domingo, 21 de febrero de 2010

La heroína (10)

Se azogaba mejor el lecho del río a medida que la imponencia majestuosa de Notre-Dame se hallaba más próxima, de las aguas parecían surgir los contrafuertes, las torres, la aguja celeste, la corona de espinas, los rosetones y los pináculos. Una recóndita villa marina y antigua parecía elevarse entonces fragmentada y brumosa.
Ciudad llena de música. Si place tan armónica arquitectura, se oye su alma. Lo declaraba convencida de un sortilegio que nada tenía de pacato. Sin embargo, su entusiasmo, tan débil, declinaba con rapidez frente a la rudeza de la tarde crepuscular. Hacía esfuerzos por animar un paseo entre las figuras y los emblemas góticos de un trazado medieval que era como un largo pasillo a la congoja de saberse en un puro tránsito a épocas todavía más crueles y oscuras. Era, en definitiva, una conmovedora excursión a través de edades hechiceras pero muertas, de un espectáculo concluso muy triste en el fondo.
Veía yo los colores: estampas de otro tiempo. Era imposible negar la destemplada grisura que pronto atenazaba las piedras y los ventanales, los campanarios y los tejados, los áureos chapiteles y las agujas dirigidas a un cielo inescrutable. Se desvanecía la luz dorada y yerma del sol en declive como una estela que viniera de muy lejos a morir en ese lugar de desencuentros.
Entonces, yo le hablaba incansablemente de unos años que precedían a la cólera de hoy, disimulando el derrumbe físico y la locura deliberada de ella. Me escuchaba sin mirarme, con los ojos fijos en algún vitral, o en un ático iluminado, o en el cielo mudo y frío. De repente, ni siquiera la notaba a mi lado. ¡Qué mudanzas!
¿Sentía cansancio...? Negaba con la cabeza, sin decir palabra. Recorría solitaria un magno derrotero hacia adentro. Su itinerario interior desplegaría minucioso todas las malas estaciones. El dolor debía ser indescriptible, pues ella aún no sabía del todo que iba a matarse.
"¿Te encuentras bien?".
Y medio me sonreía sin recelo [perfectamente desdeñosa...].
(Recordaba ella: -Brell...-
-¿Brell?-
-Aquel Brell...-
-Brell, que amontona mierda de cabras...)
Dirigía yo las idas y las vueltas del paseo, temiendo que la noche, aún lejana no obstante, se nos echara encima con su aire helado y negro.
¿No quería ella hablar...?
Rumiaba malas ideas, trucos para escabullirse. La dejaba inmersa en su contienda, retrasaba el paso, que doblara la esquina y desapareciera de una condenada vez. Me obligaba a retornar a un pasado de humillaciones o glorias, de pureza o desgracia, pero intolerable. Yo deseaba mantenerme a salvo de una desesperación demoledora... "No vayas a ponerte furioso...", me decía a mí mismo, mirando torvamente a mi alrededor, "Va a escaparse, la perderás de vista de una vez por todas..."
Pero no siempre huía o dejaba yo que me diera el esquinazo...
Antes que la oscuridad nos entristeciera por completo, decidía regresar al apartamento: "Se hace tarde...". [¿Para qué...?]
T.B., de forma increíble, no daba muestras de fatiga. La ocultaba exquisitamente, como se esconde la auténtica aflicción.
Repetimos a menudo aquellas salidas vespertinas, cada vez más callados e íntimos. La costumbre, pensaba yo, es la única cosa cierta a la que termina uno aferrándose. No puedo olvidar aquellas tardes moribundas, pétreas y cansinas, a lo largo de avenidas y calles que eran como pasajes a otro tiempo de aventuras más recogidas y vaivenes sentimentales que fueron más admirables. A eces, muerta la esperanza, una ilusión efímera brotaba como de la nada.
T.B. disponía de dinero, y lo gastaba sin pudor. Siempre lo hizo de ese modo. Compraba grabados muy caros (y otros muy baratos y divertidamente falsos) en algún bouquiniste atiborrado de libros mediocres y bobadas. Pero a ella le fascinaba la mercancía que atesoraban los tipos oscuros y ceñudos que, parapetados entre láminas de colores pálidos, reproducciones de época y volúmenes descabalados pero con nervios en los lomos de piel fingían una identidad de acrisolada sabiduría: lebreles eran de las culturas rancias de los siglos pasados. T.B. otorgaba a aquellos sucios y variopintos antros una categoría de aventura intelectual y artística que se me hacía difícil comprender.
Observaba los volúmenes volcados con los títulos al descubierto, ante la absoluta indiferencia del librero. Al rato, señalaba uno de los ejemplares. No insinuaba la menor intención de afrontar un regateo indigno: podía ser una edición olvidada de alguna novela bien impresa décadas atrás en Grenoble, Tours o Rouen. Así que señalaba con el dedo, camuflada por la capucha de la trenca: "¿Cuánto?", preguntaba, casi sin importarle la respuesta. Cogía el libro y pagaba. (No había tanta candidez en otras compras, mucho mejor tramadas. Logró con extraordinaria facilidad (de la que todavía me asombro) una litografía de las que ilustraron originalmente la obra de Hoffbauer, impresa por Firmin-Didot, a un precio muy razonable.) El placer de la adquisición estaba sin duda guiado por el goce estético de la posesión (el viejo y grueso papel amarillo, la piel sobada, la letra de oro quemada por el tiempo...), que no tardaba en disiparse, mucho más que por la expectativa intelectual que generaban unas páginas o una impresión artesana. En cualquier caso, sé que ella ya no tenía desde años atrás ninguna afición por el objeto. Satisfecha la pronta ansiedad, el desprecio era manifiesto. Todos los libros, grabados y alguna otra bagatela que compró durante nuestra permanencia en París acabó regalándomelos.
[Hoy.: enmarcada y colgada en la pared, por encima de la pantalla del ordenador, tengo la auténtica litografía del Hotel de Ville, por Charpentier, y guardo en un cajón del escritorio un pequeño volumen en piel de François le Champi (¡primera edición!), que me regalaría con una malvada y obscena dedicatoria francamente irreproducible. 5/05/99. Hoy, que releo Hem., para detalles. La traducción de Ferrater... En fin. (Contrasto edición A Moveable Feast, Ernest Hemingway Ltd., Nueva York, 1964) Hem: “teniendo hambre llegué a entender mejor la pintura de Cézanne...”]

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