miércoles, 17 de febrero de 2010

El sol (9)

Imaginemos que Brell:
A primeros de julio miraba los campos de trigo sacudidos por un aire abrasador.
("Volverán a sembrar el trigo verde, rojo, amarillo...", había vaticinado.)
Era un hombre delgado aunque de aspecto vigoroso, de ojos pequeños y hundidos de color claro, azul o gris. [D.G. habla de "una mirada de fuego". No he visto yo tal prodigio en nadie: cólera, exaltación, quizás odio... ¿Qué si no?]. Era un hombre que parecía distante o más allá de uno, inmerso en otras cosas muy sencillas o muy difíciles. La barba roja afirmaba un extraño rasgo de ausencia. Tenía la piel quemada por el sol. La ropa, de una cómoda sencillez, le venía ancha por todas partes. Exhalaba humildad; o no: una tímida rudeza de solitario. Olía a tierra y al aire del monte. Tenía algo de tristeza muy sano.
Hablaba el hombre como para sí. Brell lo entendió forastero: "¿Llevaba mucho tiempo en el pueblo?"
"Seis meses", había contestado con voz suave.
Un pájaro se ha posado en la rama de un olivo y, por un momento, se queda completamente inmóvil. Luego, de repente, dibuja un círculo en el cielo azul y emprende un vuelo fulgurante hacia el arroyo, al fondo verde del valle. El hombre lo sigue con la vista. No sabe qué pájaro es. Dice, y deniega con la cabeza: "Tengo mal los ojos. El sol me los ha quemado."
La luz de la mañana está en un apogeo extravagante, más que nunca despoja de matices al color.
[Brell] ...Tampoco ha podido identificar el pájaro.
A decir verdad, podrían... ¿hablar? [!!] Sí. Brell hace un movimiento afirmativo con la cabeza a la vez que frunce los labios (no ve nada bien desde niño: esa complicidad, a lo mejor, sirve para unirlos... En realidad, ve de una manera especial). El hombre, que no deja de mirarle a los ojos, hace un gesto idéntico, casi hermanado.
Una buena conversación facilita mucho las cosas. Son muchos los asuntos importantes que hay examinar con la cabeza fría.
V.v.G.:
"Era incapaz en Bruselas. Aunque todo eran inconvenientes: la luz era pobre, la gente, todos ellos, ponía objeciones a cualquier sugerencia mía. Sin embargo, me prometí que trabajaría mucho para conseguir lo que deseaba por encima de todo: tenía que olvidar el pasado... Más tarde, en Etten, cambió mi dibujo. Aprendí a ver. Constantemente me decía: ¡Ah, si pudiera pintar mejor! Mientras tanto, me resignaba a comer una ración de patatas con habas verdes, ¡y eso que nunca he oído un buen sermón sobre la resignación! El tiempo libre lo pasaba mirando carpetas de grabados en madera. Había reunido una buena cantidad de ellos. Era todo lo que tenía en este mundo. Me acostaba temprano. A veces, a las cuatro de la madrugada ya estaba en la calle; a esa hora, las cosas están todas en el mismo tono. Descubrí algo interesante: el color revelaba sentimientos en mí que no estaban antes. Por ejemplo, en Nuenen, el color era pobre, sucio... el tono de mi alma de entonces. Hubiera querido pintar a aquellos campesinos con la misma tierra que sembraban con sus manos. ¡Hubiera sido tan verdadero! Mucho más que esas puestas de sol convencionales, tan falsas y vacías, obtenidas con veladuras de cromo que resistirán poquísimo al paso del tiempo. Detestaba los cálculos de composición. Era sincero y salvaje. Yo seguía mi método. Estaba como en el futuro. Pero ya en Amberes uno de los falsos maestros me dijo despreocupadamente: dibuje como quiera, a usted no se le puede poner una camisa de fuerza. El tedio de las academias me enfurecía. Necesitaba respirar aire fresco. Me ahogaba. Estaré en el Louvre, le dije a mi hermano al llegar a París. ¿Qué hacer? No apartarse del camino. Inventar un alegre tapiz como fondo. Hay una vista desde lo alto de mi habitación, en la rue Lepic, un amanecer inquietante, la atmósfera mala... divisaba hasta las lejanas colinas de Saint-Cloud y Meudon. Pero algo me daba miedo. Poco adelanta uno pintando gladiolos y dalias, amapolas y rosas. Veía marchitarse todas esas flores... ¡Bah! Hago cosas más o menos tontas que siempre llego a lamentar. Tanguy me decía: todo hombre que gaste más de cincuenta céntimos al día es un maldito pillo. Yo iba mucho a Asnières... Pintaba y me emborrachaba con el bueno de Bernard, pintor como yo. A los 35 años tuve que huir de París. Era pobre y había fracasado. Era intolerable. Sin pensarlo demasiado me marché al Sur, pero yo hubiera ido al Japón, sí... He modificado todos mis prejuicios... Hay que tener paciencia, no desesperar...
"Yo nunca creí ser un pintor de paisajes. Me interesaba el ser humano. Es el contacto de uno con las cosas lo que realmente le hace tener ideas, más que mirarlas una y otra vez...
"Entregar el alma, tal vez... No, no, claro que no..."
(Otra vez vio B., a lo lejos, al hombre que descendía cárcava abajo:
"Tenía puesto un sombrero de paja, y una camisa roja, y miraba en torno a él con acusado nerviosismo, como si quisiera comprobar el efecto del sol en algún punto exacto del inmenso paisaje que le rodeaba. De pronto, dejó de caminar. La pequeña silueta, como una mancha imprevista en la naturaleza, parecía un trazo que reverberaba a la luz del aire, en la tierra, entre los árboles. Llevaba curiosos artefactos debajo de un brazo. Enseguida se puso de nuevo en movimiento. Seguí con la vista la figura menuda y algo estrafalaria hasta que desapareció por un sendero blanco de la solana, era como un punto que se empequeñecía más y más fundiéndose en la tórrida luz."
No le intrigaba demasiado... saber más de lo que debía. Tenía B. un auténtico hartazgo del retoque. Deja sin completar... etc.)
"Tengo mis leyes propias: éso es lo que hace sentirme optimista. Llegué a Arlés cubierto por la nieve. Era como un paisaje de invierno pintado por un japonés. Tuve que descubrir el sol... He visto cosas muy bellas. Ya antes de partir, conté que todo se resumía en encontrar en los colores la verdadera poesía... Y para eso está el esplendor del sol que aquí baña muy pronto toda la tierra, antes de la primavera..."
La ventana está abierta. Se ve una parte del cielo azul. Entra un aire dorado y limpio. En el interior la luz es diáfana. Brell bebe un vaso rebosante de leche fresca. El hombre destapa casi religiosamente el tarro. Con la hoja del cuchillo unta de miel blanca y densa una gruesa y esponjosa rebanada de pan.
Crepitan los caminos áridos, y el árbol, murmura la tierra, zumba la abeja: promueven la sensación más viva del estío.
"Aún en el desastre... la calma, esto es lo que yo me decía hasta el final..."
B.: "Afuera, bajo el sol intenso, el canto de la cigarra era de una gran estridencia. El tiempo estaba detenido como en un cuadro.
“Recuerdo que el bueno de Sócrates admiraba las cigarras, perduran verano a verano mientras todo se abate alrededor”, me dijo: Cantan todavía el antiguo griego..."
"...Pero, en fin, personalmente soy demasiado viejo y (sobre todo si me hiciera poner una oreja de papel) estoy bastante acartonado para irme de aquí." (V.v.G.)
Después de esto B. ya no vio nunca más...
Terminó por olvidar al hombre serio y adusto, que sólo salía de casa cuanto más temible se mostraba el sol del verano, se perdía entre los árboles y... sin cortapisas, sin...
También él se sentía un poco más viejo, pero no más triste.

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