lunes, 22 de febrero de 2010

El sol (10)

No..., no sabe pintar. Brell andaba despacio y torpe por las empinadas y estrechas calles del pueblo. Siempre, a pocos pasos, el rumor del agua, la montaña delante, el caminito imprevisto y obligado que aparecía enfrente y descendía hacia la frondosa vegetación, se detenía ante un corral de piedra negra o conducía a la acequia oscura que serpenteaba entre nogales enormes y olorosos, bajo sauces y helechos fresquísimos.
Estaban las voces, el susurro. Estaba el compás del tiempo, una cadencia morosa sólo interrumpida por el corte primario pero rotundo de la mañana, la tarde y la noche.
Está el alboroto del ave que anuncia el amanecer de paja y de piedra. Suena la pesada campana de la iglesia. Después: la sombra corta y tenaz del mediodía, la sombra alargada y dorada de la tarde. El ladrido del perro nocturno acuchilla a lo lejos el grave silencio del monte: a solas, atado y esclavo, con desesperación, arroja de sí su corta y furiosa biografía.
¿Y este Brell...? Callaba su soledad instalado todavía en la esperanza, aunque, de momento, lamentablemente, no se piensa útil para nada.
He traído además un gran dibujo.
El pan, tierno y caliente, es un goce primitivo, casi obsceno, secreto del todo.
Guisa un pobre alimento sobre la llama entreazulada de un hornillo roto.
Compra una garrafa de vino a granel. Bebe en un vaso pequeño de cristal, que se entinta de un rojo espeso y se hace extraño.
La forma de la vida prevalece sobre toda abstracción, sobre todo pensamiento esquinado del Brell cabizbajo y hostil. Una monotonía uniforme del tiempo, y el pensar a veces que todo es un estatismo persistente, y es inútil (cuando mira rastrojos quemados, la parva al borde de la era antiquísima, el pedregal abrasado por el aire, la nube de polvo, la desnudez tremenda del tronco muerto, el cielo árido o blanco como el terror…). No sabe pintar.
El sol amarillo, el monte azul, el hombre verde, el camino de tierra roja. Hay una tapia vieja que se cae a trozos: cuando le da la luz de poniente parece de oro. Todas las tardes, a deshora, cogiéndole desprevenido, cruza la ventana una nube rosa, entre azules y blancos mustios.
Piedras y casas, plantas y sembrados, los árboles, los regajos de agua, configuran la escena. El sol en lo alto. La tierra calcinada o fértil, y el humus fresco y fecundo, que vive y airea de noche su fragancia escondida. El aire de milagro.
Todo tan distinto y tan lejano que no había sido posible concebirlo antes.
Va a apresurarse la vida aquí, y va a ser una multiplicidad de formas, la polisemia de un abierto vocabulario de sensaciones de vida... o de muerte.
En la vida del pintor, tal vez la muerte no sea lo más difícil de obtener.
[V.v.G. ha nacido en un país lejano, frío y oscuro... Pero evoca no sin melancolía en los peores momento de su estancia en Arlés la poesía del brezo auténtico, el sendero y la planta del jardín de la casa de Zundert... Siempre se pareció este artista obrero, hasta el día de su muerte, a un campesino de esa tierra de landas y cielo negro.]
Ya no es un lugar vacío. La noche de plenilunio palpita de modo especial, le trae un antiguo recuerdo de primavera, o la pesadumbre de una tarde lluviosa de otoño, cuando era un niño en la gran ciudad y miraba a través del cristal de la ventana cubierto por deslizantes regueros de agua las aceras desiertas; luego, la noche limpia y clara traía un luna gordísima y resplandeciente. Recuerda sus años párvulos, entonces el ojo miraba por vez primera y esculpía en su cerebro blanco la imagen nueva, nítida y precisa para siempre, el molde de todas las vivencias de después.
Un viento cálido, el chorro de agua pura, con el sabor de la infancia, el viento verde, las paredes azules, las voces lejanas en el atardecer, y, de repente, el lugar se ha poblado. (Hacía meses de eso..., etc. No va a desvelarse ahora, no. Sólo tiene ese lugar. Bien abiertos los ojos hasta el otoño anegado de charcas. Olvida tu maldita infancia.)
Va reconociendo un montón de rostros, sabe nombres. Unos serán modelos, otros...
Aparecen hombres, mujeres y niños por todas partes. ¡Qué elenco entre piedras viejas y sucias!
Comprendía cometidos del que se dedicaba a la tierra y también del que comerciaba con alguien de algo. Comprendía al que callaba, y al que le dominaba un afán dramático, y al que iba muriéndose sin darse cuenta.
Pronto se sabe quien ama, quien es codicioso, quien se engaña, y de algunos odios y ridículas pequeñeces también se sabe.
Existía, a pesar de todo, una ciencia que a cada cual colocaba en su lugar. Hay unas leyes bien aplicadas (trazo, color, perspectiva) que ilumina una realidad coherente de aquel mundo, la maraña de imágenes tiene sentido. Hay una apariencia... perceptible. Un dibujo...
"Adquiere Montes una fisonomía...", me dice en una carta que he perdido. [B. se sentía más seguro. Estaba en su casa... (como en su casa).]
Más razones tenemos de sentirnos cerca de los artistas que de los cuadros...
Acababa julio. Mudaba cien veces la luz. ¡Qué se le va a hacer!
Para Brell todo era un inmenso cuadro de colores violentos y de un trazo muy enérgico.
¿El fondo de qué?
Parece que Brell es otro. Las cosas, pues, deben de ser otras. El lo cree así.
Prefigura las visiones. O no: eran viñetas.
Esto renueva la eterna cuestión: la vida, ¿es enteramente visible para nosotros...?

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