lunes, 8 de febrero de 2010

El sol (6)

Brell no acabó jamás el encargo sobre Van Gogh. Fui yo quien concluyó ese texto abusador, de tosquedad divulgativa, y lo hice aceleradamente, pues a punto estaban ya de postergarse de nuevo las albricias. Multitud de exposiciones, conferencias, seminarios y reuniones culturales se programaron a lo largo de aquel año torpe y funeral, que eran como un homenaje falso a una biografía calamitosa. La pretensión, proclamada con descaro, era conmemorar el centenario de su muerte trágica. La realidad era conservar una ostentosa reliquia de buenos dividendos. Se honraba (con escondido interés) un sepulcro celebrando mediante salvas festivas la memoria de un pobre diablo miserable y quejica, pues otro era el artista lamentablemente anónimo e intratable que permanecía en el desconocimiento. El suicidio (de un dios, un diablo o un creador) y la fascinación de su tajo dramático convocan el fausto y la ocasión litúrgica.
Algunos de aquellos eventos no ocultaban su naturaleza de exaltación o el entusiasmo beato. Otros concursos, muy calculados, perseguían fines mucho más sutiles que disfrazaban la alambicada y paciente urdimbre financiera. Como quiera que sea, devenido espectáculo el arte y coartada plural de significaciones múltiples pero casi todas extrañas en gran parte al hecho creativo y al proceso de éste, la pintura de Van Gogh le falsifica a él mismo y lo enloda de unánimes admiraciones en un siglo de falsa pleitesía y de criterios fácilmente desorganizados.
El breve opúsculo anónimo y pedestre lo ultimé yo a partir de las notas y los escritos deslavazados de Brell. Publicado al socaire de la patraña conmemorativa pasó del todo inadvertido. Dudo que proporcionara alguna luz a una vida de sombras y geniales rarezas. Del fárrago de sus prescindibles páginas sólo destaco tres cosas de alcance quizás recordable.
La primera de ellas se debe a la mínima intervención de Brell. Ante un paisaje bañado por el sol, donde aletea por fin el espíritu del artista transfigurado, una tierra, un cielo y un color de furia desatados, desnudos de maniobras y aspiraciones veniales (amarillos, sienas, un aire de cobre, unos azules cobalto que dañaban los ojos (...) algo hay que sugería otra muerte u otra vida, el castigo o el olvido perfecto...), Brell anotó en un margen del folio en forma de cita de uso: Esta es la casa del mundo.
La frase me perturbó al principio; luego, caí en la cuenta de su hermoso significado, tan lejos realmente del pintor y tan cerca del propio Brell.
Señalo de importancia la segunda de las posibles relevancias que se colaron gozosamente en un texto tan indeciso y prostituido: su deliberada (y no descubierta) ausencia del panegírico y la velada denuncia a la libresca y mercantil necrofilia que se avecinaba. La conclusión de la desdibujada tesis se resolvía, creo, sin equívoco: es digno de enaltecer un magnífico intérprete de su propia pasión y duelo humanos que a sí mismo se referencia a través de la pintura, luego la autenticidad de su arte es máxima y original su aportación. Ni a uno ni a otro lado mira a hurtadillas en el momento de la creación: es primigenio su discurso, en el tiempo tendrá potestad.
Por último he de confesar los secretos homenajes hacia el pintor que concernían a célebres poetas de universal reconocimiento, y que insertos en forma de acrósticos yo había diseminado sin ningún pudor a lo largo y ancho del texto.
Tardé mucho en decidirme a terminar el trabajo confiado a Brell. Malamente pude resolverlo tres semanas antes del plazo estipulado. La cantidad total del dinero comprometido la cobré yo por entero. Se negó en redondo a aceptar cualquier otra proposición.
Ni él ni yo vimos nunca el libro publicado. De hecho, Brell ni siquiera quiso leer el manuscrito una vez puse el punto final.
Me envió una insultante nota, desde El Siglo, cuando todo se había decidido. No se entretuvo en averiguar los aspectos menos censurables de una "divagación desdichada y mercenaria..."
Apenas traspasó, pues, la casa del mundo. Las páginas iniciales de su trabajo, los datos y el acopio de información diversa (sobre todo una nutrida selección del epistolario del pintor a su hermano) no eran una materia investigativa aconsejable. El conjunto documental hubiese obligado al análisis apasionante pero de inevitable digresión. Se trataba de reseñas y textos expurgados de una variopinta colección de publicaciones, desde el descuidado artículo periodístico de relleno hasta la interpretación de método más universitaria y ociosa. Otros libros resumían con mayor o peor fortuna las vicisitudes del artista; y aún había otros que pretendían dirimir el genio artístico desde la locura o el desorden emocional. Entendí que el pródigo inventario del que se había aprovisionado Brell era perfectamente prescindible al pensar cual era el destino de la monografía y la sórdida intención que lo animaba. Estoy casi seguro que Brell no utilizó nada en absoluto de la improvisada bibliografía. Las escasas páginas terminadas y las notas, así como otras breves frases escritas aquí y allá, no dejaban creer otra cosa. Brell eludió, tal vez con sabia inconsciencia, apelar a fuentes contrastables. Optó por la tarea de la imaginación y la alocada complicidad de lo intuitivo. Me sorprendió mucho la ingente cantidad de reproducciones de la obra del artista que había acaparado, pues, como luego pude comprobar, la compilación incluía decenas de cuadros que eran en su totalidad desconocidos para mí, en especial el repertorio de fascinantes bodegones de vida muerta o lienzos poco divulgados que mostraban los objetos tristes e insólitos de sus personales nostalgias.
El legado me permitiría en su momento configurar una cronología subyacente de manifiesto carácter psíquico alternativa a la meramente pictórica, ya que pude inferir que la práctica artística del pintor, sobre todo en sus últimas obras, obedecía, a instancias de un dominio y equilibrio atormentados, a un martirio consentido. Era un hombre abnegado de profunda humanidad. Era más que un pintor. El símbolo no era el color: era él. A salvo ya de sus periódicas y desoladas caídas en la confusión, en los momentos que esto sucede, se entrega a una creación cuya pureza cromática, más allá de la lucidez, repudia el capricho o cualquier otra tentativa de apropiación de la realidad basada en la soberbia o la ambigüedad, y no teme las tintas mezcladas o las fórmulas astutas del pigmento. La química no le arredra. Es el sumo artista como hombre, desnudo de referencias, el que crea y revela su plástica de novedad, y en modo alguno el envanecido enfermo que da rienda suelta a una energía y euforia desbocadas mediante el primitivismo más obvio. Su arte es básico por nuevo. Un arte difícil y simple. Humano. Pero... lejos queda de lo elemental:
"No era la locura la que dominaba la vida del pintor, ni el delirio ni el fracaso, ni el desamor y la soledad; no eran la miseria y la tristeza moral las que larvaron su pavorosa andadura humana y artística. La salvación redentora que buscaba a su desasosiego, que a la vez justificaría su lugar y su nombre en el mundo, la propiciaba el acto creador de sí mismo, mas no como una romántica entelequia de conocimiento y transmisión a los demás de sus vislumbres e individualidad mejorada por el arte: se salvaría por la pasión y la fe que había puesto en todo ello. A él le bastaba así. El aporte de su crucial singularidad a la pintura... es accesorio. Sólo a él le estaban reservadas aquellas iniciales, puras y únicas visiones. Lo otro..."
Las líneas de Brell muestran sin ambages la arbitrariedad de un juicio subjetivo: prevé las causas de una poética y se lanza confiado a la declaración sectaria que ello conlleva, pero yo... las suscribo por entero. El texto nos convoca sin remilgos a la creencia, casi altanera, de hallarnos ante un sujeto que escapa a definiciones moderadas tanto en su vida como en su obra. Ni Brell ni yo ignorábamos desde hacía años muchas de las conclusiones que Van Gogh, humilde y perdido a la vez, extrajo de sí mismo como artista. Pintar era para él como una galerna en el seno de su espíritu débil. Arriba a la pintura por defecto, y su misma tribulación como hombre lo convierte en un artista genial. Es algo que todavía hoy no acierto a entender, puesto que contradice una razón que me parece consustancial con la génesis de toda gran obra: la de que ha de existir una voluntad previa que exima de los errores o aciertos del pasado artístico. La notoria impotencia de Van Gogh apela más a su condición de hombre que de artista y, sin embargo, parte de aquélla para revelarse como tal. Como no sabe hacer ninguna cosa, decreta la fanfarronada: seré un genio. Su mundo es nuevo. Su arte es nuevo: instaura una casa encendida [sic B.] que le preserva de una conciencia tan dramáticamente expuesta al rigor de sí mismo. Esto obliga a racionalizar la dimensión de su arte, a valorar sus logros con cautela. Debería sobrar la exaltación, cuando el cuadro nace transfigurándose de un lenguaje sabio, disciplinado y muy antiguo.
"... y entonces dejo de sentirme y el cuadro me viene como en un sueño..." ¿Debo entender que la imagen quedaba prefigurada por la inconsciencia, cuando menos por la improvisación? Prefiero un Van Gogh que hurga en la paciencia para engendrar el talento. Menciona la frase de Flaubert en una de sus cartas. A veces, pintando, es tan candoroso, tan simple y sincero celebrando su emoción, tan poco sustantivo de línea y poco precavido en su trazo, que no puedo por menos de pensar en la perturbadora presencia de una excesiva alegría que embrolla todo el cuadro. Parece blasonar sin recato su inocencia. Es muy posible que se sintiera transportado por un deleite incontenible, embriagado de vehemencia. La naturaleza, su huella clamorosa, lo embelesaba. El era el radiante testigo (con la mirada de un niño) de una conformación muy dotada de sentido y susceptible de ser legada como testimonio. En una palabra, no descarto que la urgencia de la creación gestara el ejercicio espontáneo en numerosos cuadros del artista, la misma sorpresa, sino invención, del suceso plástico."
Comprendo los interrogantes que Brell se formulaba al comienzo de su trabajo. No había duda de que hallar las respuestas a aquéllos clarificaría en gran medida el sistema de análisis así como la perspectiva procesual de acercamiento. El método sería la causa primera de afinidad con el hombre y su misma creación. La forma del texto dependería del grado de comprensión de un arte total e indemne de influencias.
Nada esclareció de VG. Lo había dejado todo a medias. Sus referencias bibliográficas a mí no me servían. No lograba ver nada significativo en sus notas y acotaciones. Sin el menor orgullo, yo había optado por la placidez impresionista, así que estaba de más toda investigación seria, cualquier contaminación, digamos, de exégesis estética.
Su abandono declaraba la incapacidad, o el desinterés; desdén, no creo. ¿Miedo...? Su actitud de después rayaba la ofensa: jamás profirió comentario alguno acerca de mi trabajo. Del que se había desentendido sin remordimientos. Aunque su indiferencia, deliberada o no, era perdonable: lleno de prejuicios hacia un tema al que se sentía íntimamente muy ligado, el encargo debió haberle causado múltiples vacilaciones. T.B. tenía razón: Brell desistió de seguir adelante. ¿Para qué buscar un pretexto convincente, cualquier motivo que lo exculpara? Ausente y lejano, sintiéndose libre, se desembarazó del compromiso sin más ni más.
Sintió la necesidad de agregar una observación, superflua a todas luces, al voluminoso paquete de libros y reproducciones que me envió cuando acepté concluir el texto:
"No busques el dato definitivo, ni tan siquiera el hecho biográfico inédito. No he dispuesto nada en ese aspecto. Con suerte (y la necesaria lucidez) hubiera indagado en las parcelas menos artísticas. Me atraían la sordidez de sus días solitarios, torturados y gratuitos, sus constantes alarmas, ese no saberse nada más que juguete de una fuerza desconocida que le coaccionaba en todo momento a la premura de la invención y que faltamente le maltrataría hasta la muerte, el desesperado y súbito conocimiento que intuye en el tema de la tierra, a salvo de una memoria previa... Me perturbaba el doble suicidio, social y artístico, de quien se sabe distinto (anormal) y acepta el riesgo de su diferencia hasta el castigo: él conocía de sobra el desprecio contemporáneo hacia su labor. Quería ver todo lo que a mí y a miles de millones de seres nos hermana de universal cobardía. Quizá se trate de una predestinación insalvable. Somos comedidos y vacíos. Invocamos hasta a dioses ridículos con tal de no perder ni la mesura ni el decoro. Orlamos la aventura de riesgos calculados y clausuras vergonzosas. Van Gogh, no. Cada uno es lo que es.
"Pero ¿y si al cabo ese pintor tan sólo era producto de su intrínseca ineptitud, de su miseria y de su falta de equilibrio, tan igual y ladino como todos pero extraviado en un delirio disciplinado? ¿Y si el genio suyo es la consecuencia de una disfunción, de su mismo rechazo y obcecado enfrentamiento a su calidad de hombre vulgar, de su repulsa a una vida socialmente correcta, de su miedo e incompetencia a todo...? Biografías definitivas como esta terminan engañándonos mediante espejismos fuera de lugar..."

No hay comentarios:

Publicar un comentario