martes, 23 de febrero de 2010

El testigo (3)

1937. El invitado ya anda cerca de los cuarenta años. En realidad, vive como un adolescente a la sombra de los padres, sin separarse de ellos en las continuas mudanzas de un barrio a otro de la capital, pues la familia cambia cada pocos años de domicilio. Esto no le había asombrado lo más mínimo hasta ese momento, tan natural le parecía prolongar ese tipo de unidad familiar. Siempre ha sido un hombre rutinario, a cubierto de las asechanzas del mundo bajo el escudo del hábito y la costumbre inalterable, hasta pegajosa. La salud de su padre, prácticamente ciego, algo que más tarde o más temprano ha de sucederle a él, declina con rapidez. Ahora se ve obligado a buscar un empleo cuya remuneración sea mucho más elevada que la que proporcionan las revistas literarias en las que colabora y los trabajos periodísticos de poca monta, sucintas biografías y reseñas, que publica en diversos semanarios, puesto que los libros de poemas y los cuentos no devengan beneficios en absoluto. Pero su falta de coraje, su aprensión hacia todo tipo de cuestiones prácticas lo ha inmovilizado en una secreta apatía desde adolescente, lo que le invalida para cualquier trabajo manual y aún de cierta clase intelectual más allá de lo literario o las diversas traducciones que le solicita alguna editorial amiga, como Sur. De otro lado, carece de titulación académica: una institutriz contratada por su madre durante unos años, la escuela primaria bonaerense y el colegio Belgrano, de los que salió con más de un coscorrón propinado por sus compañeros merced a su cursi vestimenta y melindres de niño ilustrado, y el bachiller cursado en un licée suizo, en su primer viaje a Europa, constituyen todo su bagaje oficial de estudios. En el instituto ginebrino sucedieron dos acontecimientos trascendentales: se descubrió como excelente latinista y consiguió la amistad de Abramowicz, un joven judío de origen polaco, más tarde abogado y comunista; a él dedicaría, setenta años más tarde, una de las más memorables elegías que se han escrito en el mundo (…entrar en la muerte como quien entra en una fiesta…). No ha asistido jamás a una universidad. Es un autodidacta (que al final de su vida acapararía doctorados honoris causa recibidos con todas las pompas típicas en los principales paraninfos). Por este tiempo ya es un escritor de prestigio y su nombre se extiende por los cenáculos literarios porteños, y, sin embargo, carece de medios. La fama, tan limitada fuera de ese ambiente, le procura muy discretas ganancias económicas. Y se hace imposible vivir a costa de la exigua pensión del padre, cada día minusvalorada por la inflación galopante. Pero trabajar ¿en qué? Por entonces ya le han sometido a tres operaciones de los ojos (todavía sufrirá otras tantas que no han de impedir la ceguera). Tres años antes, en el invierno de 1934, había programado con calculada minuciosidad su suicidio en la habitación de un hotel. Para ello compró un revólver, una novela policíaca que leería antes de pegarse un tiro y se bebió un par de copas de coñac (él,que sólo bebía leche). Afortunadamente, al final ni lo intentó siquiera. Prefirió escribir uno de los libros más destacables de su bibliografía, en cuyo prólogo de la reedición de 1954, veinte años más tarde de la primera impresión de volumen, afirma que lo “ejecutó un hombre asaz desdichado, pero que se entretuvo escribiéndolo”.
Sin saber qué hacer ni en qué trabajo emplearse, apela a los amigos buscando una solución. Las recomendaciones no tardarán en llegar. Entretanto el anfitrión, al que hace unos años que conoce, en un rasgo de comicidad (a ambos les caracteriza ese don), le brinda la posibilidad de ingresar en el mundo publicitario y le invita a redactar conjuntamente un folleto seudocientífico sobre las bondades del yogur y la leche cuajada para una de las empresas de su familia, “Lecherías La Martona”. Les pagarían 16 pesos por página, de un cómputo total de dieciséis. Lo más sorprendente de todo aquello fue que el anfitrión no dudó en declarar años más tarde que aquél trabajo supuso para él un “valioso aprendizaje”. Y añadiría en un gesto de excelente humor de sportman: “Cuando acabamos la redacción yo era otro escritor, mas avezado y experimentado”. Luego de esto, entre varios amigos y el mismo anfitrión lograrían introducir mediante el simulacro del empleo remunerado a aquel hombre medio ciego en uno de los paraísos que el destino iba a negarle como disfrute propio. Antes de finalizar el año el invitado ingresó como simple auxiliar en la biblioteca municipal de uno de los barrios más grises y lóbregos de la urbe. (21).

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