domingo, 14 de febrero de 2010

La heroína (8)

¡Qué plástica meléfica y complicada! Avisaba de un pesimismo esencial y angustioso, pero a la vez concluía atestiguándose a sí misma como la imagen de un pasado que en nada debía malograr los días, los trabajos y las buenaventuras (o sólo una leve dicha) por venir. Una lasitud invencible comenzaba a apoderarse de mí. Las imágenes de en derredor se difuminaban cada vez más turbias, como si al cabo viniesen vagarosas y sin precisiones de cualquier lugar del pasado, y, ahora, detenidas en la ambigüedad, se anclasen en el presente y el futuro de otra dimensión, pero desganadamente. Otras visiones más perennes iniciaban su conformación espesándose de manera gradual de un fondo que no era de mí mismo y que me atemorizaba... De ellas ya surgían vivos rumores, aunque todavía apagados, las voces distraídas, muy mesuradas, los diálogos interminables.
Llevé la taza a los labios. He aquí que bebo el líquido tan caliente y aromático, toca éste el velo del paladar: apacigua un alma miedosa del frío, anhelante de la serenidad (ser de otra potencia).
Nace el gigante de mí... (Nacer yo de él.)
Pensé que hubiera querido ser el mismo siempre... Y haber estado allí, que era ningún sitio. Un tipo sin historia y sin conciencia. Sin sufrir cambios de ninguna clase. Sin tener aspiraciones de nada. Vivo o muerto vagaba por el espacio con el sabor de la tisana en el paladar, sin tener que afanarme con el cuerpo a cuestas tan innecesario y funesto. Sin la locura, pero también sin arrogantes certidumbres. Desnudo de obras, y sobre todo de su cavilación... Sí, había un tiempo verdadero, no el tiempo inventado de los hombres, ornado por la memoria o la imaginación (sitios, personas y actos, pasiones, otros enriquecimientos...).
Estar allí... Pero en otro momento, lejos de la angustia y el miedo. Y también sin T.B., sin ella, sin ella para siempre...: como ahora que no existe, solamente con su recuerdo, que a veces daña, y a veces no. No creer nada... No ser.... O ser producto de una ajena invención, un personaje apenas esbozado por otro, intuido apenas... Y saber que pasamos en el tiempo como si éste fuese un túnel de sombras y luces, de noche y de día, como una ráfaga impresa en la memoria de algún ser enfermizo y artificioso, tan pequeño y humilde como nosotros, y que todo se reduce a eso: no una emoción o una piedad, una pesadumbre, la impostura del sentimiento, el martirio del amor, o la ambición mala, buena remembranza acaso... No, sólo ficción.
(...)
Estaba su cuerpo.
La miro cómo se mira ella en el espejo de agua, una lámina tersa de soles de plata. Se imprime su cuerpo en el fondo testarudo de la imagen falsa e infinita. Veo su carne macilenta, un escueto volumen que acaba desparramado en el pubis de araña. El rostro alargado del espejo devuelve la mentira de su forma: una mujer, una insondable diferencia. No existe. Brota del reflejo de un sueño de olas y nubes blancas. Su apariencia está a punto de desvanecerse tras el engaño ingenioso. La modelo de palabras, a ella que habita en los vastos desiertos de los espejos negros de la náusea.
Se mata esta heroína. Su sustancia es ya como el polvo de la ciénaga. La metáfora de su condición son los ojos muertos, la piel herida, el tedio de la sangre, el hastío fúnebre de nacer día a día para la nada.
Liba del licor blanquísimo donde reconforta...
¿Qué mira en la hondura de ese lago azogado de malos recuerdos y pasadas vergüenzas? ¡Qué pasmosa biografía de terror y cansancio deja atrás esta adicta de la desmemoria! Antes de morir, pues...
Así que... ¿recorro ahora las calles y acabo en los lugares exactos? Permanece el recuerdo por mucho que tu prisa fugitiva y miedosa te ahuyenta a zancadas del pesar: he huido, la he dejado en su región de agua y de fuego contemplando la máscara de su cara enferma en el azogue engañador. Todavía he huido más lejos, hasta el mismo futuro, hasta hoy, hasta el ahora de hoy donde escribo sin remordimientos. Pero aun tan lejos, la recobro a ella liviana y moribunda, ajada y proscrita, zarandeada por feroces escalofríos y calenturas repentinas en un apartamento escondido de un París invernal, blanco y calladamente cruel.
El temblor ininterrumpido de la artista vencida me conmueve y me despoja de enterezas: la veo en su convulsa desnudez pálida y abyecta, mojada y huesuda, indefensa y silenciosa, sacrílega y suicida. La baño una y mil veces, me aterra su pobre carne acuchillada por los puñales de los huesos casi mondos, a punto de descarnarse, y sus grandes y profundos ojos despavoridos me laceran el alma cobarde. No me atrevo a tocarla, y la toco con el cuidado de la brisa lamiendo el pétalo. ¿De veras por algunos cuerpos fluye sangre? Aguardo su desmayo, la derrota aplazada de los dos. Me muero con ella.
Está extenuada. Su débil respiración, casi exangüe, apenas turba su pecho. Le seco el rostro, toda la piel, el cabello rojo y las manos de mármol, el cuello de cera tan frágil, la envuelvo en sábanas blancas, limpias y tibias, rebosantes de olorosa agua de colonia. Me siento junto a ella. Poso los dedos sobre su frente de sepulcro. Vigilo la fiebre, el sueño, mi miedo.
La noche que temía... [Las palabras de Aleixandre: historia del corazón. La noche empezaba, la noche larga... Aquí, en el borde del vivir. C. 1953... La noche... que desnuda también.]
Mientras, la luz madura y densa está a punto de caer definitivamente de la ventana ovalada como un fruto marchito de colores viejos. La penumbra se aposenta en la alcoba dibujando sombras mortecinas por los rincones. Somos, que ella ha abandonado el mínimo perfil angustiado en mi regazo y mantiene los párpados cerrados, un pompier de alegórico martirio, una piedad, una pintura torturada y suspendida en los hilachos espesos del crepúsculo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario