lunes, 8 de febrero de 2010

La heroína (5)

...la vi desfilar como un ser irreal, salido de nieblas y sueños descabellados, como si levitara y sólo la intensa luz de los focos la suspendiese de verdad en el espacio.
Oía murmullos a mis espaldas, roces de vestidos, pasos quedos en una atmósfera tan impregnada de decoro y del influjo de los colores que hasta me producía vértigo. Era consciente de la pulcra pleitesía que dominada en aquel recinto de mesura, acotado a la vorágine de la vida de afuera, como si el efecto de un sacramento más allá de lo razonable contuviese los alientos, midiese los gestos y atenazara las miradas. Me puse al lado de T.B. y apreté firmemente su mano.
Dimos la vuelta a un corredor de suelo alfombrado, entramos en una estancia de tamaño regular, cálida, de luz pródiga, suavemente amarilla.
El autorretrato de Vincent van Gogh es un cuadro pequeño. No inspira la faz de un hombre. El color fortalece el alma enferma.
Al cabo de un rato hice ademán de dirigirme a la salida de la sala, pero T.B. seguía con la vista fija en la pintura, sin moverse en absoluto. Parecía hechizada.
Hicimos el camino de regreso al apartamento sin decir una sola palabra. Yo la miraba mucho. Me sentía especialmente confuso, porque ahora me daba la impresión de que ella siempre había sido una completa desconocida para mí, como nacida del lugar más extraño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario