martes, 9 de febrero de 2010

La heroína (6)

Nada era reversible. Todo empezaba a mostrar la misma faz de indolencia. (Un día me desperté junto a ella, y pensaba en la mirada de unos ojos oscuros atravesando el aire de color azul y rosa pálidos de la alcoba, unos labios gruesos y lascivos, la larga melena negra, un cuerpo pequeño y opulento de voz suave y meretriz... No era T.B. Ni siquiera me escandalizaba el temor de que ella sintiese idénticas tentaciones, íntimas, disfrazadas, ocultando el mismo hastío.) Al dejar de verla, paseaba mucho por la ciudad, sin un objeto definido, solitariamente. Ese verano estuve muy mal de dinero, aunque las impresiones... tan soberbias. Las mañanas, frescas y claras hasta el mediodía, bulliciosas, de una luz de gran vigor, reconfortaban el ánimo. Me precipitaba a la calle. Por momentos, retornaba a la ciudad de la infancia de los días estivales: exhalaban una cálida humedad las aceras recién regadas... Pero han desaparecido las cajas apiladas de fruta madura junto a las paredes sucias, viejas y cuarteadas... Las fresas, los racimos colmados y brillantes de la uva jugosa... Por doquier esparcían un aroma dulzón y penetrante. El niño (uno cualquiera) se quedaba boquiabierto ante el misterio que inspiraban los hombres encapuchados de las fábricas de hielo, encantado frente los carros de blanco y oro de los helados. Han muerto los bellos veranos. Ahora, el sol... sucio. Sólo bellos de nuevo con T.B., en Dei…, más adelante, el enigma de Brell, la mujer que nacía de él... Un setiembre de lujuria... Hablaba de esto con J., a quien veía antes de la comida. Era incapaz de ocultar la risa al saberme esos días en una situación tan desconcertante y pueril. Zanjaba con sarcasmo cualquier veleidad: "Esa infancia teñida por la impúdica añoranza del tipo que uno es después..." Tomábamos unas grandes jarras de cerveza helada en el bar del hotel R. Al separarnos, al quedarme solo en realidad, sentía una irreprimible sensación de malestar en la boca del estómago, recurrente. El pensamiento era incluso algo físico, dañaba hasta las células. Comer cada día en un sitio distinto explica bien el desarraigo. Las tardes horribles del verano encerrado en una habitación, implacables y tristes, hacían que deseara convertirme en un mineral. Me iba en busca de las sombra de los grandes árboles, los castaños de Indias y los magnolios, los sauces y tilos, en lugares desiertos a esas horas... Al anochecer tomaba el fresco al relente, con S. o el mismo J., sentados sobre la arena de la playa, todavía sembrada de dunas, antes que proyectasen el paseo marítimo. Sobre todo era insolente conmigo mismo. (No recuerdo si era S. o J., pero uno de los dos hablaba entonces de Crane y su vieja cabaña en México. Crane y Poe, a los que yo traduciría años después con escasísima fortuna. Respecto a Aleixandre, a Guillén, a Dylan Thomas... Una terapia propia...
Comprendo ahora que no sufría demasiado. Uno espera solamente, a veces sin disimular que lo hace, esperar, sin un trabajo o una pasión que le haga olvidar que lo hace. Esperaba, igual que en ese amanecer triste y desmayado del 88 que presagiaba lluvia, vigilando el sueño de T.B. Esta mujer es una aparición siempre. Antes y después... Una imagen se alza entre todas, nítidamente: surge de improviso entre la niebla, por un camino verdísimo en los alrededores de una villa al norte de Portugal, cerca de la frontera con Galicia... El andar tan despacioso, hasta sobrenatural ¡creí que la trazaba la niebla, un verde brumoso bajo el cielo bajo y gris...! Recobré esa figura más tarde, pero iba a preferir cielos dorados y polvorientos, en cimas desarboladas y altas, una silviajara... En un instante todo se concentra frente a la pálida ventana, sin engarces que justifiquen un orden más halagador. Las secuencias atropellan la sintaxis de la razón... Esa estancia de luz y color de agua abierta a la naturaleza: Jan Brueghel... ¡Sí, era él! [Lo compruebo una vez más.] Esa disposición... El sátiro y la ninfa... Nada que ver con T.B. La veo en este momento, cuando ya la luz primeriza se vierte sobre el cuerpo rendido... Debe estar a punto de despertar. ¿De qué futuro emerge? [Pero me sigo reuniendo con J., a estas alturas... 1998. No querría dar la impresión... Qué poco debe quedar ya por esperar. J. pregunta: "¿No sabes nada de Brell, nada?... Ella murió mal, sí, es cierto. Nadie fue tan osado de preservarla de..." (¿Cómo se atreve...?: no lo vi en el crematorio.) En estos tiempos, por fin, ambos tenemos más dinero. Más yo que él, probablemente. No lo malgasto, pero tampoco lo cuido. G.M., de vuelta de uno de sus falsos peregrinajes, le decía a J., señalándome: "Este... dejó de escribir aquellos cuentos... No merecía la pena, todo ese texto de experimentación. Acaba uno en la vacuidad, en un discurso feo. Apruebo su ligereza de ahora. ¡Y le ha sido tan fácil! No le falta el dinero estos años. Lo gana bien..." Claro, basta con ir a ciegas, acordaba yo. No es preciso cometer infamias... ¡Oh, sí! ¿Cómo confesarle los plagios...? Pero, bien, en Viena, de falso estudiante, G.M., ¡que no escribía ninguna clase de cuentos!, vivía a base de componendas, hilaba bagatelas, enviaba unas crónicas a A. trabadas por el humo de los cafés y el expolio en las gacetillas culturales del país... Se dormía al amanecer completamente borracho. Trazó un falso itinerario de Schubert en Zseliz, algunos prodigiosos encuentros (¡qué embustes!) en los poblados bosques de alrededor. (Fue G.M. quien me narró la historia del hijo de B.I. en M..., quien me habló asimismo de un lejano pariente que construía caserones huecos junto a los regueros milagrosos de los manantiales de agua medicinal.) En esa época yo hacía entrevistas (aceptadas de antemano) para una revista de arte. Conseguí un par de ellas casi excelentes. E.Ch., por ejemplo, que hablaba de montañas, del espacio del agua... Y T., más interesado últimamente en su fundación que en su propia obra. Me decía: "El verdadero legado es el conocimiento que uno deja detrás, iniciar a los jóvenes en ese aprendizaje gótico y solitario..." Me llevaba por la parte oscura, antigua y de auténtica piedra de la ciudad, muy cerca de su casa-estudio, me mostraba emocionado las tapias envejecidas por el tiempo y la lluvia, las paredes heridas de grietas y boquetes, la sangre de la herrumbre, el verdín y la mancha. [Pero fue en Lisboa cuando escuché por vez primera la sonata... En el piso grande y desapacible de O.S.C., en el Chiado... c. 76, aún allí, en el verano blanco, tan cegador... Sentí una gran pena al saber todo lo que vendría después. Hubiera preferido, verdaderamente, huir como otros, que algo, poderoso e inevitable, me obligara a escapar para siempre (pero ¿de qué...?)... Antes de que pudiera acostumbrarme a cualquier cosa, quererla bien a ella... U otro engaño así, llevar la sumisión a un extremo...]
(Con T. me encontré otra vez en París, cuando T.B. ya había muerto. Iba acompañado de un grupo numeroso de gente que hablaba en susurros. Parecían acólitos abismados en un ritual. T. fingió no reconocerme frente al Beaubourg; no obstante, me conocía bien: "Hablaremos...", dijo en, (sic).

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