viernes, 19 de febrero de 2010

La heroína (9)

A ratos la descubría observándome fijamente, difuminados los dos por la luz desvaída de grisura que se filtraba por el sucio vidrio moteado de gotas secas de lluvia y regueros de polvo. ¿Qué pensaría? ¿Me observaba desde el infierno? No... Cruzaba la mirada con ella, sostenía sin rendirme la lumbre desmayada de sus ojos: por fin me sonreía sin fuerzas, abismada en la apatía, con la manzana casi intocada en la mano a punto de caer y rodar por el suelo. [Yo me sabía muy lejos de ella, acaso de la culpa de allí mismo. Sé que nunca supo lo que yo sufría, el daño de ahora de su recuerdo maldito (20.02.99, en la tarde ventosa y gris, demasiado cálida para la época).]
Te quería, Mujer del Sur sin nombre, y no tu fantasma...
La tenía cerca, y no veía su preciosa boca ni sus labios bellos y rojos. El óvalo de la cara, macilenta y demacrada, parecía querer esconderse en el hueco enredoso del cabello de mil reflejos. Sus ojos verdes, apagados, eran como joyas antiguas que una pátina indecorosa había dejado sin destellos.
A los cuatro días agotamos todas las provisiones del frigorífico, los frascos de mermelada, los tarros de confitura y la batería de latas y envases de cartón de la cocina. En realidad, fui yo quien se abandonó a ese bandidaje maleducado. Ella no probaba bocado.
Una mañana me decidí por fin a salir del apartamento y comprar algo de comida, pero apenas di unos pasos. Afuera todo semejaba envuelto por una sombra de agua.
Regresé enseguida, temeroso y agitado por el azoramiento más infantil, acobardado por el frío.
Adentro el tiempo carecía de sentido: podía no existir. Era el vaivén de la luz lo que atestiguaba la postración. La noche se cernía como una curiosidad llamativa. La prórroga de la luz eléctrica (un sucedáneo desconsolador) que nos engañaba estaba repleta de máscaras, de sombras fantasmagóricas. Evidenciaba, a pesar de todo, dolorosas fidelidades a un pasado muerto. Era imposible librarse de él en el silencio más opresivo del insomnio, aun en lo más escondido de las tinieblas. Y, no obstante, ahora creo que era yo el que estaba al borde de la fatalidad, pues no existían coartadas que justificasen un destierro personal tan crítico y obstinado, a diferencia de ella, consumida por remordimientos y contradicciones insoportables y por el pavor helado de su presente. Me era difícil reflexionar sobre lo que estaba pasando. Pensaba sólo en T.B. Me estaba volviendo loco. "Tal vez...", me preguntaba sin acabar en nada. No, cualquier vestigio de esperanza se disipaba en la oscuridad verdemar de sus ojos.
Fue a partir de una semana en aquel encierro secreto y compungido que T.B. dio muestras de sentirse algo más repuesta físicamente. [Prefirió hacérmelo pensar de ese modo. Su estado emocional era devastador e impasible, ajeno a cualquier piedad hacia ella o hacia quien fuese. Urdía su escapada... Tenía que salir: una vez la vi abandonar urgentemente una pensión vieja y destartalada, aferrada a algo en la mano invisible y poderoso. Otro día se acercó por detrás un hombre. Iba bien vestido, incluso llevaba corbata, pero se veía claramente que vivía demasiado a la intemperie...: "Hola", le dijo en voz baja a T.B., sin dirigirme a mí ni un solo vistazo. "No te he visto desde hace siglos. ¿Dónde diablos...?" T.B. trataba de sonreír. "He acabado... con eso", dijo. "¿Completamente?", preguntó el tipo con expresión incrédula. "Sí, lo he dejado." "Entonces..., si no quieres...". El hombre empezó a alejarse de nosotros sin dejar de mirarla. T.B. no apartaba la vista de él, implorantemente. El otro comprendió y se dio la vuelta sin apresurar el paso. (Lo anoto ahora, 2001).] Por fin había aceptado mi sugerencia de dar algunos paseos cortos por las inmediaciones del edificio de apartamentos, sin un objeto definido.
Un sol aunque débil e inhóspito, de una luz velada y lejana, nos permitió vagar por los jardines y el bulevar Saint Germain.
T.B. se encontraba muy abatida, como si mudase de conciencia, desprendiéndose de todo el sentido de la vida y de las cosas:
Esa misma madrugada terrible había deseado morir. Le desazonaba no saber cómo. [Luego repitió demasiadas veces la misma cantinela. Su vida entonces, en el apartamento de París, era una total mascarada.]
Andábamos lentamente, muy abrigados, en torno a Saint Sulpice y sus calles adyacentes, inmersos en el variopinto y cortazariano trasiego de falsos estudiantes, o por las callejas de Saint Germain des Prés nubladas por el helor y la inevitable sensación hosca del extrañamiento que sentíamos, en las primeras horas de la tarde, cuando el sol desmayado se vertía oblicuo y espeso desde las negras pizarras de los tejados hasta el empedrado húmedo y oscuro. Delineaba esa luz los límites de una rancia arquitectura ennegrecida por las épocas. Hechizaba ese viejo museo fundado por el grano del tiempo, de tan singular atractivo en la materia de las paredes y las fachadas que uno podía imaginar cientos de cuadros informalistas sugeridos por las rayas, las grietas y las manchas, los desconchados y las agrisadas y terrosas texturas. (En la hora postrera ese legado suplicaría T.B. para los cuadros ya blancos fatalmente, la huella del pasado, pues todo lo ajeno a ello había dejado de interesarle.)
Yo no entendía aquella adversidad. A duras penas callaba el desasosiego que me afligía, atrapado en un sufrimiento sin purificación final: "¿A quién iba dirigida aquella rebelión funesta de ella? ¿A qué? ¿O por qué?" T.B. había sido tenaz y vigorosa, su arte se enraizaba en lo más natural de la vida, su propia materia, y siempre a través del coraje había celebrado en su obra el empuje del mar, la solidez de la tierra, la creencia de que el cielo, bueno o malo, era suyo.
Pero todo es siempre antes. Ella o el infortunio de ella la conducían a una extenuación ineluctable: el estoicismo lo tenía el mundo frente a una ella frágil, sola, después muerta.
Poco a poco alargamos los itinerarios hasta las orillas del Sena apaciguado por una luz terrosa y aletargada.
La miraba a mi lado alta y tan delgada... Quebradiza y enferma, tapada por la trenca azul marino, con el cabello escondido por la capucha y la bufanda negra alrededor del cuello. Caminaba como a solas, o en sus presentimientos y figuraciones disparatadas con alguien distinto a mí, en una distracción que negaba la fronda fascinante de la ciudad, los muelles, las plazas, los bulevares y las callejuelas, las agujas rematando edificios, la grisura evocadora o el fino dorado de la urbe antigua y sabia.
Volvíamos al apartamento y a la desdicha, poseído yo de una ternura malsana, irreprimible, hacia todo. El más profundo desconocimiento que experimentaba era el de mí mismo, vacío, sin furia, sin el menor golpe de sangre que me hiciese reaccionar, resignado, obediente a un pugnaz e irresistible mandato maldito. Me poblaba un desierto, no tenía ningún plan (despertaba, a veces, así, corrido, atravesado de escalofríos, entre penumbras inquietantes...)

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