martes, 2 de febrero de 2010

T. (2)

T., sentado al lado, delante de la mesa blanca y redonda, me miraba de cuando en cuando con el rostro vuelto hacia mí, sin delatar el menor signo de cansancio o incredulidad. Sus ojos limpios y tenaces, agrandados por los densos cristales, como alertados por una prolongada sorpresa, acaso heridos por la luz de la mañana primaveral, clara, viva, fresca y luminosa, se entornaban algo compulsivamente mientras escuchaba mis palabras asintiendo con apenas perceptibles movimientos de cabeza. Se había desprovisto de la chaqueta, que reposaba sobre sus piernas cruzadas. La corbata de un solo color, ocre, disimulaba el toque de corrección al confundirse casi indefinida sobre una camisa a cuadros de tonos oscuros.
Estábamos sentados a una de las mesas de fuera de una cafetería frente las entrañas tubulares de metal y cristal del Beaubourg. Un poco más allá de nosotros, en el extremo soleado de la explanada invadida por variopintos grupos de turistas divertidos o recelosos, unos falsos mimos vestidos con ceñidos atavíos de color azul, verde y rojo, con los rostros maquillados de amarillo y negro, componían una danza silenciosa y sosegada ante la atención relajada de los transeúntes. El estatismo de las posiciones venían precedidas de desplazamientos casi inadvertidos. Las manos, pintadas de blanco, dibujaban movimientos de increíble parsimonia en el aire puro y transparente. A mí se me antojaba como una música muda... hecha caligrafía en la partitura vacía del espacio. Pensaba en esos dibujos en el aire ejecutados por Picasso con la antorcha en la mano, en el negror de la noche, perdidos para siempre..., los círculos, los cuadrados sobre el cristal empañado del rocío en el alba. [No me atreví a compartir la ocurrencia.].
T. alzó la vista al ver llegar al camarero que portaba la bandeja, un joven negro vestido informalmente, muy alto, de piernas muy delgadas, tocado con una gorra de visera a cuadros blancos y negros, que dejó los bocadillos de sobrasada, las aceitunas y las copas de vino tinto sobre la mesa y se quedó esperando que pagáramos la cuenta. Luego, sin dejar de sonreír, desapareció con rapidez.
"De la vida salía como de un sueño para adentrarse sola, tan despierta, decidida y virgen en el cuadro... ¡Qué turbación tan... insolidaria y magnífica!"
"¿No le interesaba que le comprendieran...?", preguntó sabiamente.
[Aquellos mimos componían un conjunto que...] "Sus cuadros comenzaban a renegar del plano. El relieve, una orografía brutal, grumoso, de regueros sangrantes, azules, negros... fiero de ejecución, se diría que lanzaba dentelladas al mismo espíritu del observador, igual que la luz desnuda trastorna los ojos. Creo que ya modelaba con la pintura como si fuese barro, cautivada por la pujanza de un lenguaje que rechazaba intrigantemente la analogía..."
T. dio un tímido bocado por la punta al pan untado, con exquisita y pausada elegancia.
Cogí una de las copas anchas de vino negro. Casi me la bebí de un trago. Pensaba, sin atreverme a confesárselo a él, que si ella tenía una vida interior sobresaltada por la desdicha perenne, todo lo que pintase debía revelar la inquietud e incertidumbre que la gangrenaban por dentro, la angustia se vertiría finalmente en la materia y los pigmentos adensados en la superficie, lo que contradeciría la supuesta prioridad de la plástica por encima de la emoción.
"En su última época siempre trabajó en maderas naturales, sin tratarlas químicamente. De repente, odiaba los acrílicos y el plástico. Los lienzos que pegaba tersamente a la tabla eran de lino, e incluso de cáñamo y retama. Posteriormente transigiría con el yute y el algodón, alguna arpillera artesana encontrada al azar... Sus manos eran las verdaderas herramientas. En muchas de sus obras la tierra sustentaba de veras el soporte. La pintura parecía germinar de ella."
T. se afirmó en el sillón apoyando los codos sobre los brazos de metal plateado, echó el torso hacia delante, cogió una servilleta de papel verde claro y se limpió los dedos (absolutamente limpios). Luego, tomó su copa de vino y se la llevó a los labios: sólo los mojó. Los rayos del sol arrancaron súbitos destellos del líquido espeso, rojo al trasluz. Dejó la copa de nuevo sobre la mesa y llevó la vista al jeroglífico gestual de los mimos que eternizaban de tan lentos los movimientos bañados [barnizados] por una resplandeciente claridad. Miré a T. con detenimiento: tenía el perfil labrado y seco como la piedra, la carne magra del tono de la tierra. Unas facciones quietas e imperturbables, como fundidas por una reiterada introspección en las imágenes escondidas... Los núcleos, el magma del tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario