sábado, 6 de febrero de 2010

Muerte de M. (fragmento 23)

La materia, trabajando en eso...:
Brell, que abre la puerta de la casa de M.
Dice T.B. que Brell abrió la puerta de la casa de M., no profirió palabra alguna de aviso y, humildemente, se adentró en un vestíbulo de sombras, desierto, como si en ese lugar nadie habitara...
Aunque, una vez metida la cabeza en las tinieblas:
M., delgadísimo y silencioso, único, hundido en el sillón de festones estampado de pétalos ocres y amarillos, de capullos y bulbos rosas y sienas, en la sala de estar y biblioteca al final del largo pasillo, al final... Aguardándole desde hacía tanto tiempo, desde el principio...
(Brell): "Tenía los ojos fijos en algún sitio detrás de mí, quizás en la oscuridad inacabable del largo pasillo, pues al avanzar hacia él no hizo ni un solo gesto, ni un solo movimiento, nada alteró el rostro quieto e inexpresivo, gris y blanco, nada turbaba el sombrío embeleso de su máscara impasible. Me dije: está ahí, y es de verdad. Tardó un rato en darse cuenta que yo permanecía de pie bajo el dintel de la entrada. Y cuando se percató de mi presencia ni siquiera pestañeó: todo parecía formar parte de su mismo pensamiento..."
La materia esencial... [Mucho tiempo después, demasiado, hacia mayo del 99: "... descansaba sobre las ideas", etc. Entonces ya sabía que no había nudo, ni desenlace sin trampas en la ficción. Pero Brell se enfrentaba a un hecho real: no habrían trucos...] Sin embargo, el pecho vacío, un hueco grande donde aposentar la congoja.
¿Se le podrá oír algo? Con una voz nada gentil: "muchas gracias, hermano." Eran alrededor de las cuatro de la tarde. La persiana de estrechas lamas marrones oculta la ventana encendida, casi baja hasta el suelo protegiendo la sala del claror de afuera, pero los resquicios dejan entrar una luz tamizada del color del melocotón: falsea los tonos que recuerdo [B. tiene (o tenía) una idea muy particular de las tonalidades: básicamente las simplifica.], impregna la imagen de la más pura falsedad. El lomo dorado de un libro, las letras rojas en una tapa, todo eso está bien, pero ¡me asalta un suelo inconcebiblemente azul! ¡una nube blanca danzando por ahí...! Se puede ser terrible con el azul y el verde. [R., desabrido hasta la repulsión, atinaba sólo cuando estaba completamente borracho: Ante el cuadro el taumaturgo soy yo, lo transformo..., improvisaba con la voz enriquecida del insomne bebedor.]
Huele a tabaco, a cuero y a papel antiguo, quizás a algún otro aroma indefinible... Se espesa la atmósfera poco a poco, cuando los ojos ya se fatigan. El olor es importante: en realidad, es lo único que te hace retroceder en el tiempo. Te dices, "¡ah, claro..., ahora me acuerdo!... La fragancia del aire, el jazmín de la noche, la piel tostada del verano, los racimos de uva delicadamente apilados en el basquet (sic), la madera vieja... sugestivo, aquella emoción." El techo blanco está cruzado de veladuras y manchas amarillas, parecen como ráfagas obscenas, volutas indecentes, en torno a la lámpara verde (puede que el techo sea verde, la lámpara amarilla, o azul y blanca, o negra, y las paredes, si fuera posible verlas, pues están ocultas tras los estantes y las interminables hileras de libros, de un rojo sangre o... [Una técnica simple, desde luego. 3/98.] Hay una mancha violeta, hay una pasión mala (?), a punto de desfallecer: entras ahí como si fueses la misma muerte: eres la muerte).
La mesa camilla, redonda como un mundo apacible y sensato, de aspecto tan inocente, delante de la ventana, frente a la puerta. Evoca las tardes familiares, uncidas de sosiego (¡tan perverso y equívoco!). M. sentado a la mesa cubierta por el mantel de terciopelo de... un verde propiamente dicho (combinados azul de prusia y amarillo de cromo, tal composición).
Todos los objetos emanan un efecto tranquilizador o dramático: a qué exponerlo latamente, ese escenario cifraba el sumo compendio.
Pequeños montones descuidados de libros en el suelo, a punto de desmoronarse. La página arrancada de otro...
La mancha violeta, que engaña al ojo: un cuaderno de hule de tapas rojas. Parecía augurar el sobresalto y la consternación. "Algo me dice del rojo que debo temerlo", declaran muchos timoratos desde tiempo. ¿Por qué no el amarillo, el ámbar, el dorado, el añil...?
Brell admitía, creo, la enormidad del instante. [No era así: se limitaba a las frases. Quería desaparecer cuanto antes. Si ayudó a M. a matarse fue por poseer algo de decoro en el futuro, algo hermoso, o dulce, que no traicionara su dignidad de hombre en la memoria. Temía la aflicción: "Esto no me concierne", etc., esa especie de cobardía, y le aterraba que el resentimiento, una suerte de descrédito, (desde el propio infierno), aun injusto, terminara volviéndose contra él. Quería comprometerse de verdad con la vida. Supe por T.B., aunque ésta última todo lo creyó al final a medias, suspicaz, débil, sin fiarse del todo, que...
[Respecto a la versión de D.G….]
Las estanterías colmadas de libros se elevan hasta el techo [cielo]. Ahogan cualquier ruido, pero la sensación es sofocante. Agravia el alma y la sume [ía...] en la desnudez más escandalosa.
Los títulos de los volúmenes expuestos en la sala decretan la rebeldía de su dueño por un orden arbitrario. Ninguna razón los clasifica sino el albur de la ocurrencia o el deseo momentáneo. La casa como la biblioteca total, una babelia donde el pasatiempo se orla de antojos y laberínticas demoras. En aquel cuarto del fondo M. había reunido los ejemplares más dispares. El capricho, la necesidad de resolver inmediatas curiosidades, conformaban una distribución que eludía secretas preferencias. [Para perderse están los laberintos...., anot. J.L.B.. Verif.] Alguna vez, algún día del verano tórrido, al atardecer, esperando la brisa del mar lejano, todavía con olor a algas y a dunas de arena del color de la carne: lo veía como a..., por ejemplo, como a J.F., solitario, bebedor, huraño y melancólico, en su casa junto al lago, entre libros, el cigarrillo colgando de los labios, embutido en el pijama azul celeste, de tejido fresco, con el cabello ceniciento bien peinado hacia atrás, alisado y húmedo, pegado al occipucio, y los grandes ojos abiertos y curiosos detrás de las lentes hipermetrópicas..., ese olorcillo a casa cerrada..., a tiempo detenido, danzando él, mesurado y cínico, entre libros y penumbras, y horas..., el gran espacio del mundo en esa... pequeña región de habla bastarda.
Imagino a Brell mirando a M. a la cara (único foco del interés auténtico, lo demás...), enjuta y rayada de pliegues, muy difusa, de tierra seca, ya una piel agrietada por el cuchillo de los huesos pugnando por destrozar el magro, la lonja escasa.
Los materiales del suceso... (Pintar sólo la urdimbre, los mimbres del vacío...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario