lunes, 1 de febrero de 2010

Muerte de M. (fragmento 1)

Brell, T.B., D.G., A. y otra gente que no mencionaré teníamos en común una extraña amistad: M. [En realidad, M. era...]
M. era un hombre recluido sin pena (T.B. habría dicho con prestancia) entre las paredes tapizadas de libros que limitaban su casa como fronteras irredentas frente el mundo trastornado de afuera.
El dolor de sus recuerdos lo mitigaba una indiferencia absoluta hacia el futuro. Su extrañamiento tenía algo de sacramental. Uno podía adivinar en sus palabras una elegante desesperanza, la penitencia venial del que no acepta más que las culpas precisas.
Le gustaba la madera, el color azul, el día sin horario, el tacto del libro sobre todo. Vestía chalecos. Usaba sombrero.
M. jamás se sentó a conversar de veras en torno a una mesa que no fuera la suya, redonda y desnuda.
Meditaba paseando tranquilamente la ciudad vieja. Era, muy en serio, un solitario.
Comía poco. Bebía concienzudamente, sereno.
Bastaba su pensamiento para enardecerle, su conciencia para exaltarle. No compartía su buenaventura (si alcanzó a tener alguna) con nadie. Admitía su maldición de estéril, pero negaba todo lo que quedara más allá del círculo de luz de su mesa camilla, de la hilera de sus libros, del techo blanco y alto y el suelo firme de su retiro.
La puerta de esa casa tan grande y enrevesada condenaba sin remedio la algarabía que se producía al otro lado de la gruesa madera doblemente blindada y con mirilla inapelable. Las persianas de las anticuadas ventanas de fallebas siempre estaban a medias bajadas. Las rendijas grises o doradas, según fuera la mañana o la tarde, dejaban entrar una luz mustia y polvorienta.
Sólo utilizaba el teléfono para comunicarse él con los demás, el resto del tiempo permanecía desconectado e inútil, tirado por algún sitio del suelo, entre libros apilados, sin que fuese posible a través del auricular la intromisión inesperada o indeseable. No escribió jamás una carta manuscrita. Conservo bastantes de ellas escritas a máquina, a dos tintas, negra y roja (ésta última para los adjetivos). En aquel piso tan lóbrego, de día o de noche, siempre vi encendida la lámpara de luz eléctrica.
A solas en la casa oscura, como en una guarida conventual donde, sosegada e impenetrable, no hubiese oración y fuesen sobrados los símbolos, M. leía en el más completo silencio. La fortuna, mucho antes de todas las desgracias, le había sonreído muy pronto: no haría otra cosa, año tras año, sino hurgar silencioso entre miles de libros y prestarse desenfadadamente al engaño, a la sabiduría o a la necedad de los muchos autores que distrajeron su inveterada afición de la que, sin embargo, siempre receló.
Al final de su vida, medio ciego e impedido, farfalloso, pero más altanero y sabio que nunca, no se guardó de decir hasta el mismo día de su muerte (para la que sí suplicaría ayuda) que no necesitaba a nadie merodeando asqueado alrededor de su decrepitud o escandalizándose ante el largo rosario de sus manías cotidianas de viejo. Con gusto se hubiera sepultado él mismo en esa oculta biblioteca doméstica, insospechada y difícilmente franqueable.
(Una tarde descubrí con pesadumbre una carpeta roja abultada por grandes fotografías: había coleccionado reproducciones de los pocos cuadros de árboles solitarios de Vincent van Gogh, luminosos pero tristes, muy poco propagados.)
Por entonces M. había caído enfermo de gravedad. Me lo dijeron con voz apagada e incrédula (M. podía haber sido eterno por ser en vida innecesario). Su cuerpo, duro y frágil como el vidrio, se agrietaba ya sin remisión. Sólo mucho después me enteré del cáncer que le pudría por dentro. En realidad, sólo llegué a saberlo cuando ya había muerto. Los hechos que rodearon su desaparición se relacionan en gran medida con Brell, con lo que escribo, y, sin duda ninguna, conmigo.
Yo conocí a M. (por puro azar, quizás indebidamente) a causa de su repugnancia invencible hacia cualquier acto social o público que congregara la mínima multitud. La afectación, un porte deliberado de antemano, el gesto avisado y el halago fácil, la turba social, excitaban su misantropía más que cualquier otra frivolidad del ser humano.
Nos vimos por primera vez una tarde lluviosa de otoño en la galería de Elena Brulard, marchante ocasional e interesada de T.B., que ya tenía afianzada su carrera artística.
No recuerdo demasiado bien el motivo de mi presencia en la galería en aquella oportunidad. Nunca he escrito una crítica acerca de la pintura de T.B. [Una curiosa reserva, decoro tal vez...]
El aprovechó la hora más anodina de un día de lo más corriente (18,15 horas, martes), lejana ya la fecha de la inauguración de la muestra, para contemplar en soledad los cuadros colgados de T.B.
Sin embargo, mi amistad con M., plena de altibajos e incomprensiones, fue posible merced a un conjunto de fotografías que uno de mis abuelos, emigrante a la Argentina en sus años jóvenes, había obtenido de la Finca Adrogué sin tener una idea clara de lo que hacía: "Sólo me sentí fascinado por ese aire de melancolía y cadencia de tiempo pasado que rezumaban los paseos, la arboleda y las fachadas apacibles y escondidas tras el jazmín, las plazas y calles colmadas de casas con verjas de fierro entre los tilos y los refrescantes eucaliptos. Evocaba una atmósfera de retiro, de vieja memoria de veraneo burgués, decente y confiado."
Unos textos biográficos de Jorge Luis Borges me llamaron la atención. Pronto descubrí que una de las casas atrapadas en las defectuosas instantáneas de mi abuelo había pertenecido a la familia Borges/Lafinur, y que el escritor acudió numerosos veranos a aquella finca huyendo del calor austral de Buenos Aires. Fue una pintoresca circunstancia que me hacía sonreír a menudo cuando la recordaba. La prosa castellana del escritor argentino, tan alejada del tópico, seducía y turbaba a la vez a M. A poco de conocernos, le referí el hecho y quedó admirado de la casualidad. Luego, en un gesto de lo más elemental, le regalé una de las fotografías. Esto fortaleció en gran manera la improvisada amistad de aquellos días. M. era hombre de fáciles entusiasmos, y bien pronto se aficionó a mi periódica compañía: le dio por agregar misterio a mi pasado, algún suceso extravagante a mi futuro. Nunca contrarié esas dudosas impresiones.
Creo que ambos sentíamos en aquella época cierta fascinación por Brell, que nos confundiría a los dos, cuando aún pensamos que sus intuiciones quedaban por debajo de sus sabidurías, lo que acrecentaba considerablemente sus expectativas de creación.
M. solía practicar la ironía acerca de cualquier materia intelectual. Se movía como pez en el agua en todo aquello que pudiese oficiar la sutileza y la duda más cartesiana y universal. Sus conclusiones eran lapidarias, aunque no desdeñables. "Abomina de esos tipos", decía con el pensamiento puesto en Brell, "que prefieren fastidiarnos con sus intuiciones en lugar de interesarnos con sus experiencias."
Nuestra común afición a Brell, algo, por lo demás, bastante corriente, se convirtió en un vínculo importante entre los dos, quizá el único de verdad sincero.
Años después, una desafortunada concurrencia de diversos malentendidos enfrió nuestra relación. Me di cuenta que nuestros encuentros precisaban de emociones simuladas y artificiosas alarmas para reavivar la antigua amistad. Mis visitas a su casa se espaciaron; en ocasiones, durante meses. Al final dejé de verle. Sabía de él por lo poco que me contaban Brell o T.B., o algún otro [J.F., G., Waden T. (éste murió en..., sólo un par de meses después de M...) Nota del 1/99.]
Pero en el tiempo que frecuenté su compañía, M. hizo que me conociera a mí mismo mucho mejor. M. encarnaba la callada desolación del hidalgo, sus innumerables fiascos en la vida diaria los sobreponía con una excesiva e incontrolada vocación de lector. Era infatigable e indiscriminado, un hombre libro que evocaba desde la penumbra crepuscular de su existencia categorías de ficción a la manera de Elías Canetti o intransigencias atrabiliarias típicas de los personajes de Samuel Beckett.
M. era alto, flaco y huesudo. Tenía la piel clara y pulcra. La nariz de aguilucho caía pétrea sobre unos labios incoloros y mínimos como líneas. Los puntos negros de los ojos pequeños, crispados y brillantes anidaban en una faz alargada y enjuta. Le poseía una incómoda timidez que presagiaba en sus peores momentos una violencia verbal inaguantable. Su continua introspección terminaba otorgándole un aire de soberbia e incluso desdén que no se correspondía a la verdad. Conversador ameno, no he conocido nunca una persona que vocalizara el habla mejor que él. La excelente tonalidad de su voz y el timbre sabiamente utilizado en gran profusión de registros parecía informar una cultura de impenetrable complejidad, de infinitas variantes en el análisis intelectual. Pero no era así del todo, y las más de las veces la formalidad y galanura oral del discurso tan sólo enriquecía de atractiva apariencia un pensamiento quizás previsible o secretamente de lugar común. En muchas oportunidades sus reticencias de toda suerte, de carácter literario en especial, podían dirigirse precisamente a él mismo, como lector, y por extensión a cualquiera de sus preferencias, que denotaban la misma endeblez (aunque mejor disimulada, o de otro estilo) que atribuía a las prácticas literarias que se oponían a aquéllas, lo que no dejaba de revelar de una forma muy objetiva, por encima de sus opiniones y las mías, la impostura de todo juicio intolerante de descrédito.
M. era antojadizo, difícil de trato y voluble, pero era honesto y era leal a un pasado de prolongadas inquietudes y aspiraciones fracasadas del que no renegaba. Un carácter con tendencia al reproche gratuito le hacía cometer vergonzosas groserías de las que era incapaz de prevenirse.
M. tuvo un matrimonio fracasado que sepultaría sus diferencias en el silencio. Cuando murió su mujer experimentó cierta sensación de alivio: definitivamente solo, podría redimir las culpas, sólo las justas, que soliviantaban de cuando en cuando su vieja conciencia. Acabó siendo un ser desabrido e impertinente hasta para sí mismo.
Una feliz y sostenida especulación inmobiliaria de sus antepasados lo había convertido en un próspero (y finalmente precario) rentista. Ese dudoso privilegio le autorizaría a tener un alma libre de miedos abyectos y un poco cínica, poblarse de rarezas, ser en exceso tajante; pudo ahorrarse agobios innobles, habitar un mundo en el que no cabía ni la mendicidad ni la compasión, ni la locura ni el terror del desahucio. Formó una babélica biblioteca, y ahí entretuvo sus idas y venidas durante años y años tan a gusto. M. llegó a reunir cerca de veinte mil libros. Las tardes interminables abonaron su afición. Declaró siempre que jamás escribió nada [mintió: cap. El cáncer], salvo algunas cartas inocentes. Yo aprendí mucho de él (y de mí), sobre todo al negarle como referencia ejemplar. Aprendí más de sus defectos que de sus virtudes. Y él nunca fue persona que prodigase el consejo, que despreciaba (un condicional insulso sin verdaderas garantías). No dudaba en alardear de que sus amigos jóvenes, y tenía una increíble capacidad para convocarlos en torno a sí de la manera más maquiavélica, vampirizaban de sus tremendas reservas de curioso inquisidor. A M. todo le interesaba, todo atraía su atención y poco escapaba al ingenio de su censura o a la burla descalificadora y mordaz. Los hijos de sus viejos amigos terminaban siendo sus amigos, y los amigos de su hijos, que muy pronto ahondaron la distancia que siempre les separó de un padre tan distante, concluían las visitas a su casa esperando encontrarle a él y no a aquéllos. Se enorgullecía de esto, pero era consciente de la debilidad circunstancial de la amistad que le profesaban sus bisoños visitantes, que a medida que daban solución a sus inseguridades y vocaciones se alejaban de él o simplemente prolongaban sus ausencias.
T.B., al igual que Brell, tenía amistad con su hija, guapa y extremadamente delgada, quizás anoxérica, sordomuda, misteriosa y huraña, poetisa, y no tardó en conocer a M.: "Era un tipo interesante, raro.” M. la visitó en su estudio con maneras encantadoras y palabras estudiadas. Sutil como un rancio cortesano. No halagó las pinturas, pero tampoco se mostró displicente ante lo que no parecía entender. “Tenía un trato especial. Te hacía creer que eras más importante de lo que tú misma pensabas. De todo ello nacía una complaciente sensación muy estimulante, ¡y peligrosa! Algo que sólo he experimentado contadas veces."
Pero T.B. desconfiaba mucho respecto al entretenimiento intelectual de M. Se le antojaba como un artista de la nada, un virtuoso del pasatiempo estéril. Su conversación tan pródiga de mesuras y citas, sofisticada, le parecía inútil, un derroche escandaloso de tiempo. “Era... como un florentino.” A ella le recordaba esos pintores que persisten en ejecutar copias lastimosamente artesanas frente a las grandes obras de los museos, sin ningún propósito apreciable o digno de encomio más que alcanzar el dominio de una técnica costosa.
Quizá. En cierta forma, un ingenio que se vale del talento ajeno para manifestarse inspira desconfianza. [Y también M., en ocasiones, era cruel: "Barroca e idiota", tildaba la gran novela de...]
En aquella lejana exposición de T.B. vi a M. por vez primera. Ambos, sin conocernos en el pasado, cada uno por su lado, éramos amigos de la artista. Nos presentaron [Brulard] a falta de algo mejor que hacer en una sala completamente vacía y desamparada bajo la luz de los focos. Afuera llovía con fuerza, y la tarde había oscurecido de repente. La impaciencia que advertí en él indicaba que ahora ya sólo quería protegerse de la lluvia.
"Soy amigo de T.B.", se me ocurrió decirle. "Pero más aún de Brell, o eso creo", terminé balbuceando.
Indiferente a mis palabras, sin mirarme para nada, preguntó [falsamente] divertido, señalando con la cabeza las obras expuestas, si eran cuadros lo que colgaban de las paredes. Le contesté que eran pinturas.
"Estos cuadros son tan engañosos como las cubiertas coloreadas que titulan tantos libros", dijo tras un silencio calculado.
Me invitó a cenar (joven, con libros en la mano, me supuso de pocos medios, o solo, ambas cosas evidentes), negando así la supuesta indiferencia. A la salida del restaurante sugirió inocentemente una partida de ajedrez en su casa. Soy un pésimo ajedrecista, pero él era todavía peor. Aprovechó la lluvia de afuera para prolongar la velada buscando el desquite. Jugamos cuatro partidas y las perdió todas. Varias copas de coñac (francés, y caro) bastaron para mitigar la contrariedad.
El atolondramiento guiaba por entero sus iniciales entusiasmos.
Era un jugador lamentable, negado para cualquier tipo de estrategia intelectual, moral o personal. Eran previsibles sus errores tácticos. La molicie de una aventura privada, libresca, larga y ensoñadora, sin auténticos estímulos y despojada de sobresaltos le entumeció la clarividencia para infinidad de asuntos prácticos; por supuesto, para el mínimo asunto que escapase de sus consuetudinarios apegos y manías. Reconocía sin pudor que las incontables tardes y mañanas morosas pasadas en el sillón, el abotargamiento deliberado, le encanallaron el espíritu para todo aquello que no fuera el análisis sin más. "Me gusta imaginar de mí mismo que soy como un oculto testigo de algo..., probablemente de nada memorable, lo que sucede siempre a los demás", confesaba sin contrición. Celebraba las noches, que alargaba hasta el amanecer, el cielo cubierto de nubes, la llovizna que agrisaba la ciudad, el aire oscuro. "No entiendo el sol", proclamaba. Pero yo sabía que esa frase, como muchas ocurrencias de las suyas, buscaba el efecto repentino.
M. era de una lucidez desesperada. No se engañaba respecto al final que se escondía tras la última esquina. No temía la muerte ni el dolor. Odiaba la indefensión, la vergüenza de un cuerpo viejo y maloliente postrado en el derrumbe: la falsa pintura que uno acaba siendo del hombre que fue.
Un sentimiento de piedad peligrosa, como un pesar lacerante, me asalta inevitablemente al evocar la casa y los largos corredores repletos de libros, las amplias salas de techos con escocia y las cristaleras de color ámbar y fresa, las venerables estanterías de madera de cerezo combadas bajo el peso de los incontables volúmenes. El paseante de esa morada y esa rancia biblioteca parece surgir de las sombras del recuerdo, amenazador y colérico, con la mirada encendida de indignación: "¿Quién eres tú para poner nombre a las cosas o límites a su forma?"
Pensé en todo eso cuando Brell me envió desde Montes noticias que entendí enigmáticas. No podía yo presentir lo sucedido después entre lo solapado y lo inconcebible: la agonía mala, la muerte buena.
En la primavera, a finales de abril, Brell había recibido carta de M.
"Está enfermo y solo", me escribió él a su vez.
No agregaba ningún otro comentario que fomentase el reproche hacia una familia ausente y extraña: deduje el dramático alejamiento de los dos hijos de M., la clausura definitiva de la existencia agotada de éste para sí mismo y para todos.
Pero a Brell le estaba destinado acudir en salvación de M.: “Llevarlo de la mano al infierno”.
Esa textura única del alma del altruista... o del sabio.
(Brell, que ha de redimir su conciencia, más tarde o más temprano, en el olvido...)

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