jueves, 11 de febrero de 2010

La heroína (7)

Poco a poco la penumbra entre el denso olor de la piel y la carne sin alivio, agotada de amor y dolor, de cansancio y de miedo, el cuerpo estragado de sexo.
Qué falta de luz. Qué grisura.
Parece que el agua lo envuelve todo, que unas olas de turbiedad empañan el alma de la mezcla horrenda: mala conciencia y deseos buenos.
Húmedas estelas de un vaho tibio, una nebulosa sin color, abrazan los cuerpos estremecidos de relente. Sobre el lecho, ella; él, yo, en el vacío. Unos, solos.
[21.12.94: Comentarios malignos de I.L.M. sobre este fragmento. Dice: "Quinientas páginas más adelante, ¡oh, casualidad!, vuelves a ser el medroso testigo de T.B., en el París tan enorme... el lecho blando, la luz de seda, los galicismos, el frío... Bueno, no hay frío aquí..."]
Pero todavía permanece a oscuras la habitación, apenas es perceptible la luz del amanecer. Pronto se precipita la inmensa tristeza del primer claror de la mañana desangelada y nueva y muerta como el primer universo: la ventana es como un hueco terrible donde viene a abocarse toda la vida gastada, desde el principio hasta el fin aún aplazado.
Apoyado contra la fría pared del alba, aterido, diviso mal el parque solitario, las ramas de la adelfa, los setos de acebo polvoriento que, por fin, limpiará la lluvia de más tarde. Muchas veces he estado mirando a través del cristal ese parque tan reducido, triste, apenas visitado, rodeado de viejos edificios de los años treinta, bajo un cielo que parece tan distinto al de otras partes de la ciudad.
(¿Escribí una vez, sólo una vez, un cuento? ¡Oh, sí! El pez vacío en el parque amarillo. Bastaba con el título. Un hombre de treinta años mira desde la ventana un parque otoñal, recrea la vista por los coloreados aparatos de juego para los niños: el balancín verde, el tobogán rojo, el columpio azul, el gran dado amarillo agujereado... El hombre es un demente pacífico que vive con su padre y teme la vida de afuera. Su mayor posesión es una pecera, dos peces amarillos, un objeto cromado, la esfera azul del mundo... Una mañana (¿lluviosa, hosca?, ¿simplemente mala...?), tan solo como de costumbre, acierta a entender el turbador mandato en el periódico abandonado en el sofá: Lo mejor para ti. Pregunta por Sony. Hay un número de teléfono al lado de la excitante consigna. El hombre, sonriendo, levanta el auricular.
La puta no tarda en aparecer.
El la ve desde arriba cruzar el parque barrido por el viento, lleno de charcos donde su pudren, rojas, doradas y amarillas, las hojas caídas de los arces.)
¿Llueve, o es desazón, el rechazo al ruido del mundo, un rumor sordo y terrible, un opaco estruendo, inquietante trasfondo a punto de despertar?
No era lluvia. Todavía no.
(Sigo viendo esa imagen del parque de antes igual que es ahora, pero antiguo. Las viejas palabras me conmueven: Era Sien quien irrumpía en la vida del demente, dos almas enfermas que entienden que el encuentro no es un sueño, es la realidad, y sienten una verdadera necesidad el uno del otro. ¿Cómo sería Sien/Sony: enclenque, de pelo áspero del color de la paja, de boca fea y ojos grises, los pómulos campesinos y afilados, una patética falda corta... la media negra... Ese pobre disfraz erótico y barato, el cuerpo desdichado y herido... Y una vez desvestido, ultrajado por el desamparo.) [Not. para mí, después del varapalo de I.L.M..: lo cierto es que en cada línea aletea el maltrecho espíritu de V.v.G., sus mezquinas aventuras. Bien, en este punto G.M. ya había rechazado el texto en su totalidad, no creía en él y dudaba de su propósito... ¿Por qué persistía yo en ello? Quizá, el miedo a no tener nada entre las manos, los días interminables, las terribles esperas, el tedio... Aunque eso lo sé en este momento que leo las páginas escritas, ¡y hasta rectificadas!, tres años antes. Fecha de hoy: 11.3.2003.]
"Las estrellas", decía T.B. una madrugada de hace años en Lisboa, en un lóbrego cafetín invadido de un penetrante olor a cerveza y prendas mojadas por la lluvia del Atlántico, a madera y salitre de siglos, "son bellas y de color allá tan lejos (pálidas, naranjas, de azul exangüe, vibrantes por el aire negro de la tierra de noche), pero en realidad son monstruos de ruido y horror."
Ahora T.B. dormía profundamente. Era muy leve la respiración, gemidora. Pasado tanto tiempo (hoy), no sé si vincular con más propiedad la angustia que en ella adivinaba a aquel otro infortunio de dramática duermevela de años más tarde, en París, preludio de aconteceres tanto más trágicos. [De nuevo, la censura de L.M.: "¿Quién sabe tal cosa, si no tú? Inspiras tu interés, pues ningún otro parece importarte, mediante subterfugios inconfesos." Tenía razón. Aquí lo subrayo.] Adivinaba el cuerpo libérrimo, de delicadas líneas, tan flaco, aunque grácil. (Vería ese cuerpo débil, escuálido y amarillo como un hueso. Aún más, muerta ella, alcanzaría a anticipar la podredumbre de ese cuerpo postrado y desfallecido del todo, que me negué a ver antes de su exterminio por el fuego, lo imaginaría cien veces, siempre rechazando una desaparición definitiva que mi razón no podía concebir: llenaba espacios imaginarios con su presencia real en una puesta de sol, bajo la luz violeta y fría del orto, yo a ella la veía en todo momento entre las vanas y borrosas figuras de los otros.)
Ella sólo es un ser radiante y cansado, a medias cubierto, a medias mostrando una desnudez lunar. Confiada en el sueño, acaso anticipe el rumor de la tibia lluvia de hoy, el aire gris, los corredores silenciosos de piedra blanca. Verla yacente es pasear la mirada en éxtasis por las salas del rincón más voluptuoso de todos los museos: un estudio refinado, una academia que desvela un falsamente puritano watteau, la olympia, cualquier odalisca, la maja, una venus (rechazaba la idea de un ingres, si bien, finalmente, terminé viendo esa carne desmayada y sutil, que nunca desdeñó el dolor para obtener el placer, como surgida de un pincel maniático y pulcrísimo, un fragonard acaso, pero escrupuloso y nítido de dibujo), la complacencia sensual del clima de la toilette, la calidez del boudoir, y la franqueza de Boucher termina despojando del velo a la afrodita, es la bañista, una diosa, o es una eva: la gracia de un sexo que conmociona los sentidos. [L.: "¿Miss O'Murphy? No hay trance más exquisito que ése, tan lejos de la vanitas gótica y doméstica." Buscaba yo en la memoria las puntas secas de Corinth, y evocaba la anónima durmiente enroscada de impetuosas pinceladas, ¡qué morbidez! Nunca vi nada igual, esta amazona desnuda, de cuerpo breve y feliz, nace de la lujuria de los colores del sueño. La sensibilidad del artista ha llegado a tal grado que ignora el ideal y se figura la realidad de la carne, su textura animal, la verdadera fórmula de la pasión, y dibuja la armonía de una lascivia que se recrea en la más pura inocencia. 19.1.98.]
Una fina materia ha creado la elegante obscenidad de T.B.: su blanco descanso en diagonal hace que parezca mentira el día, la noche que ha quedado atrás, ahora mismo todo burla la razón.
El desorden del cabello rojo se esparce sobre la almohada y el albo perfil se desvanece en los pliegues y lisuras de las sábanas. Es un escorzo que parece nacer del mismo lecho, brotar como una forma que surgiera del mismo sueño. Pero el clamor abierto de sus muslos, el olor, afirma la raigambre terrenal, misteriosa y profunda de su ser, y su carne aflige de deseo, y es posible que de anhelos de bestia.
Las piernas largas y descuidadas, algo entreabiertas, se curvan en una graciosa desnudez que la incipiente claridad, sucia y fría, dibuja excitante. Entreveo el sexo palpitante: ha de quedar el pensamiento blanco y el tiempo sin medida si uno se abandona a esa lánguida confusión.
[Hoy creo recordar que se trataba de E.T.D. Solía desahuciar mis intempestivas confesiones de hombre débil, lindando con la estupidez. Decía: "No contar las cosas con la debida exactitud: eres especialmente insistente haciendo lo contrario de lo que se espera de ti." De hecho, sancionaba el estilo por efectista. E.T.D. me abrumaba con las citas, al estilo de Montaigne, aunque no incurría en latinajos (que yo no hubiera podido soportar). Por cierto, de aquél admiraba en especial Sobre unos versos de Virgilio: "Negocio con los clásicos. En éstos en todo momento ronda la idea del placer, jamás se niegan a él." Ha sido el ser humano más sensual que jamás he conocido (Estas líneas... ¡escritas a lápiz!).]
T.B.: tan sólo hace unas horas ha sufrido ese cuerpo furiosas arremetidas de centauro, sofocado sus gemidos de dolor con la queja de otra voz, ahogado sus palabras en sombras con el insulto y la blasfemia horrible y sinsentido. Y ahora... yo estaba muy lejos de allí.
Cuando ella y yo éramos otros. El tiempo (adelante o atrás) era distinto. Entonces nada había que impidiera una violencia soterrada, o al descubierto, ningún sentimiento de culpabilidad. Y tampoco eran los cuerpos los castigados u ofendidos, o humillados. La afrenta era más pervertida, su alcance determinado por una lenta degradación que se expiaba en lo ignominioso. Mucho más joven, antaño, T.B. sólo amaba seis meses. De una u otra forma, a trancas y barrancas, aun con grandes separaciones, secretos y mentiras, estaríamos juntos hasta el final de su vida. (Por su desidia y desgana; nunca vi mérito alguno en mi conducta hacia ella, me negaba al esfuerzo, o a una comprensión valiente.) [Añ.: no me exime la ayuda final, que ha sido, también, cobarde.]
Clarea, y es el miedo a todo. Aún pasmado por la luz, por la noche que se diluye en la lucidez y el temor a todo, a todos, a uno mismo. Y sin nobleza.
No llueve. No vienen la lluvia y el cielo de recogimiento a nublar el deseo y atemperar el alma del fracaso cotidiano de la resurrección. ¡Qué obcecado se vuelve uno por la conquista diaria de la cordura! ¡A santo de qué estimar plazo tan largo!
Duerme T.B., y amanecía la mañana de primaveras falsas y graciosas misericordias.

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