domingo, 7 de febrero de 2010

T. (3)

No serían aún las diez de la mañana, pero en el lugar ya concurrían numerosas personas merodeando en torno al extraño edificio que se anclaba en el aire mostrando los órganos vitales de su estructura como un desafío a todas las huecas apariencias, la vistosa y coloreada urdimbre de lo que lograba su orgánica imagen monumental y moderna, muy adecuada a la incipiente forma del futuro o a la historia impredecible de sus mesuras y desmesuras: el siglo abierto por dentro.
Hablaba, y la voz era un instrumento demasiado débil para emocionar a nadie, y, con toda seguridad, menos a él, era un eco inocente de la otra murga más esencial del corazón.
Sentía un irresistible deseo de convencer a través de mis palabras de la razón o el poder de aquella intimidad (T.B. y su pintura, incluso su muerte) que sumara años atrás, de forma tan nítida, escueta y auténtica su breve ofrenda al ejercicio de un antiguo saber artesano y memorable. Veía en aquella mañana refrescante, de tan lúcidos recuerdos, cómo la recia luz trazaba la arquitectura de las cosas. Ella también fue artista. Deseaba rescatar del desorden y el claroscuro de la vida de T.B., fragmentada entre la esperanza y la aflicción, fatalmente la derrota, su honestidad y empeño artísticos. La voz, no obstante, se perdía opaca: no recreaba a T.B., ni su arte ni su sacrificio. Creaba otra cosa, ese momento, a mí, o a él, el gran alquimista del arte, su perfil áspero y gatuno (sentado a mi lado, extrañadísimo de haberse dejado entrampar por un estafador y sus disfraces). En todo caso, mi remordimiento iba en aumento. [El peligro de la afrenta inconsciente, mancillar el recuerdo, la frivolidad...]
Temía el discurso sólo evocativo, y mucho me humillaba el no saber sustanciarlo. Ante ese parsimonioso y callado testigo, T., biógrafo honesto y testamentario de la tierra, hombre ya escéptico y acaso bueno, fastidiado, oculto tras los lentes enormes y redondos, silencioso tras la dura línea hosca y felina de su boca cerrada, recurría yo a la emoción, quizás al ardid de mostrar una devoción misteriosa e indebida a la obra y al ser desaparecido. Buscaba por entero su complicidad. Tal vez existiera entre los dos una corriente de simpatía (nada pretendía yo de él, honraba una memoria), un afecto que no se rebajaba a la evidencia mostrenca de los hechos del pasado ni abrumaba de deberes ni componendas de cortesía actuales para el futuro. Probablemente, no nos volveríamos a ver. Eso me tranquilizaba. Poco a poco, la reserva inicial daba paso a una confianza, al libre fluir de la remembranza.
"Pintaba cosas reales", dije.
El rayo de sol que se vertía oblicuo y tajante desde un ángulo de la plaza me parecía irreal, como el trazo dorado y azul que alienta el equilibrio en un paisaje inteligente. Todo el dibujo sobre la tierra, se modifica, desaparece. El, yo, esa mañana, el sol...: nada sobreviviría (y tal vez, por un brevísimo instante, un destello fugaz había creado en el mundo un nuevo tono del verde, del amarillo, del rosa, que moría sin remedio para nunca volver a ser descubierto, ni siquiera adivinado, soñado...).
"Sólo la materia de la pintura que utilizaba y las cargas que espesaban la textura del cuadro importaban: eran de la tierra..." En realidad, el cuadro se había convertido en algo vivo, innegable, perpetuo, continuo. Una existencia propia clamaba por imponerse sin necesidad de apelar a cualquier semejanza con nada ni buscar ningún modelo. La pintura era el modelo. La obra se representaba a sí misma, y allí, en el soporte duro y contundente de la tabla, asomaban organizadas unas leyes de fascinante atracción, unas luces y materias de rica apariencia que ignoraban todo tipo de referencias cultistas y simbólicas. La plástica tan moderna y jactanciosa de su época, la estilística general, poco a poco, laboriosamente, como en un medievo cósmico, había conformado un canon que implicaba comprensiones novedosas y postulaba razones y cuidados tan plausibles como los antiguos consejos y mandamientos del arte de mezclar los colores, componer en perspectiva y de dibujar con rigurosa medida una anatomía o resolver un adecuado claroscuro."

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