerebro empapado de óleos y acribillado de punzadas nerviosas ahoga el ruido de afuera, pues todas las voces son innecesarias. Se desliza como un lento, esquivo y delgadísimo espectro por la estrechez del recinto. Es tan leve como la textura de la imaginación.
Pinta jarrones que están rebosantes de flores, de un color... recordado. Ahí parecen haber culminado sus andanzas bajo el sol, la excursión es de su mirada: él está indefenso, detenido en el asombro, sentado o de pie, inmóvil, sin ánimo de rebelarse contra nadie, contra nada... Quizás, algún día...
Y otra vez había dicho que se puede expresar poesía nada más que ordenando bien los colores. El resultado es más extraño que en la realidad.
Hoy, no. Restringe la visión, cerca la viñeta de trazos firmes, como barras de hierro. Pinta árboles cubiertos de hiedra, árboles cuyos anchos y gruesos troncos se hallan repletos de huecos y de misteriosos escondrijos donde soñar aventuras de desdicha o de fortuna, como en los cuentos infantiles del norte cargados de brumas, nieve y crueldad en su riguroso y luterano entretenimiento. Los lienzos se mudan en lirios, en árboles de lilas, en tierras violetas y nubes moradas, y pinta grandes mariposas de la noche para no tener que matarlas.
Y cuando vuelve a la campiña, a las fincas de trigo bajo el disco del sol, su libertad es de mentiras, y la naturaleza también. Algo ha cambiado que modifica el ritmo del mundo, antaño de brillantes colores, en un compás de sosería, y meses más tarde en brochazos de tragedia.
No logra ver el paisaje porque en realidad ya no quiere ver el paisaje. El propio cuadro que cobra vida poco a poco mediante pinceladas de grueso empaste le oculta el motivo de la naturaleza: prodigiosas visiones, una transmutación emerge...
No lo comprende. ¿Qué clase de broma es ésa? Una forma invisible parece surgir irremediablemente de la pintura, que cada vez depara una representación más abstraída y difusa, pero más auténtica, esencial. Una secreta escritura se alza de la espesura de color, brota una imagen autónoma y es tan nueva que ni siquiera puede verse una igual iluminada por el sol...
Por supuesto, son alucinaciones. Está loco. Ve cosas que nadie en su sano juicio afirmaría que ve. Está bien donde está: entre las ruinas de un mundo viejo y los vislumbres de una estética de escombros, entre las apariencias rotas del pasado y el desvelo mesiánico que depara anticipar el futuro. Si trabaja como un poseso, equivocándose por tanto, es porque se resiste a la quimera: ¿qué cosa empaña la imagen de las cosas y el sol? ¡No es esto lo que yo pinto en el lienzo!
Al final se da por vencido. Recuerda lo que ya ocultó hace tiempo atenazado por el miedo y la inquietud, cuando de la tela se elevaba una voz misteriosa y profunda. Sé lo que ocurre, vuelvo a las ideas que tenía cuando pintaba en pleno campo... En vez de tratar de copiar exactamente lo que tengo ante mis ojos, recurro al color para, empleándolo de una forma arbitraria, dar mayor vigor a mi expresión.
Su obra es un experimento que alumbra el éxito cuando ya la materia se impone a una representación que paulatinamente se viene abajo. De ese modo todas las cosas, aun las más simples, se muestran en una gesta que oscila entre lo elemental y lo desorbitado. Sus cuadros hay que verlos con llaneza, sencillamente, y con un poco de estupor, no demasiado: hacen inmensa y sobrecogedora la faz visible del mundo.
Por las inmediaciones del edificio todo es ralo, en lugar de real parece un cuadro, aunque las líneas y los volúmenes forman una singular ficción y los colores han dejado de ser naturales, sin consistencia. Observa los cipreses, una sombra egipcia cargada de mitos... Pero las copas tupidas de la vieja encina, la hiedra húmeda y falaz, los campos de oro, no impiden el griterío de su cerebro...:
Delante de la cantera sombría, contemplando un interior insondable que inspira pavor, a la luz de julio, estalla su cabeza como si una bala silenciosa le reventase el cráneo y la sangre espesa y los pedazos de seso caliente brotasen a través de las órbitas de los ojos, de los oídos, de su boca apestada de gritos y espumarajos bajo el sol tórrido y brutal. Luego, se disipa la neblina roja, pierde la conciencia: he ahí otro encuentro con el dios, vuelve de nuevo el gran personaje lamentable y zarandea a su siervo creador.
Durante largas y terribles noches de después discutió con el peor de los dioses, lo maldijo a él y a la infamia de su torpe creación tan dolorosa. No hubo acuerdo.
Exactamente un año más tarde ambos fracasarían del todo, el mal dios y el hombre bueno.

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