martes, 9 de febrero de 2010

Muerte de M. (fragmento 42)

Veo a B. sentado en un extremo del sofá, inmerso (lo sé) en una quietud expectante: era él mismo la causa del agobio. Se supo pequeño y poco a poco sin sangre, atontado. Recuerda a... [Contrasto en H., la mujer del hotel, bañada por una luz imposible, con la única prenda de la pálida combinación de un rosa desvaído, con la cabeza inclinada, las piernas desnudas, blancas y flacas...], ¡pero B. sin el grueso libro sobre las rodillas, eh! (los verdes, los violetas, los amarillos, los blancos, el tímido azul..., todo eso, sí). B. podía estar callado todo el tiempo que el otro dispusiese. Las manos tan inocentes a los lados. A punto para el viaje.
Hay una mesa baja de madera oscura, muy pulida, a un lado del sillón, pegada a la pared. Hay objetos encima, al alcance de la mano. B. adivina qué clase de utensilios y qué clase de sustancias se enmascaran tras la ingenua apariencia de domesticidad del vaso, del frasco casi diminuto, del enternecedor mantel de ganchillo que cubre sólo el centro de la superficie oval de marquetería.
Las líneas son de trazo grueso. Asedian el espacio y liquidan cualquier dimensión de perspectiva.
"Uno va sintiendo cómo se vacían las venas de sangre, oye cómo se desvanece el runrún del fluido, se secan las arterias, se contraen, y crujen a punto de rajarse...": (B.)
La voz de M., acariciadora, audible fieramente por encima de todo, liberada, susurraría la consigna temida por Brell: Ya sabes a qué has venido. Se dicen cosas por decirse..., y tan suavemente, etc.
B. no tiene nada que contestar. Tampoco le inmuta demasiado la mirada de abierta curiosidad que le dirigía M. de cuando en cuando. Está sencillo B., simplemente.
Se puede examinar el fondo del ojo de M.: terrible pozo negro donde inspeccionar el asco y la derrota, pues proyecta una mezcla de piedad y razón, de coraje y firmeza, de cansancio y estoicismo, pero todo en una decisión que proclama el terror oculto. Apócrifo o no, aunque... B.: "Unos ojos vivos desde las puertas de la muerte."
Es imposible olvidar que M. era odioso algunas veces. Por ej. en... Y esa característica suya, tan poco digna de celebrar: detenía fijamente la mirada en su interlocutor, sin bajar los párpados ni abrir la boca para nada... ¡cómo si meditase con la vista muerta en una pared! Esa pequeña fatiga por el desafío que formulaba... [En una ocasión, con la palabra aún en la boca, contrariado, chasqueé los dedos delante de sus narices... ¡Me expulsó de su casa completamente encolerizado! Todo esto lo comenté (muchos años antes, ay) con T.B.: no me creyó.]
Hay algo que no es del estilo de los dos, algo definitivamente nuevo...
Al final, uno cede a sus impulsos, deja de resistirse a... Sin embargo... ¿puede hablarse de solemnidad? Oh, nunca. El silencio marca un ritmo raro y astuto frente a ese hombre penúltimo, algo se mueve, pero...
Nada solemne envuelve con su hedor el suceso vulgar de la muerte. Tiene uno su estética privada, la imagen de su conciencia, el gesto postrero. Cualquier precipitación lamentable en ese trance magnífico afea la vida más lograda. El cadáver... algo que se esconde en un agujero.
M. tenía la amargura suicida. B., que se daba perfecta cuenta de ello, empezó a notarse seguro y decidido: no iba a forjarse curiosas ideas en relación a su cometido. Todo comenzaba a ser prosaico y, bien... Pero, ¿y si se equivocaba....? ¿Como sobrellevar uno ese maldito fardo encima hasta su propia muerte, amanecer cada día con eso...?
No iba a existir el menor vestigio de violencia. Sabía que se encontraba en lo peor, donde ya no valen los cálculos y todo es desmedido (se está seguro al menos de una cosa: no se puede enloquecer).
Ya en el horror, que dispensa de todas las conveniencias formales, sus fenómenos progresivos (la alarma súbita en lo más hondo de sí mismo, un ademán, un vuelco en el corazón, el gusto a cenizas en el paladar) impiden una absoluta catarsis, el asombro es mínimo y la compasión perfectamente intolerable. Sólo la voluntad es suficiente, y ese poco de desdicha personal... necesaria para franquear la entrada al lado del sacrificio pero con el... tono preciso.
Ningún peso en la conciencia pervertida por el bien (¿qué bien?).
Arrastra el espíritu hasta el último refugio donde olvidas el duelo y el dolor, el fracaso y la resignación: sólo la tierra limpia y pródiga, el sol y el silencio, o el viento entre los árboles, a veces. [B. en M.; V.v.G. en A.]
No es la materia ociosa..., lo que persuade finalmente.
Es... lo que hay, y nada más.
Algo del material era la salmodia de T.B.: "B. se adentraba en [la lucidez última] ... lo más malo o en lo más bueno... Contó que..."
Los actos iban a carecer de medida. Era abominable la moral... nefasta cualquier estrategia del ánimo y el pensamiento débiles. ¿Quién ha de juzgar...?
Lo más temido. Nadie alivia su alma, ese peso trágico...
El (B.) estaba allí, en la vorágine del dios y del diablo, del cielo y del infierno. En el punto neutral y preciso de la más absoluta inocencia. "No importaba la dimensión del castigo o la pena, del todo o de la nada."
Los tonos, si sabios, conjugan un cuadro que ha de ser memorable, el ámbito del drama, de la esperanza, o una pintura feliz tan sólo, plena de armonía:
Ver a M. señalando suavemente con la cabeza, mediante un gesto casi imperceptible, sin mirarlo, el cuaderno de tapas rojas, como si: "No va conmigo... A mí, qué..." Miraba a B., que seguía sentado, con las manos tranquilamente a los lados, posadas mansamente sobre el sofá. En especial, vino a decir B. mucho tiempo después, no había que darle ninguna importancia a los soliloquios. Que cada cual, él... y el otro... Venga...
Debía llevarse eso.
También podría elegir algunos libros.
¿Notas la fragancia que lleva la tarde del verano...? La esencia de los años de atrás, ¿verdad? El color de la infancia,
los días azules.
Y todo lo olvidaría después, vaticinó [M.].
B. asentía callado. No observaba en las palabras de M. un registro de súplica, ni la huella afectada del miedo. En todo caso, un temblor en la voz, como un aleteo tan feble... Acaso un dolor físico que le traicionaba, algo cierto, tan lejos de la psique, y que resultaba de difícil dominio para el viejo. Toda la alarma en el cuerpo encanallado y débil, mil veces miserable, mas no en su alma final, poderosa y altiva...
"Era como un silencio de árbol", diría Brell. "Y la atmósfera de la habitación era como de agua. ¿Has pensado alguna vez en esa sustancia, esa calidad del aire...? Pero todo muy lejos de la tierra, fuera del mundo, ya en el lugar de la muerte."
Un B. despojado de tinieblas, casi casi (sic) rozando el umbral del paraíso.
M. hablaba y parecía en la eternidad... o saliendo de ella..., [tenía]... toda la energía (y el deseo) encerrada en sus ojos, destellando en el pálido fulgor del cristalino.
Se apaciguan los colores mientras muere la tarde.
M. sonríe. "¿Querría B. tomar algo?"
M. tomará su brebaje: B. sabrá disculpar (¿O no has de tener tu gozosa ocasión?) que no lo comparta con él, dice. B., mudo y quieto, hace tiempo que ha comprendido definitivamente el azar y sus inefables componendas: arroja los dados, once; M. le ayuda a él, moribundo, a.
No tardará en percibir B. el verdadero sentido del espanto (del suyo, del ajeno) al precipitar la mirada en el recorrido doméstico, fácil, trivial, el mueble, la tela:
Contempla los libros encima de la mesa, envueltos en un halo extraño de turbiedad, como si fueran de mentira. Dentro de muchos años también él habrá sido de mentira. "Hace mucho calor aquí", se dice, y al momento piensa que sería muy plebeyo hacérselo notar a M.
El drama no existe, en nada se cotiza aquí el espectáculo marrullero de la tragedia, luego es superfluo subrayar... el instante... Ante todo, nada de trascendencia, ningún detalle noble que recordar.
Construir una casa blanca, vacía, al mar azul, o a la tierra desierta, con la única arquitectura que aconseja el alma: demasiado lógica, más allá de los límites, la materia sólo, el espacio solo...
Cualquier palabra es realmente innecesaria. La violencia proviene de la espera, de la novedad terrible para ambos.
Ahora Brell debía mencionar los libros que iba a llevarse. ¿Era su deseo hacerlo? Ir al infierno, escarbar, elegir... ¡tan poca cosa!
Había una primera edición, fechada en 1902, de La Voluntad, de Azorín, impresa en Barcelona, en Henrich y Cía., y... esa [secreta] gavilla de cuartillas manuscritas del Diario de M.G. de Jovellanos... (los apuntes de viaje de su calmado itinerario de finales del XVIII), desprendida de uno de los cuadernos, de su puño y letra, a lápiz, sin la intervención del amanuense, las hojas amarillas, quemadas por los cantos, abrumadas por la letra codiciosa... M. lo descubrió en un puesto de libros viejos: un arrugado manojo de páginas en el interior de un cajón de libros franceses religiosos, volterianos, ultramontanos, jacobinos, romanceros... Un íntimo pudor [Pensándolo bien: tan infame en esas circunstancias, tan idiota y descerebrado, y, sin embargo...] le impide confesárselo a M. Se quedará sin esos tesoros. ¡A saber qué manos han de mancillarlos…!
Con voz poco audible, sólo dice...:
"Axel' Castle, en la reedición de Scribner", pero como si temiera arrepentirse.
M. hace un gesto de indiferencia, de consentimiento desinteresado, ¿de desprecio? No muestra signos de extrañeza. Ya... al cabo. ¡Bah, puede llevarse lo que quiera! Dentro de un rato nada ni nadie, salvo su misma reserva (inoportuna, estulta, apocada, ¡qué de escrúpulos necios los de B.!) podría evitarlo... No habría ningún testigo que fuera a reprochar descarados aprovechamientos...

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