martes, 23 de febrero de 2010

T. (5)

[Había salido del vértigo. La luz me golpeó el rostro con la llama de un calor desusado. La explanada, tan viva de gente, suplantó la procesión imaginaria (todos aquellos transeúntes reales de los cuadros...). Durante unos instantes temí que T. (ahí estaba, a mi lado, hermético, ceñudo y un poco triste) hubiese adivinado el delirio inesperado, la fuga extraña de mi entendimiento corporeizando figuras y magia. Disimulé la confusión, recompuse el gesto. T. llevaba sus ojos negros, alarmados y profundos hacia un lugar desconocido. No me miraba a mí. Me había costado mucho convencerle unas semanas antes para reunirnos. Poco mundano, era un hombre completamente reacio a las entrevistas. Le llamé desde París a su casa. Maquiné un engaño pueril que tuvo una insólita efectividad. ¿Podría recibirme en Barcelona? Lo asedié durante semanas. Hay un despacho en la Fundación. Allí lo atenderán. Hable con ellos, decía. Me excusaba yo con una obstinación incomprensible. ¿Qué quiere escribir? ¿Qué clase de publicación es la suya? ¿Escribir?, exclamé. No, no quiero escribir nada. No se trata de eso. ¿De qué, entonces? No me diga que es profesor de arte en alguna de esas facultades. Es difícil explicarlo por teléfono, me defendí. Me cuesta creerlo, replicó. Insistí. Se oponía él. Finalmente, dijo que a su regreso de Amsterdam iría a París. Tal vez podríamos hablar en esa ocasión. Días más tarde confirmó la cita. ¿Dónde? ¿Le parecía bien en el Beaubourg? De acuerdo, accedió. A primeras horas de la mañana nos encontramos allí. No me fue difícil reconocerle. El día había amanecido claro y terso bajo una luz de agua, azulada... Recordaba mejores años. Conversamos... No, en realidad, hablé yo... Me escuchaba manteniendo un respetuoso silencio. Luego, T. se despidió y entró en el museo, desapareciendo enseguida por uno de los accesos laterales.]
Siempre se ha movido entre fragmentos de la realidad, la gloria de ese arte es la materia reconocible, recupera el escombro y la transposición se apropia de la más bella y sugerente imagen de la naturaleza. La ordena en un nuevo lenguaje. El cuadro es como la vida: la representa siempre a ella, se nutre de ella, llega a ser vida hecha con la tierra, ennegrecida por el aire y el tiempo. La expresión de la luz y la sombra, de la soledad, de la locura, del sexo, del tiempo y también de la muerte... ¿Qué poética encierra una hechura tan terrenal, sin artificio, sin modelo? La técnica del alma prefigura la del pensamiento. La emoción concluye en la inocencia, el asco o la angustia. El cuadro se significa como el discurso final de los signos menos adulterados del mundo: están en él, y su combinación es graciosa, o es dramática, es hermosa. El viejo lienzo se pudre en su blancura manchada y falsa, en el espejo falaz de su trampa. Ahora el espesor del soporte se convierte en las entrañas más adecuadas para el autorretrato. El icono revela la potencia del material humano: se representa a sí mismo, te declara inútil para la imagen, no te quiere copiar, y no hay relación de semejanza, pues no se requiere, la selección estética se aleja de toda ficción, cuenta cosas verdaderas, son cosas verdaderas las que confunden a tu ojo, es el gran realismo que repudia lo que aparece inmediatamente del paisaje y el hombre. Es una práctica que convoca lo más conocido y que más extraño y complejo nos resulta cuanto más se evidencia su sencillez. La metamorfosis es mucho más grandiosa cuanto más tonto y burdo es el engaño: un pedazo de tela, un manojo de cabellos, una gota de pintura negra o roja, o amarilla, o azul o verde. ¡Pobre loco aquel Vincent van Gogh que mediante la pintura de paisajes celebraba un corazón enrevesado e insaciable y dejaba irrumpir alegremente la tragedia en el cuadro! Otra ya es la forma; a veces, más trágica si cabe. Deja en paz tu conciencia, y conmueve la de los otros. ¿Qué paisaje se ve ahora? El de la abjuración. La creencia es que pertenece a una idea que ya no se llama naturaleza, aun siendo esto lo que es, pues procede de un alcance transfigurado por los nuevos contenidos que se otorgan a los símbolos de siempre. ¿Un paisaje del alma?, ¿no fue la piedra barro y agua...? La regresión es notable: lo espiritual vuelve a avanzar (retrocede hasta la sombra luminosa del Medievo) Todo arte es simbólico: el acrílico es la mentira nueva de la luz de siempre.
T., usted nunca sabrá hablar. Es torpe, por eso se calla. Hace de la introversión y la tozudez su coartada. Pero no engaña a nadie. No ha aprendido a hablar.”

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