sábado, 13 de febrero de 2010

El cáncer

Una noche (aquella noche) le embargó el temor a M.
Quizás intuyera lo de después. Perder la memoria. Quedar atrapado en el limbo terminal de las excrecencias y asquerosos atrasos del cuerpo podrido, de su prolongado hedor de piltrafa descompuesta. El desastre de vivir moribundo. Su espanto lo dilataba el tiempo que aún quedaba para morir. Presintió (y rechazó) el dolor de una muerte lenta e injusta. El registro de la maldita pequeña historia de dramas políticos, de guerras tercemundistas, de planes económicos, de gobernantes absurdos y carentes de interés y el dominio de una cultura intercambiable era una absoluta trivialidad. Le chocaba el milagro [C.] de volver a la nada, lo excepcional de haber vivido ¡sin más!
Revienta el cerebro, y revienta el mundo...
Al leer aquellas estupideces hasta encontraba uno cierta lógica, como si un desarrollo oculto vertebrara toda la dispersión de nombres y sucesos en un sentido de alcance desconocido... Parece que sí, que, en efecto, hay un gobierno de propósitos. Pero ¿a quién le importa hoy el Congo belga, Budapest, la filosofía de las flores, el nylon o Juan XXIII? Es tanto lo desmedido que resulta difícil hallar una explicación sensata que pueda aclarar los probables significados. Tal vez fuese posible entenderlo todo desde el punto de vista celular. Un organismo multiforme que genera los acontecimientos a partir de una secreta evolución funcional, como si lo suyo fuese una muy escondida misión... ¿casual...? No sabíamos nada. Todo es tan innecesariamente intrincado, difícil, y a la vez tan sencillo, tan prescindible, tan sentenciado... Un oscuro y fatal designio que nos conduce a la nada ¡más vulgar e incomprensible!, traiciona la vida y no justifica la muerte. Tanto tiempo así..., un orden (o desorden) tan nuevo y tan viejo a la vez, tan odioso, que ignora la piedad. Por principio debe existir una raíz profundamente maligna y egoísta en el ser humano que mantiene el desarreglo universal a pesar de una constante progresión que aspira a lo perfecto:
"Mira ese niño reventado por una bala. Mira su vientre al aire y la boca aún abierta..." [J.: “No: mira tú a ese niño negro, analfabeto, drogado y sonriente con la semiautomática reventándote de una bala a ti...”]
[Post., 04/2001: ¿hasta qué punto nos hacen los secretos...?] Pensar en M. y ver el dibujo torpe, la falsa perspectiva, el encaje burdo..., todo un conjunto de trazos desmañados y colores ensuciados por una infinita paleta mal compuesta y un pincel extravagante: podía verle a él, a M., como un pompier tragicómico, hasta risible por su grandilocuencia. (Pero habría una frase cruel, de un ser indigno, refiriéndose a M., mucho tiempo después de su muerte, estos días, del propio D.G.: "Ya era un viejo ridículo; ahora, era un moribundo patético." Ese brutal juicio reducía su existencia a meros entredichos y circunstancias anodinas. Pudo ser una vida quieta, pero, también, magnífica, estéticamente heroica, necesaria, valiosa. Dijo: "Peor que la muerte del dios: está loco.")

¡Qué minuciosa sintomatología describe lo impreciso, lo acata, reniega de lo justo! Ninguna ideología alcanza una forma definitiva de desarrollo; ninguna literatura humana se afianza en una finalidad determinada. Lo irreversible son lo maldito y lo insolidario, y la muerte, que no descansa. Parecen eternos los solares de la desgracia. Es progresivo el desprecio a los esfuerzos más generosos, y una mala conciencia lo recorre todo. Una evolución alborotada, dispar, logra disimular lo imperfecto, lo atenúa con el disfraz de sus mil formas y sentencias sociales, pero anida por debajo la fatalidad, lo cierto de su tragedia. La violencia y la locura interesada se revisten de maneras más sutiles y educan, hasta miman, una agresión universal y sagaz mediante metáforas y proclamas de inevitabilidad. Podría antojarse que un mandato tenebroso, independiente y ajeno a todo entendimiento calcula su avatar desde lo más escondido de las otras leyes humanas, y de éstas se alimenta. Finalmente su trastorno acaba con todo. No logro ver sentido a nada. No creo que el mal tenga sentido. Pero tampoco logro ver sentido alguno en el bien, que no sé lo que es. Tal vez miedo nada más, una posición de cobardía frente el mundo. Lo que regula el comportamiento humano no es sino un reglado oculto, perverso, tras las formas básicas de relación. Una sociedad acallada que ya se sustenta de la hipocresía absoluta, de la falsa necesidad, pretendiendo organizarse en la apariencia... ¿Es posible tal cosa? [Sobre el 28-3-97. Ese grumo convalidado de C.: la reflexión lejos de la mística, entre la sabiduría, la amargura y la farsa.] Otra sociedad paralela, nutrida de aquélla, ejerce su malsana influencia. Tiene sus mandamientos y sus normas sañudas: afán por sobrevivirse, qué mal cariz. Su objeto es la saciedad, prolongarse; su atroz devoción es lo disperso e innombrable. Esta sociedad vicaria, hija de la otra sin redimir y pusilánime, se guarda de ofrecer una imagen definitiva, no tiene un saber homogéneo, ni establece principios mejores. Burlona, no ha de alumbrar buenas nuevas. Su corrosión prolifera, se esparce en todo acto y teoría, los anega. Malbarata incluso el deseo de libertad… o el sacrificio. Complacerse, pues en ser…. [Postulaba que todo finalmente se dilucida desde ¿ser...? ¿no el ser...) Not. 4/97].
(...) [Anoto 10/01. Brell, T.B., D.G., el eterno cuaderno rojo... Bueno, eslabones de la ficción, por así decir, burla, burlando, de mano en mano... Me conmueve pensar en un B. con los sentimientos a la deriva. Lo imagino en la muerte y el decorado de M., un poco asesino. Acabado, débil, cobarde, el forro de sí mismo, pecio...]

Tampoco era muy generosa la última máscara de M., los harapos de su testamento con los que cubría su confusión.

La infiltración de la corriente maligna acrecienta las falsas galas de una forma de justicia. Inyecta en nosotros una resignada aceptación que nos hace creer que existen designios inescrutables desde el origen universal. Eso nos mantiene en la demora, nos torna impotentes. Los medios de que disponemos para atajar la enfermedad social son endebles, vencidos por el brío de una recidiva que, latente, actúa implacable. No avanzamos hacia el bien, sino hacia la falsa apariencia bondadosa de un sofisticado mecanismo de maldad. Es el disfraz el que evoluciona, y nos hace pensar que mejora una existencia, un estadio del ser humano que instaura nuevas vías de perfección. No es así. El futuro está cegado. ¿Qué extrañas fuerzas actúan sobre el conjunto de una sociedad de imparable progresión tan amañada que se culmina en la dolencia de la doblez, de la universal injusticia? ¿Cuál es el origen de todo? La misma tendencia al mal, la misma predisposición al más profundo primitivismo impide la respuesta. Es el factor humano, la sobrecogedora estulticia del hombre a pesar de todo. El ser humano como médium inocente de la maldición, de lo incompleto y de todo lo desconocido más allá antes y después de la vida. Somos imperfectos, y sólo la hipocresía nos salva día a día de la destrucción, nos hace sobrevivir. Pero ¿es hipocresía? ¿Es el origen fatal? Todo parece ser la simulación de una nada, o el tránsito penoso (o no) hacia ella... Estas palabras escritas no exigen (no merecen) custodia ninguna...
M. era de una dolencia antigua, decadente. O de un estéril pesimismo, muy igual a otros. (C. vislumbraba el pecado original en todos sus libros parisinos e insomnes: la conciencia no progresa, sólo cambia, muda su mal...)
Me pregunto cuál es el auténtico retrato de M.
Tú eres un hombre muy grande, pero muy tonto, le dijo un día una niña con cara de avispa. (Verlo de esa forma, distraído y flaco, sin la afición de la caridad pero libre de pecados innecesarios.)
Ahora me cuesta imaginarlo con un libro en las manos. Mejor así. No soñar nada. Bueno, pues ahí estaba bien, tonto, grande y sin libros. También es una traición haber nacido, y M. le desengañaba a uno hasta con crueldad (ya lejos de lo más piadoso... ¡para qué fingir!).

Tengo una casa en el bosque.
Ni siquiera los dioses la han visto.
Un fresno a cada lado,
Un avellano detrás.
Y un gran árbol encima.


Le gustaban a M. esos versos de un país antiguo y verde, perdido en la bruma, rodeado por el viejo mar.
Muerto M., y lejano Brell, cambiado irremediablemente el orden de las cosas, despintados (por fortuna) los años de atrás, a veces, hoy, por ejemplo, rememoro hechos señalados que acaecieron y que estuvieron sujetos, antes y después, al azar inexplicable.

[E.C. creía en el silencio. No lograba exaltarse. Pero temía tanto los insomnios, la atroz lucidez del otro... D.G. nos ayudó mucho entonces. A instancias de él visitamos a E.C. en París, de donde no salía jamás. Vivía en la quinta planta de un viejo edificio, en un minúsculo apartamento de tres piezas, pintado pobremente de blanco, de techo abuhardillado, con el retrete comunitario en el descansillo. Su mesa de trabajo era pequeña e incómoda. El desorden de los libros (se amontonaban en el suelo) no me conmovió. Sin embargo, una bolsa de plástico llena de recortes amarillos de periódicos, las prendas de vestir sobre las sillas, me produjo una sensación de... J. pensaba un par de cosas interesantes que...]
Un día de junio, tibio y limpio, E.C. nos ocultaba su perplejidad a la puerta del restaurante árabe, se mostraba muy cortés: "Pero, pasen... comeremos juntos." Yo rehusaba vivamente, intimidado. La vergüenza... no hubiera podido sostener el tenedor... ¡y menos comer...! E.C. dijo, antes de entrar al angosto y humeante interior del local: "Ya no escribo, naturalmente." Llevaba debajo del brazo un envoltorio. Tenía la mirada cansada. Supuse que le gustaba beber muy serenamente. "Sólo leo... sin apresurar nada... Pascal, cuatro gruesos tomos, su época de un terror luminoso..." Más tarde nos obligaría a seguirle. Fue imposible negarse, andar trémulo a su lado acogedor y extraño. A J. le regaló un pequeño volumen de... ¡y J. ni se inmutó, fue natural, sin preguntar, lo tomó de sus manos tan graciosamente! Hubo un momento que E.C. me miró con atención. Yo a él. Tenía el alma enferma, los labios fruncidos, los ojos del hastío (o la sabiduría), impasibles, los surcos profundos de la piel que ya dejaban aflorar la última máscara... [En ningún instante dejé de temer la sentencia, la palabra incendiaria pero cauta: "El sol nos trastorna, nos revela el mundo, y nos vincula a sus mentiras..." (6/1990). Tuve que recordar a Vincent van Gogh, de nuevo, ¡un santo ardoroso y espléndido! En el fondo... ¡todas esas religiones!]

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