domingo, 21 de febrero de 2010

El testigo (2)

El invitado, soltero, vive con su madre, a unos centenares de metros del lugar de la cita ritual. Una vez la ceguera, implacable, empezó su avance, el camino hasta el piso de La Recoleta se hizo peligroso. Todas las tardes, en torno a las ocho, espera que venga a recogerle en su flamante automóvil el anfitrión, un apuesto sportman casado con una gran dama adinerada de la sociedad y cultura argentinas (lo disculpa de la circunstancia su propio patrimonio personal no desdeñable; alivia el interesado enlace su dimensión de escritor, cosa que luce discretamente, como si el asunto no fuese con él). Esta noche, después de la cena, el invitado se siente especialmente crítico. Se diría que ha sufrido un contratiempo durante el día que ya muere, algún desdén adivinado, o supuesto. Podría ser una de esas mínimas y olvidables contrariedades que todo ser humano padece en el transcurso de la jornada, pero que para nuestro hombre, un dandy de clase media y sempiterna corbata, de gestos mesurados y tenaz introspección, constituye un auténtico fastidio, cuando no una afrenta. Su interlocutor finge que no se percata del malestar del otro, y acepta de buena gana las penosas y desalmadas palabras que va desgranando su invitado. Incluso las refrenda de viva voz, sin valerse del silencio cómplice, que en algo atenuaría los dardos envenenados lanzados sin piedad ahora, sin arrepentimiento después. El reproche se reviste de auténtica mofa, un festival de burlas e invectivas dirigidas a un viejo escritor español exilado desaparecido un año atrás, excelente poeta y premio Nobel de literatura. Las anécdotas sobre él, imposibles de probar (nadie puede rebatirlas, no hay testigos), rozan tal vez la injuria. La crueldad es obvia. Así, repantingado en el sillón de cuero inglés, sosteniendo aún la taza de café humeante, malhumorado y en plácida digestión, ni siquiera carraspea cuando se dispone a proferir la infame andanada hacia el muerto, ni siquera puede haber conjeturado (él, tan amante de las conjeturas) lo que dice, puesto que difícilmente ha sido capaz de observar en algún momento del pasado indicios que comprometieran a aquél en lo que afirma. “Era vanidoso, y siempre en el límite de la hipocondría, un escritor pobrísimo, intelectualmente débil”, sentencia el invitado. El anfitrión asiente con la cabeza, con una media sonrisa desdeñosa: refiere que el poeta muerto hubiera deseado vivir toda su vida en un sanatorio. “Su prosa era horrible”, se escucha como un disparo en la boca torcida del invitado. Desvelan para sí que aquel poeta era mezquino y sinvergüenza: “La Universidad de Puerto Rico no tardó en comprobar la mediocridad de su docencia, así que le notificaron que no era preciso que diera más clases. Le pagarían sólo por atender a los estudiantes que quisieran consultarle algo. Y, sabés, no se enojó por eso, no tuvo vergüenza de ello… Era como un poeta árabe, que se creyó que era un genio…”
Esta noche la charla ha seguido poniendo en solfa a otros poetas españoles, a los que hay que corregir con severidad, al decir de los dos. El invitado glosa censor y sabihondo un poema de A.M. El lo hubiera mejorado ostensiblemente.Y lo intenta. Y, más tarde, aún tiene tiempo de llamar idiota a su cuñado casado con su única hermana, un crítico sagaz e historiador de las literaturas de vanguardia. (502-503).

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