lunes, 22 de febrero de 2010

D.G. (Autorretrato-5)


Durante mucho tiempo me persiguieron los colores brillantes y vivos, ocres y cenicientos, definidos y puros del verano, del otoño, del invierno y la primavera de Montes. Sobre todo el latir de la tierra, el sonido sin más del aire y del agua.
Muchas noches he estado acostándome temprano sólo por traer a mi memoria los días pasados con la nitidez que otorga el silencio de la duermevela. Todas las voces y figuras que acudían a mi mente eran tan reales y próximas en esa circunstancia que llegué a pensar que todos ellos y aun yo mismo éramos pobladores de un sueño, y que al despertar a la mañana siguiente el pálido recuerdo en nada podía compararse a la pujanza y verismo de una existencia tan sólo sustantiva entre el sueño y la figuración, plena de autenticidad y de la materia de las cosas imperecederas, sin que pudiera turbarla nada de la grosera ristra de los hechos cotidianos.
El sueño me traía las imágenes tan plausibles que ni la evocación difusa y engañosa que despertaba con el alba lograba debilitar su clamorosa evidencia y la potestad de su certidumbre. De clave proustiana, yo me abastecía de aquellos embelesos que terminaban apaciguándome en una morosidad que desafiaba tanto la sustancia del espacio como la materia del tiempo.
Pero en el fondo, esa virtud... ¡Sé que todo es tan fugitivo! (Hoj. 298-299).

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