jueves, 4 de febrero de 2010

El sol (5)

(Brell) ... me hizo saber que negociaba un encargo de cierta entidad económica con una editorial especializada en dudosos libros de divulgación, y eso le estaba entreteniendo más de la cuenta. No sabía cuando iba a volver a Valencia. A renglón seguido, colmó una docena de folios en una evocación que recapitulaba sobre su vida, que también era la mía, en un Madrid, lejano ya en el pasado, de drama y oprobio.
El encargo que Brell pactaba provenía de una circunstancia especial. Tenía que escribir una biografía de Vincent van Gogh. En breve se cumplirían cien años de la muerte del pintor, lo que auguraba una inminente especulación cultural amplia y afortunada basada en el malditismo y la tragedia, tan seductores en la vida de cualquier artista. El trato con la editorial excusaba cualquier tipo de dificultad analítica. El texto, sin autoría declarada, quedaba limitado a versar en la anécdota y el hecho superficial, sobre todo morboso, y de llamativa curiosidad.
Recuerdo que fue un otoño amarillo, un turbión de ventoleras, claros heridores y ocasos cárdenos, noches apacibles de ruidos y voces mitigadas. Una inexplicable amargura atenazaba el alma. ¿Para qué podría uno servir? Un tapiz de hojas pútridas forraba a trechos las mojadas y sucias aceras. Todas las pisadas volvían a ser amenazantes; las miradas, todas enemigas. Llovía y hacía sol a la vez, el cielo doraba extrañamente unos árboles entrevistos dolorosamente sólo en lo fantasmagórico de alguna pesadilla o en el curso de un recuerdo angustioso. El aire parecía surgir de algún lugar misterioso, de lo más antiguo e inacabable. Pero el escenario era cambiante sin más. A veces, en la mañana, la luz sin trabas mutilaba las calles con el tajo de una sombra negra. Al mediodía una espesura de nubes arrojaba un agua helada y blanca. Todos los amaneceres traían una bruma húmeda que enceguezaba las ganas de emprender algún asunto y convertía la espera en una desazón intrigante que nada tenía de crucial.
Sin saber cómo, en los días siguientes me fue atrapando la maldad de antaño, los actos y gestos increíbles, la idea injusta.
La memoria de la que hablaba Brell en su carta esculpía una capital de fervor y simulacro revocada patéticamente por el presente.
(Van Gogh sería una coartada: Brell podría desnudar la lógica de remordimientos.)
(...)
Próxima la primavera, Brell terminó informándome de sus primeros (y únicos, como me hizo creer) escarceos en el encargo al que se había comprometido en los meses del invierno.
(Pero ¿habría escrito alguna página de las empeñadas?, me preguntaba yo. Ese dinero maldito atenaza muchas veces la perseverancia más inquebrantable). Pretendía convocarme en una complicidad callada y dócil. Sus comunicados se rebajaban a veces más que a compartir lo confidencial a justificarlo sin haberlo participado (una forma hábil de enmascarar la propia confidencia). Era demasiada confusión la suya para renegar, sin más ni más, de los errores de una voluntad afectada siempre por el futuro y que flaqueaba a ojos vista a medida que el tiempo subrayaba el desamparo en el que se encontraba y debilitaba la entereza que a sí mismo se suponía. No tardó en requerir de mí la camaradería del granuja.
Muy pronto adiviné en él un disimulo exasperante. Su cuidado era enojoso, una muestra de soberbia ridícula por desvalida. Precipitaba muchos de sus juicios en la simple enumeración de las cosas nuevas que le rodeaban con el fin de encubrir sutilmente la incertidumbre que le afligía. Su indecisión despuntaba por encima del relato trivial de las pequeñas peripecias. Entendí que la alegría momentánea no era capaz de desterrar la amarga decepción que se podía colegir en las noticias que participaba al confidente (a mí, y a otros muchos, como descubrí más adelante), precisamente por la exclusión de las que uno echaba en falta.
¿Qué formulaba en sus cartas? Tapa con mediano ingenio la zozobra que corrompe una calma muy frágil. Vela, en realidad, lo malo que le acucia a lo largo de los años: la ansiedad, la frustración, todo lo que ha dejado de resolver y de mentir con la sonrisa a medias antes de buscar ese confinamiento protector. ¿A quién o a qué está sirviendo? ¿A quién burlan sus mañas? No a él (tampoco a nadie), y los límites cercan cada vez más su intimidad. Casi es del todo exactamente (sin importancia colectiva) ya sólo un individuo. Se veía venir que su único mérito iba a ser el sobrevivir con dignidad en la pobreza o en la soledad, allí entre las montañas o en cualquier otro sitio. Un paria (?).
Una tierra nueva: la tierra prometida. Buen aposento para una mirada rebelde. No dejará que nada del mundo viejo la confunda. Aunque sea pobre, ya ha ganado algo: el paisaje es nuevo. Sólo eso salvaguarda el espíritu y defiende una intuición y un impulso benéficos. Brell agregaría tranquilamente la paciencia (y olvidaría el fracaso) a su calidad de hombre extraño (que puede ser virtud de diablo).
Un trabajo que necesita del destierro (o el desarraigo) ya suscita la sospecha. Ningún alejamiento tiene por qué inspirar mejor una inteligencia o rescatarla del infortunio pasado. Brell parecía temer el escaso centenar de páginas (cien folios colmados de treinta líneas a doble espacio, a diez pesetas por palabra) que debían reseñar la vida y obra de un artista, trágico o estulto, misterioso o celebrado, oportuno o grotesco. Yo preferí creer que algo (o todo) andaba mal. Su actitud de endosar sus preocupaciones a alguien lejos de él, a modo de grosero contrapunto, podría beneficiar un talante abrumado de trabas y caído en el desaliento. La distancia, pensaría, habría de proteger de la censura pero no así de la opinión enriquecedora, del argumento auxiliador o la perspectiva no entrevista. Descubrí pronto el juego inocente y accedí a ello. En cierta manera también yo iba a servirme de su inoperancia, aunque jamás pude descubrir una buena razón que justificase mi intromisión intelectual en el peregrino avatar de Brell y en la resolución de sus cuentas pendientes. Sin embargo, esto es lo cierto, ninguna ocasión propició mi presencia física junto a él desde la última vez que nos reunimos. Nunca volvimos a vernos (...)
Ningún acontecimiento especial (ni en su vida ni en la mía actuales) fomentaba el interés mutuo o sugería la rareza.

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