jueves, 18 de febrero de 2010

T. (4)

La materia desvela finalmente las imágenes. Es el emblema de la sustancia verdadera de las cosas con las que se vincula. Dibuja lo último, traza la misteriosa palabra de lo perceptible.
Un hombre es una mancha. Una bandera lo es. Lo es un sentimiento. Toda la vida nos emocionará siempre.
No es el artista trágico, pues es su pintura trágica. El vale menos, mucho menos, que sus obras: mira, y luego, pintarrajea, está descifrando un lenguaje que brota de la tierra como una orografía indescriptible y tenaz (se eleva hasta el cielo, pero sólo alcanza la medida del hombre).
Ya no hay naturaleza, que es un cuadro terrible, ¡qué imagen fastidiosa!
De nada conviene hacer una abstracción. La trama es la moral y los ejemplos de un espíritu alerta.
Luego esto, todo esto, ¿es lo que estaba detrás del ojo?
Tuvo la suerte de estar en París, pero antes tuvo la suerte de ser hijo de un país muy antiguo, de tallas doradas, rocas y mar. Vio la piedra vieja, el gótico mineral y el agua oscura, el aire negro, un cielo de hierro. Despreciaba lo obvio, resolver el arte en copias inútiles. Era demasiado realista, demasiado pegado a la tierra, a la que amaba por encima de todo. Ha amado el arte y la vida y la pasión de los hombres, y en los cuadros ha puesto capa sobre capa de color, creyendo siempre que la eficacia magistral es el conocimiento del ser y su realidad. A pesar de la piedra y la madera, del metal y del agua, ha sido siempre humano, y nunca se ha alejado de las magras esquinas del hombre ni de la estremecedora esencia de su huella. Ha creído en el hombre, en su destino de polvo. No ha querido su imagen natural, pues tan fácil es de réplica o de mistificación: ha buscado su miseria y su grandeza en el documento de la realidad de una aventura que va más allá de lo medroso de su paso por la tierra. Su ojo implacable y hondo escarba en los interrogantes inamovibles. Nada que ofusque esa tesitura aporta al arte verdad alguna, pues el arte no es sino la inquietud de un espíritu que crea entre atropellos e intolerancia mientras atisba en la nueva concepción, cerca de lo cotidiano, en la observancia de lo más sencillo (una montaña, una hoja de árbol, un pedazo de papel, el muro..., y así hasta el alma).
¿Debía olvidarse del mundo? Sólo se apropia de su habla soberbia, un montón de trastos y conjeturas que el hombre va dejando como un reguero místico tras de sí en su trayecto a la muerte: en el plano resulta como una vasta mancha de tierra roja y negra, como una herida abierta en el tiempo.

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