lunes, 1 de febrero de 2010

La heroína (4)

Podía ella, no obstante, encontrar algo de ánimo en horas apacibles. Se daba frecuentes y morosos baños de agua tibia antes de acostarse, purificándose entre sales profanas. Se maquillaba. Nunca lo había hecho hasta entonces. Enmascaraba la palidez, disimulaba el rostro demacrado. Se miraba en el espejo: veía su imagen muriéndose, o ya abandonando su espíritu enfermo, adentrándose sin rencor ni maldad en el desapego absoluto de la tierra.
Se entregaba a ritos de precaria y patética intimidad. Yo los temía al no entenderlos. Nunca los turbé.
La piel parecía cincelada sobre los huesos por un orfebre minucioso. Detallaba la más leve sinuosidad y plegadura, cualquier concavidad, saliente y recodo. Descubría toda la meticulosa excursión de un esqueleto con el atavío escasísimo de la carne.
La voz miedosa se quebraba, era un hilo, un susurro. Era como un sudario que envolviese la expresión de su alma.
Yo carecía de respuestas adecuadas, al menos de razones convincentes para un diálogo fructífero. Sé que era, al igual que ahora, pusilánime y enredado en pormenores analíticos sin mayor alcance práctico. Hay técnicos en esperar, puesto que para muchos, yo entre ellos, en eso consiste el crecer. Delante de ella no ocultaba atolondramientos pueriles, pero no por el padecimiento de la espera, sino por complicarme en sus desarreglos como la mejor prueba de fidelidad. Debí parecerle exasperante. Como ignoraba el modo de obrar con eficacia elaboraba una sencilla estrategia destinada a paliar mi insuficiencia: simplemente acompañaba una tensión o un desbarajuste personal ajenos manteniendo una actitud paciente, de comprensión honrada y solidaria, alterada en ocasiones por la precipitación o el acto impulsivo. No procuraba soluciones; tampoco abortaba sus desmanes. Era tranquilo y estéril.
Formulaba escuetos consejos y tímidas advertencias. Dejaba ver mis recelos. Pero nunca llevé a cabo una acción que traspasase la abstracta disposición para auxiliarla en lo más duro del trance. Por otra parte, ¿cómo ayudar a una conciencia ni equivocada ni culpable sino decidida en la adicción al vacío simplemente por defecto...?
A veces escuchaba sus palabras impregnadas de una dulce sabiduría, del miramiento discreto ante la propia docilidad, ya sin odio a nada, ni hacia ella misma, en una calma inmensa, ausente de lo terrenal y blasfema pacífica de un universo injustamente inescrutable. Su habla era un quedo musitar libre de lamentación, sin que la más mínima queja empañara el desvalimiento. Me conmovía un trastorno que acababa sofocando toda ventura o vislumbre de futuro, cualquier tentativa de desafío. Aterida de un frío interior e intensísimo, se refugiaba en frazadas, buscaba el cobijo cálido de su cuerpo atrapado en oscuridades y ropajes pesados. Ese su modo de vida...
No quiso bajo ningún concepto ver a alguno de sus conocidos en París. Se oponía a enfrentarse de nuevo a un pasado sino glorioso al menos sí pleno de logros y estimulante aquiescencia pública hacia su pintura. Muchos de sus amigos residentes en la ciudad habrían acudido sin tardanza al saberla allí. Pero ¿a quién importaba su menguada reserva vital? Y de haberse sabido, ¿no hubiera sido más lamentable? El dolor y la muerte prestigian en gran manera un arte menor o mayor, procuran mejores fastos después de la aniquilación del artista torpe (o listo), maldito y genial.
Fácil verla flaca, liviana y acabada. La habitaba una transida consunción. Era ella misma la dueña de su infierno y no cabía el reproche. Se había culminado del todo: "No quiero ver a nadie", exigía, y la orden me dejaba más hueco e incapaz.
Un día, se levantó mucho más temprano de lo habitual. Se incorporó ligera y con extrema diligencia, silenciosa como una sombra. Fingí que dormía y aceché sus movimientos afuera de la habitación. Pero entre las sábanas no me era posible oír nada. Al cabo de un rato, abandoné la cama con sigilo, intimidado, convencido de mi propia inanidad. El amanecer lamía con una luz de desventura la diminuta alcoba. Me deslicé por el exiguo pasillo helado en penumbras.
Al descubrirla me sobrevino una pena lacerante.
Postrada en medio del salón, envuelta de sosegadas brumas y manchones de un claror tenue, T.B. oraba o apelaba a un dios improbable, quizás suplicaba como jamás lo hiciese en su vida ese conocimiento de él y de todo, recogida sobre sí misma, humilde y perdida, como queriéndose desvanecer en el seno más profundo de su doble existencia sufriente y al cabo tan efímera y descabellada. Entonces adiviné la lentitud de su muerte, el martirio de los días sin sentido.
No era su rezo ingenuo, ni era una plegaria absurda ni un disparate teologal elevados a un creador innoble y a sus misterios y milagros triviales: en su última extenuación era un intento emocionante por esclarecer lo desconocido del origen y la verdad o no de la muerte antes de sumergirse, sin amparo ni consuelo, en la nada absoluta.
Estaba su figura abatida como clavada en el suelo, o como si emergiese rocosa y deforme de unas entrañas originales y de imposible percepción sensorial.
Crecía de algo más allá del tiempo, se adensaba de materia vieja como un estrella. [En esos días de París compungían el alma los cielos oscuros, los amaneceres de agua sucia...]
Sus suspiros eran como un aire sombrío, leve y tibio. La garganta enfermiza imploraba ayuda... ¿Eran rezos o blasfemias...? Jamás creyó en dioses buenos. Pero allí estaba de hinojos y transfigurada, perturbada por la desesperación.
Sé que la oración era un retorno a una vida interior de dimensiones inabarcables, que era un canto celebrando la ilusión por regresar al principio de todo. Invocaba en esa hora temprana y nueva en la ciudad de todas las promesas alguna certeza de la tierra que augurase que en verdad todo, hasta el ser más ínfimo o gregario, se prolongaba en un universo vasto e inconmensurable para quedar cifrado en la memoria de la eternidad.
Allí estaba hincada en el espacio ovalado, escondida en el calor, replegándose al comienzo, rememorando la eclosión de la primera mirada al mundo. Volviendo al nacimiento blanco.
No interrumpí el rito inocente. Comprendí que no hay salvación. Que nunca la hay cuando es el asunto de la muerte lo que ya nos alcanza de veras y sólo nos queda el postrer escondrijo de nosotros mismos.
A T.B. la liturgia de su vida se le había extinguido en los pequeños arcanos del arte, o en el espejismo y sinsentido de aquél. Nada habría que la disuadiera de su macabra decisión. Finalmente aquella existencia de la que abominaba sólo era un puñado de rescoldos de antiguas pasiones y creencias sin forma, sin ningún orden, una mecánica fatigosa de saberes y necesidades domésticas, de espera inútil... Y el fárrago de todos los otros.
Ya no había fuego. Atenazada por un helor inmenso. Sólo quedaba ya tanto frío.

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