viernes, 5 de febrero de 2010

Artistas (5)

[Viene al caso. Por V., que me lo hizo observar, anoto ahora, 10/00: Cuidado con ese tipo, D.G., recela decididamente acerca del sentido total de la definición excesiva. Desconfía desde que ha nacido, o antes, de esas fascinaciones... La persistencia del equívoco, por ejemplo, en Veermer. Cita a menudo las alteraciones cromáticas: "En La callejuela de Delft... esos azules tan sugerentes de las frondas, la espesura vegetal sobre la tapia que se alza a la izquierda del cuadro... ¡son degradaciones del verde original...! ¡Es el tiempo y su hálito pestilente la química que ha burlado la inspiración primera del artista!... Lo supera en poesía. Y qué hermosa... esa mancha azul..., espontánea, impensable, imposible, el efecto casi onírico. ¿Para qué le servía la luz entonces?... Esa propiedad suya del color, corrompible..."]
[Y también... 2.001, enero. D.H., algo recuperado del..., en Manchester, recordando la exposición de La Haya de 1.996, dice imprudentemente: "El color de Veermer va a durar más que el de la MGM..." Lleva éste, H., clavado en la retina el brutal claror de California... Las paradojas corrientes del artista equivocado, la candidez hasta el final. Pero está [asimismo]... en V.G., ya en Saint-Rémy, c. julio: "El azul... la luz es misteriosa, permanece en la eternidad..." Aprov. para El sol, 1, IX.: ... ebrio de luz... una habitación en el sol, etc. Habrá que corregirlo, rehacerlo, acabarlo -modificarlo- otra vez. 2002]
Vuelve el pensamiento a F.B.:
"Evitaba mirarle... el cuerpo pobre, flaco y amarillo. Rehuía sus ojos ateridos en el rostro hinchado y cerúleo, lleno de bolsones de agua en los párpados, en los pómulos, alrededor de la boca...", susurra Elena Brulard.
Esa tremulenta figura era como una línea desnuda y perdida en los volúmenes de las cosas y los muebles, provocando el desconcierto con su [purulento desahucio] a cuestas, tan patente, jugaba con las palabras... No permanecía inmóvil nunca... ¡qué raro!...
"La ansiedad", dije en voz alta. "Ese desficio (sic)." Ella se me quedó mirando. Murmuró: "Parecía divertirse."
"No lo creo. Quería disipar nuestro temor... Sin embargo..."
"No es casual la mordacidad en... esos estados de melancolía... Puedo observar a muchos artistas en sus períodos de postración, los registros tan variados de su ego, confundido tan a menudo... Vienen aquí, a la galería, entre tímidos y desdeñosos, vendiendo su solipsismo, como si fuese una mercadería envidiable." [Así dijo, sin vacilar en una sílaba, no altero ni una sola palabra. Conservo mis notas... ¡tan obscenas!]
"Es cierto", tuve que convenir con ella. "Al principio son las dudas las que emponzoñan el ánimo; luego, si sobreviene el éxito, aunque sea menor, se tornan fatuos, de una puerilidad ridícula. ¡Jactanciosos en una época pobre! Sólo el fracaso les redime de la soberbia, los embellece de seriedad, si continúan pintando a pesar de la derrota... Aunque la ironía salva a los mejores... Incluso el cinismo, en lo bueno y en lo malo."
"¡Pero la burla!... El juego de las palabras. ¡Sacrílega ironía!"
"Una bufonada.”
“¡Qué más da!"
Bromea el moribundo, ajado, con las mejillas ya del todo enflaquecidas, incrustados los ojos en unas cuencas agrietadas y oscuras, sin fuego las pupilas, corroída el alma:
"Todavía el mundo es hermoso... aún lo es, incluso en este... Estuve hoy en la galería. Quizá por última vez. Ya ponía yo punto final a los cuadros. Le dije a E.B., seria y bella, en guardia detrás de su mesa llena de papeles inútiles y libros lujosos (afuera estaba el cielo emborronado, un falso azul entre las grandes nubes de marzo ["Expresión improbable ésta en el tipo, aunque...": acotación de J.P., abril, 2003.]: será una exposición de malditos espectros... Hay muchos nombres solapados tras los sexos y la carne podrida, en todos los vientres abiertos. Es ese mundo que tú bien conoces, querida, entre malas astucias y el oropel y la riqueza manchada de sangre y de semen. -Una buena cantidad de dinero aguarda el destino de tus bolsillos, linda embustera. Vas a hacer una fortuna-. Me miró como a un bicho terrible, no asqueroso, sólo lamentable, sin redención, con todo el merecido castigo del mundo en la conciencia pecadora “Es tu penitencia, hideputa transgresor ¡Muérete, cerdo!”, pensaría justiciera. Y ella, que era inocente, sin mácula, hermosa y joven, qué lejos de la culpa, paseando por la verde campiña... ¡Ja! Le solté una carcajada delante de sus gráciles narices. "¿Te ríes?", me preguntó ofendida, con cara de palo. (Sé que fingía todo el tiempo. Y yo.) No podía creer mi absoluto desprecio a lo que representaba, a esos valores que ella tanto enaltecía en su interior a la vez que ocultaba hábilmente en su conducta. Bien, cómo decirlo... "¿Te ríes...?" Es el sarcasmo de Kapossi... lo que me hace gracia. "¡Oh... ya!", exclamó, y hasta se le escapó la mueca de hiena formal y hacendosa, ¡nada caritativa! Hice una pausa. Ya sabes, nena, tienes que... Saca una buena pasta de esos lienzos... "Claro", dijo. Pero enrojeció enseguida. Ella sabía que no iba yo a vivir más allá del calor de ese verano. Sí, sí, no dudes en hacerlo, ¡perversamente! Y me envías parte del caudal recogido allá arriba... o allá abajo. Hice otra pausa: avanza la carcoma de..., ya sabes. Y apartaba la vista, esa E.B., marchante de hombres, de..." (Quien lea esto: estoy muerto, julio de 1988.)
[Decirlo sin ambages: D.G., tras una cena copiosa en..., confesó mirando con un arrobo idiota la copa de coñac de barrica, que T.B. y él (¡que aberrantes complicidades!) habían descubierto un paquete de hojas manuscritas a lápiz por F.B., cuidadosamente plegadas entre los sucios botes de pigmento arrinconados en el opresivo cuchitril que era su estudio. D.G. diría, embriagado en el letargo de la digestión, ahí acomodado en el instante feliz (lo observaba yo con cierto... asco): "No había luz eléctrica... ¡te imaginas! ¡No había luz! Lo que se filtraba por la capa de polvo de la ventana era... era como una niebla..., veías en ese agujero como inmerso en un fondo de agua." ¿En octubre de 1996... frente al mar, la mujer amarilla, azul? Comida italiana, bien, muy bien condimentada, en la cena prolongadísima... (la regó D.G. con un buen vino de la Toscana, un Chianti, y el aceite purísimo de Lucca...) En cualquier caso: no caer en la debilidad de preguntarle nada sobre F.B. a él. Tal vez, a Z., si es que aún está vivo (no, está muerto) y no existe en él despecho, la indiferencia, el rencor en su alma excelentemente viciada. ¿El odio...? Fluye esa lepra en la pareja del amor, entre las piernas velludas y ásperas de los dos hombres, hasta la agonía final del sexo que sangra, y sangra... Y ahora muerto uno, moribundo el otro, vaya a saber quien qué.]

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