jueves, 11 de febrero de 2010

Conversaciones (4)

Una vez, hace mucho tiempo, en otoño, estuve sentado a una de las mesas de la terraza de un café en París. Una vez, hace mucho tiempo, estuvo alguien sentado afuera de un café de París, joven y despreocupado, mirando cómo iba cambiando el color de la luz que daba en los árboles.
-De modo que aquí está usted –dijo.
Era demasiado joven y demasiado honesto. Era bueno, sin duda ninguna. Aún desconfiaba más de los adjetivos que de las personas. Escribía cosas que han quedado en el olvido completamente. Vivía solo y era pobre: nunca volvería a ser más sabio y estaría más libre de pactos con el horror o la pena. Era una especie de Julian Sorel atemperado por una especie de Roquentin. Salía muy pronto de la habitación alquilada (una cama, un armario, una mesa, una silla, un espejo, una ventana, un techo, un suelo), cerca de la calle de l’Odéon, y no perdía ni un segundo hasta llegar al café de toldos rojos con letras doradas...
Hacía realmente frío, y el aire era gris y denso. Pero invariablemente decidía sentarme afuera del café, donde había mesas con velador y sillas de caña de bambú, y trabajaba a la intemperie...


Pedía una taza de café cremoso y espeso, y leche aparte, que le servían en una jarra de cristal tallado, pequeña y muy bonita, con el borde en forma de pétalos. El café lo tomaba casi ardiendo. A veces también pedía un bollo caliente, recién salido del horno. La leche la tomaba a pequeños sorbos, como si fuera un licor o una droga estimulante.
Miraba a su alrededor. La mañana temprana todavía se le antojaba un milagro, pues era el tiempo que pensaba que en verdad era un prodigio que amaneciese, que brotase la luz de la noche iluminando el cielo y la tierra, que rodara el mundo, que el día ocurriese sin extravagancia ni apoteosis, que él o cualquiera de los hombres y mujeres que veía estuviera vivo y fuese único y distinto, un “yo” y no otra cosa, y que todo fuese un suceso natural, rotundo y también inútil a fin de cuentas, como lo son todas las promesas de la ilusión y sus inocentes ardides. Pensaba cosas que expresaran precisamente eso: un azar al que terminaban justificando las palabras y ninguna de las circunstancias dramáticas o anodinas, singulares o penosas que aquél alumbrara. Creía en las palabras por encima de todo. Vivir sería una sorpresa callada, tan inconsistente como la misma ficción, un invento absoluto, una aventura mala, sutil o gozosa,, pero siempre inesperada, hecha revelación mediante una metáfora, una imaginación, un adjetivo, una frase verídica en el papel; una escritura pequeña o grande, no importaba. Lo creía así entonces, en aquel café limpio y entrañable. Y a veces se sentaba [él] dentro, en los malos tiempos, cuando llovía y el viento no permitía pensar con claridad para escribir, y otras veces, tomaba asiento en la terraza improvisaba de afuera, y trabajaba con tanto denuedo que no le perturbaban ni la gente ni las voces ni el ruido, ni siquiera el viento. Nada era capaz de interrumpirle. Vinculaba el pensamiento, el amor y la emoción, la piedad, a una literatura cifrada en el rigor de la perfección (que nunca llegaba...). Era arbitrario sin duda, y ridículo. Parecía que apenas le interesaba vivir. O creía que la vida, fuera del espejismo de la escritura, malograba la esperanza o una realidad imprevista, enriquecedora y misteriosa. Esperar, aunque no se supiera qué, siempre era lo mejor. Por eso aún escribía cosas que no veía realmente.

Frente a T.: París revisitado, y el alma. Podían ser personajes (reales o irreales, no importaba, míos o no), una persona o dos, una mujer, creer o crear. Ya no quedaba ninguno de ellos. Ahora sólo era una multitud sin rostro que se aglomeraba entre artistas callejeros bajo el sol, frente al edificio de forzados encantamientos.


Un día de finales de otoño. Ese día especialmente.
Afuera llovía. Momentos antes había andado presuroso bajo la fría lluvia más allá del Cluny. El aire oscuro y la negrura de los edificios ataviaban el espíritu de una cándida excitación, como si estuviesen al alcance de la mano las más bellas palabras, la más precisa de las metáforas.



Sentado a la mesa junto a la ventana, mientras hombres y mujeres caminan al otro lado del cristal y se pierden por la ciudad fastuosa e interminable entre aventuras falsas o trágicas, ése se entrega a la ensoñación, a los símbolos y alusiones típicos de un espíritu enfermizo de malos embelesos. Hacía tantos años... Pensaba que era posible que ella, cualquiera de ellas, [T.B., por ejemplo], entrase en ese momento en el café, que buscara una mesa junto a la ventana, que acabara mirándole intrigada mientras, en el otro extremo, él escribía en un cuaderno rayado de tapas rojas (escribía la muerte sin herocidad de..., antaño magnífico), muy concentrado, con la gruesa estilográfica chapada de malaquita verde aferrada entre los dedos, escribiendo después de eso cualquier otra cosa, inventándola mejor, de un modo intachable... ¡a ella! Ella, qué ironía tristísima, se creaba sola pero de verdad, más obscena: no muy lejos de allí estaban la vida y los castigos, el arte y los merecimientos, el dolor de la rebelión, la gloria y la muerte... y todo era real.
(En los museos parisinos la buscaba. Siempre le inspiraba un rostro de piel suave y cabello rojo, una mirada de agua de lago, una urgencia lastimosa en la expresión, la melancolía oculta. Veía algo de ella en cualquier ángulo inopinado, en la sorpresa anónima del cuadro impensado. Tal vez, tan simple y escueto como eso, en Ingres. Pero la quería trágica, nítida y poderosa, y a veces en mórbidos claroscuros, o resaltada contra un fondo de veladuras o gradaciones casi místicas: buscaba otros artistas románticos y desaforados, caóticos, desgraciados, malogrados y próximos –por eso mismo- que así me hablaran.)
Adentro de aquel café de colores cálidos, evocadores y sugerentes, estaría la mujer joven, apasionada y triste, una mujer solitaria de cuerpo atractivo lleno de lúbricas promesas, desvalida pero todavía valiente, sostenida por una decisión indefinible, que se complaciera en el demorado martirio de la conciencia de los dos... La carita linda, como una moneda recién...
Pero no siempre llovía, no siempre el cielo persistía oscuro y sombrío, entristeciendo el aire negro y húmedo las calles y los parques. Estaban los días fríos y claros, cuando los perfiles de ladrillo y pizarra de los tejados y los remates que coronaban los edificios de piedra blanca quedaban recortados en un cielo suavemente azul, resplandeciente por la luz sugestiva de aquel invierno monumental y romántico.
Sentía un gran bienestar. Y otra vez, una tarde, aún con luz, de nuevo me sentaba en el exterior del café. Estaba bien abrigado. No temía el frío. Mirar a la gente era una ocupación agradable. Ahora, extrañamente, no les suponía ninguna muerte o desgracia, ningún albur trágico o una felicidad insólita a aquellos transeúntes atareados, sin dejar de andar un segundo, de caras adustas y ensimismadas, o inexpresivas o tranquilas. Los miraba casi cómplice de su intrigante futuro (exaltado o inane), sabiéndose él mismo secreto y quizás hasta invisible. Pero ocurría algo desconcertante: esos hombres y mujeres no parecían reales, le chocó pensar que tal vez surgían del lugar de la imaginación, que podían ser invención de un ser fantasioso y omnisciente.
Sé bien que eran personajes.
Permanecía en el café, y un desfile de inquietudes y dudas sembraban el ánimo demasiado sensible y expuesto a mil vicisitudes. Todavía las grandes cuestiones lastraban el simple y modesto ejercicio de escribir: dejaba la vida sin acentos.
Pero estaba allí, en un café de París. Su obligación debía haber consistido en ser feliz y hacer planes no del todo insensatos, en la correría festiva de la mañana, frecuentar librerías, mirar cuadros, contemplar cuantas más cosas mejor, y por la tarde, leer novelas rusas y pasear indolente y acaso esperanzado por los muelles del Sena bajo una lluvia otoñal y apacible. Sin embargo, claudicaba aferrado a un estúpido cuaderno, a una estilográfica estropeada que le manchaba los dedos de tinta violeta. Tenía la mirada perdida y vacía de quien sólo divaga por encima de una hoja en blanco. ¿Qué trances podía esperar...? Bien, eso parecía ser todo.
Estaba el paisaje. Un paisaje de piedra, como palabras labradas en el aire turbio y algo claudicante de la ciudad, tan llena de recuerdos literarios, inspiradora de trazados y sucesos formidables, de una escritura [viva] en acción. Había un hombre de talento, frecuentaba la Closerie...
¿Podría presentarse él? El era todo eso y mucho más. En el fondo, todo es una ilusión, un espejismo en el tiempo y en el espacio. También la memoria ha de morir.


Recordaba una afición invulnerable (la de él), mi pusilanimidad, el desconcierto frente a una probada sabiduría: la enérgica convicción en sus opiniones casi resultaba una insolente descalificación de otras preferencias.
Lo inventé (?) delante de mí. Oía un monólogo que no causaría graves descalabros ni en mi vocación ni en mi entendimiento. Mi experiencia, tan pobre, se nutría de palabras, conceptos, y nada iba a erosionar ese simulacro de casi todo, incluso de mí mismo. Yo no podía hacer otra cosa, no pude antes, ni podría después. Uno es lo que es. Por eso lo escuchaba precisamente a él, tan genial y distinto. Tu otro.
Evocaba mentiras, expoliaba yo de otros predios: robaba mujercitas calladas de dolor y resignación de los cuadros de Hopper, hacía desfilar personajes de pintores muy queridos, lo traía a él, me imaginaba yo en el futuro... ¿Quién era él? Lejos estaba de la crueldad de la vida de Poe, fantasma que Crane tuvo a bien recibir en la bala oscura del tiempo, poco antes de sucumbir tragado por las aguas de la noche.
El era un tipo alto, seguro de sí mismo, terminante, inapelable, de una ostentosa inercia. Todos sus gestos venían de lejos, como si fuesen la conclusión final de una tensión interior. Provocaba el efecto de una mezcla inesperada de grandeza y tragedia vitales, suscitaba el presentimiento inquietante y sórdida y escondidamente grato [La epopeya, el drama del otro, su leyenda de suicida..., saber eso.], una adivinación morbosa: que existía tras él, con él, algo tremendo, una muerte llamativa, al igual que la de aquellos geniales y bohemios del pasado más oscuro de la literatura y el arte, una muerte brutal, la misma derrota, se quiera o no, el mismo final y la misma desesperación.
Aunque... por entonces adoctrinaba en París, pues él estaba muy seguro de sí mismo.
Así eran los tiempos.
Podían él hablar en París de ese modo. Sin remilgos. Odiar. Renegar. Injuriar. Como más tarde lo haría todo, amar, beber, luchar, vivir, escribir, hasta su misma muerte matándose ya viejo, torpe y miedoso, de un disparo de escopeta en la boca: la lengua del maestro.
Habló de un París feliz. Del mejor de los tiempos.
“¿Le gusta la literatura rusa?”
Contesté afirmativamente.
Bien. “¿Y qué diablos hacía en París?”
Nada que tuviese especial importancia. Había decidido vivir durante algún tiempo en París. Llegué a la ciudad en verano. Lo primero que me sorprendió fueron los árboles, y el destello dorado en el remate de las verjas, y las numerosas estatuas de bronce, románticas y fascinantes, de una pátina que semejaba el color de la esmeralda. Luego me gustaron la mayoría de las personas que conocí, aunque eran menos fascinantes que las estatuas. Paseaba mucho por los anchos bulevares bajo un cielo cambiante y majestuoso. No quería inquietarme por nada.
Ahora el otoño arrancaba sin contemplaciones las hojas de los árboles, y soplaban y arremetían ráfagas furiosas de viento desde cualquier esquina.
Yo estaba sentado afuera del café, envuelto por una luz gris y fría. Trataba de escribir un cuento inspirado en la biblia. Ya había conseguido el título: El libro 73. Aún no tenía escrita una sola línea. Sólo el título. Imaginaba escenas. Sobre todo, quería “ver” primero. De modo muy fragmentario, lograba penetrar en la inconexa nebulosa de las imágenes que se sucedían a intervalos en mi cerebro. Algunas de ellas era de gran nitidez. Pero nada de todo ello parecía tener consistencia. Una pequeña ciudad escondida en lo más profundo de la provincia dormía la siesta, pero ni siquiera lograba desvelarla en sus trazos más generales. Era una tarde larga y asfixiante de verano, letárgica, con el aire y el ánimo de las gentes abatidos en una quietud de piedra, todo lo contrario a la que estaba soportando en aquel momento, concurrida, fría y desapacible, azotada intermitentemente por el viento. Sé de dónde acudían los personajes principales, de la bruma lejana e infantil, inagotable, donde rebusca la memoria más perezosa, pero apenas comenzaban a materializarse... ¿Tres...? ¿Dos...? ¡Dos!, un clérigo viejo, y un hombre de poco menos de cuarenta años. Aunque aún no me era posible oír ni una palabra. ¿Era preciso que hablaran...?
Imaginé como pude que una luz voluptuosa, espesa de tonos dorados y destellos de color melaza (muy distinta a la que se cernía en el exterior del café), sembraba de recogimiento y discreción la estancia vicarial, que se posaba casi corpórea sobre los muebles de gruesa y pulida madera oscura, y que al traspasar los cristales de las ventanas se irisaba en los lomos de los libros y sobre los baldosines decorados con rombos negros y... [¿Dónde...] del suelo. La atmósfera era densa, emanaba una vetustez apaciguadora; imaginé que una fragancia a viejas colonias, indefinible, impregnaba aquel ambiente de una decoración apacible y severa a la vez.
En A..., una tarde finales de julio.
Era...
Era un vicario atribulado por su falta de fe y la perversión incorregible del mundo. Estaba encerrado en la oficina parroquial, aburrido en aquellas horas de la tarde de estío, sin el menor deseo de entregarse a la oración ni por la salvación de su alma ni por la de nadie... Movía entre sus largos y finos dedos, una esfera de color azul, distraído, a medias escuchando al otr...
Tenía...
El hombre, de estatura media, de cabello rojo y ojos claros, tenía la piel tostada por el sol. Vestía sencillamente un pantalón oscuro y una camisa blanca con el cuello abierto. A pesar de su aspecto saludable daba la impresión de hallarse profundamente agotado, aunque irradiaba de él la paz más natural, pues estaba a punto de culminar la misión [¿”muy superior a sus fuerzas...?”] que le había abrumado hasta entonces.
El vicario acababa de recibirle, y le estaba costando mucho encontrar una buena razón para haberlo hecho. Ese hombre que se hallaba ante él había insistido en verle una y otra vez en los últimos días. El teléfono no dejaba de sonar...
Ahí estaban ésos. Todavía sin alma. Sin carne. Ni siquiera con las palabras prestadas.
(¿Por qué inventarlos? ¿A quién podría interesarles el destino -o el pasado, en realidad, que es lo que acontece en cualquier narración- de aquellas dos figuras brumosas? ¿No sobran...? Siento en mi piel la atmósfera cálida y de recogimiento de la estancia, me acaricia la luz, el dorado...)
De repente, oigo las voces... El cuento no se estaba escribiendo solo, y me resultaba muy difícil empezar a mover la estilográfica... No lograba meterme dentro de la vicaría, menos aún en el interior de esos dos. Sabía muy poco de ellos...
¿Y si urdía ahora, al principio, cuando todo es posible, una conversación anodina, interrumpida y malograda por constantes y largos silencios, influida por el frío distanciamiento de uno y la oscura timidez del otro?
Sabía que hablaban, pero el diálogo me resultaba ininteligible. ¿Cómo meterme yo ahí, entre ellos?
Conocía el final del relato, por increíble que parezca. Momentos antes de abandonar el despacho, el hombre sacaba del bolsillo del pantalón una hoja doblada, escrita a mano por ambos lados, y se la tendía al sacerdote, que lanzaba sin interés un vistazo por encima de las líneas manuscritas, dudando si aceptarla o no. Al cabo de unos segundos la cogía sin disimular un gesto de escepticismo. Sin prisas, el otro se despide. El vicario le acompaña a la puerta. Lo ve desaparecer por un estrecho y sombrío pasillo que conduce a la cegadora claridad de afuera del templo. Regresa al despacho, da la vuelta a la mesa y toma asiento de nuevo. Abre el cajón del escritorio y guarda la hoja de papel. Se siente cansado, probablemente casi tanto como el hombre que acaba de marcharse. Apoya los codos sobre la mesa y oculta la cara entre las manos huesudas y muy delgadas, del color de la cera...
La penumbra del ocaso comienza a adueñarse de la habitación silenciosa.
El vicario, transcurrido un tiempo que sería incapaz de calcular, alza la cabeza y deja caer los brazos sobre la superficie de la mesa. Ahora parece muy pensativo. Los ojos se le quedan abiertos, detenida la visión en algún punto de las sombras, como si algo le hubiese inspirado súbitamente. De pronto, enciende la luz de la lámpara, saca la hoja del cajón, la desdobla y comienza a leer mientras una expresión de sumo desconcierto tensa los músculos de su rostro. Su estupor crece a medida que colma la lectura de las líneas.
Se levanta aturdido, incapaz de reponerse de la...
La hoja de papel cae lentamente de sus manos inertes hasta depositarse en el suelo...
¿Qué palabras facilitaban la siguiente frase definitiva...?
Tenía la pluma en el aire, a duras penas sostenida entre los dedos entumecidos, casi sin tacto, mojados por la neblina... Y entonces vi venir al otro hacia la mesa con su andar de gigante, a grandes zancadas, alto y corpulento, con un bigote poblado y negrísimo. Llevaba sombrero, cuidadosamente ladeado a la derecha, y vestía una vieja gabardina muy arrugada. Su expresión era del todo natural, sabia y pícara al mismo tiempo, si es que ambas impresiones pueden ser perceptibles a la vez a un espectador desprevenido. Era la clase de hombre que ya exhala en su juventud los proyectos acabados del futuro, el destino cumplido con creces. Sabías sin duda que ese hombre sería lo que ambicionaba ser por encima de todo, que ya lo era...
Nos conocíamos de vista, y, desde luego, yo había estado vigilándolo subrepticiamente durante largo tiempo (en algunos cafés, en el Jeu de Paume, en las Tullerías, antes de... –aunque creo que la colección de pinturas todavía estaba en el Musèe du Luxembourg-, en las reuniones de la calle Fleurus...). Por alguna razón (sólo al cabo de los años pude descubrirla alborozado, sin la veladura engañosa del presente de entonces) aquel hombre me fascinaba. Ambos frecuentábamos los mismos puestos de libros alineados en el pretil del río. Lo encontraría muchas veces en los húmedos y largos crepúsculos teñidos de una melancolía irresistible, hurgando muy interesado en las hileras de volúmenes descabalados, todos viejos y polvorientos. Teníamos algún amigo en común, y, a veces, coincidíamos en la librería americana de alquiler de libros, en la calle...
Me vio a la mesa y me saludó. Le invité a sentarse, aunque el frío aconsejaba sin duda entrar al confortable interior del café.
Libre de la gabardina y el sombrero, que había dejado en una silla vacía, parecía aún más alto y corpulento. Un mechón de pelo gracioso y rebelde sobre la frente lo rejuveneció de golpe. Observé la cicatriz de una vieja herida sobre la ceja izquierda. Tomó asiento y, en cuanto advirtió la presencia del camarero, pidió una copa de ron.
Enseguida me preguntó qué escribía. Torció el gesto al oírme.
“Es un cuento carente de acción” –dijo-, “tendrá que explicarlo necesariamente. Eso limita su interés.”
Le contesté que eso no me importaba si a fin de cuentas el estilo y el tono creaban por sí mismos la escritura adecuada, y sacaban a la luz la tensión latente en la selección de los materiales literarios empleados.
No pareció entender lo que decía.
Aprobaba una literatura basada en palabras y frases sencillas que informasen de una anécdota diáfana, sugestiva e inesperada, repentina y lista como la existencia, una visión del mundo y unos personajes tan reales como los tipos miserables o magníficos que uno se encuentra sin mayores alharacas por las esquinas de la “vida sucia o bien maquillada”. Le seducían las tramas elementales o trágicas de lo cotidiano. Era suficiente con eso. La literatura debía buscar la verdad únicamente. Sólo eso podía justificarla y convertirla en algo acaso necesario.
Como no me atrevía a discutir sus razones, no expliqué el objeto esencial de lo que yo quería expresar, y decidí escucharle con atención. Por esa época, la mejor de mi vida, y no habría otra igual, me interesaba más escuchar que hablar. Yo no era dogmático, era la dialéctica lo que me enseñaba a pensar.
“Hay que hacerse entender por encima de todo”, me decía mientras daba pequeños sorbos de la copa de ron. La mirada y las palabras, su mismo pensamiento, parecían de la misma calidez y sustancia reconfortante del ron.
“Pero no crea que eso disculpa de una tarea bien trabajada técnicamente. Hay que ser concienzudo y hay que despreciar a los escritores gandules que no someten el texto a las correcciones necesarias.”
Hizo una pausa, y bebió más del aguardiente. Me entraron unas ganas terribles de beber yo también una copa de ron. De saberme enardecido por el calor del ron, exaltado por alguna cosa original que decir. Por otra parte, la friolera que sentía me había amoratado la cara y las manos, así que no hubiera sido mala idea trasegarme un par de copas de ron, pero el temor a malgastar de esa forma el dinero que necesitaba para comer contenía miserablemente mis impulsos. A nuestro alrededor se veían en el suelo mojado, brillante como un espejo, las hojas de los árboles podridas por la lluvia. Observé cómo miraba a través del cristal el líquido de fuego, alzando la copa hacia el blanquecino y tenue resplandor de una farola cercana, confundido todavía entre la luz del atardecer. El hablaba para sí, o escuchaba las palabras de un futuro suyo muy lejano todavía.
“Uno no debe tomarse el hecho de escribir de un modo demasiado absorbente. Hay que interrumpir el trabajo cuando va mejor, y tomar todo el aliento que se pueda para después- Hay que facilitar las cosas del día siguiente, mantener las ideas para más tarde, no dejar que se pierda el hilo del todo. Y nada más positivo para ello que leer los libros de los otros, pero los libros verdaderamente buenos de los otros. Tampoco hay que perder la confianza en sí mismo. Lo bueno siempre tarda en llegar, al contrario que las dádivas del azar, que están al alcance de cualquier necio. Hay que creer en uno mismo, tener la plena seguridad de que se va a salir adelante. Hay que pensar en todo momento que uno es capaz de escribir siempre, y escribir bien siempre. Sólo hace falta tiempo, y sólo hace falta confianza, de la misma forma que uno siempre debería escribir sólo acerca de aquello que conoce bien, y estar bien dispuesto cada mañana a ponerse a trabajar libre de miedos sin que importe realmente otra maldita cosa.”
Dejó perdida la vista por el bulevar con sus ojos azules, pequeños y penetrantes como un par de estiletes; semejaban finísimas esferas de cristal, unos ojos de verdad especiales y sabios, ataviados con toda la libertad, la arrogancia, el dolor, la ternura y la tragedia y la alegría del mundo. Tenía la piel de la cara muy morena, y arrugas prematuras en la frente algo abombada y en los pómulos pequeños que, sin embargo, no le restaban un ápice de su aspecto juvenil, y su boca abierta, que dejaba ver la hilera perfecta de los dientes, dibujaba constantemente una expresión de burla y desafío, a la vez que el blancor marfileño iluminaba en todo momento la tez curtida por el sol y la intemperie. Al contrario que otras compañías, aquel hombre daba la impresión de mejorar las cosas que uno pensaba, de mejorar lo que uno miraba a su alrededor. Teniéndolo delante la sensación que se obtenía de las cosas era básica y elemental, sin florituras. Su apariencia tan eminentemente física impregnaba el pensamiento de uno, la mirada e incluso la fe de uno en las cosas. Era una extraña empatía difícil de precisar, puesto que no era indispensable “haber experimentado sus experiencias para sentirlas como propias”. Sentía uno cómo la realidad se ensanchaba de nuevas promesas, del giro inesperado de las percepciones más íntimas... La proximidad de ese hombre era beneficiosa. De eso estaba seguro. Y no me importaba que hubiese interrumpido la redacción del relato incipiente, pues [lo sé..., acabó hecho trizas en la papelera] nunca habría de escribirse. El era mejor, mucho mejor que todo eso. Su presencia, lejos de arruinar la tarde, la enriquecía de veras. Aunque uno no estuviese, naturalmente, de acuerdo con muchas de sus opiniones. Pero la autenticidad que emanaba y el duro y ronco timbre de su voz llenaba el aire del color genuino de la vida. Sus palabras eran como el sonido exacto de la luz y la imagen del mundo de esa tarde otoñal, húmeda y perceptible de todas las cadencias cromáticas de un atardecer detenido en el tiempo, en ese tiempo de París.
“Si es preciso”, añadía con falsa ingenuidad, o quizás con la mayor de las perversidades, “uno puede ser hasta supersticioso, llevar en el bolsillo de la chaqueta, en el bolsillo derecho, por supuesto, una pata de conejo o una castaña de Indias. Y escribir sabiendo que eso está ahí, y que puedes tocarlo con las punta de los dedos, y tener toda la suerte del mundo para escribir algo verdadero y algo hermoso y aprovechable. Bien, también vas a necesitar una buena libreta, una libreta gruesa y de buenas tapas, una buena libreta de verdad que puede guardarse en la cartera, y unos lápices y una buena goma de borrar y un sacapuntas, y que solamente con ese instrumental vas a ser capaz de concebir mundos tan reales repletos de personajes tan memorables que desearías no salir de ellos nunca, o lo más tarde posible, si es lo que tiene que suceder al fin. Escribir en un café en París (“Hola, Hem. ¿Qué diablos estás haciendo? ¿Pretendes escribir en un café?”. Se acabó la buena suerte. Ha llegado el hijo de puta de turno. Uno cerraba la libreta y se la guardaba en el bolsillo.), inventar a otros o inventarte a ti mismo, es lo mejor que puede pasarte en toda tu maldita vida, porque para escribir tan sólo tienes que concentrarte y pensar en todo lo bueno y todo lo malo que puede ocurrirle a cualquiera en la vida, incluso a ti mismo, y todo lo demás queda como un ruido lejano, un insulso runrún, ni molesto siquiera, y nada es suficiente para sacarte de tu trabajo. Al menos así sucede cuando las cosas marchan bien de verdad, y hasta te olvidas de la pata de conejo en el bolsillo, y empiezas a comprender que ya estás aprendiendo a escribir en prosa. Bueno, entonces es el momento de leer de verdad a los otros y dejar que el propio trabajo de uno se vaya urdiendo solo en alguna parte del maldito cerebro... ¿Le gustan las novelas rusas?”
Lo preguntó como si no esperase la respuesta.
Me gustaban mucho las novelas rusas, le contesté. A decir verdad, con ellas aprendí a conocer la auténtica literatura, aquella que encandila al lector al leerlas en la misma medida que hace sufrir al escritor al escribirlas. En realidad, descubrí la buena literatura merced un curioso percance. Por entonces, yo era un niño muy flaco y básicamente imaginativo, sin nada que hacer y con todo el tiempo del mundo, ya que los deberes escolares los resolvía en unos pocos minutos, los suficientes para que me dejaran en paz a lo largo de la tarde invernal, mustia y extrañamente silenciosa. Me había aficionado a leer folletines interminables de escritores franceses. Los leía en unos grandes volúmenes encuadernados en tapas rojas, con los títulos escritos en etiquetas azules pegadas en los lomos negros. Desempolvaba ese tesoro libresco de los rincones del cuarto trastero de la antigua casa paterna, en la parte oscura y gótica de la ciudad, cerca de la catedral, en V., una casa de piedra antiquísima, con un patio interior de basto empedrado que mostraba en su muros las viejas argollas donde se amarraban décadas atrás las caballerías de los carruajes. El toque final que despertaba mi fascinación infantil era una campanilla dorada con una larga cadena junto a la gruesa puerta con cuarterones barnizada de negro que daba entrada a la casa. Durante mucho tiempo me entregué a la plácida y continua curiosidad que deparaban las peripecias folletinescas, una ocupación que pudo acabar en desatino, pues me dejaba absorber los sesos en aquellas lecturas de forma obsesiva. Había caído rendido sin posible enmienda ante las intrigas, los dramas y los múltiples enredos de la pasión y el dinero. Más que las singulares y vertiginosas aventuras me atrapaba la atmósfera de misterio lúgubre que exhalaban los personajes y sus increíbles azares en una ciudad, París, de multitudes y laberintos, de noches sombrías y grandes venganzas, pero también de esplendorosas fortunas y decorados soberbios, de una seductora maldad engalanada de riqueza y exquisitos modales. Una tarde, sumamente interesado en los avatares disparatados de... [¿Rocambole?], sufrí una auténtica conmoción. Cuando la acción se tornaba más descabellada, sórdida y extravagante, su nudo más artificioso, la lectura cobraba un desarrollo imprevisto y desembocaba de modo sorpresivo en razones e introspecciones más minuciosas, en otros personajes decididamente complejos, en maquinaciones y descripciones verosímiles. Al instante me di cuenta que el relato que leía era distinto y que en nada secundaba las peripecias pasadas de capítulos anteriores. Comprendí que todo se debía a un error de paginación: en la imprenta, al encuadernar el tomo, confundieron varios de los pliegos, a dos columnas en cuarto, y cosieron inadvertidamente entre los acelerados capítulos del folletín copiosos fragmentos de una novela desconocida, morosa, abrumadora y, finalmente, apasionante. Lo extraordinario es que seguí leyendo sin importarme en absoluto el desenlace de las pasadas escaramuzas y asechanzas insólitas de los aristócratas y rufianes que poblaban las otras aventuras, pues ahora estaba alertado por una escritura que no dudaba en detenerse en los detalles más nimios, que examinaba las almas de sus personajes exponiendo sus emociones más ocultas y les confería un papel que excedía sobradamente los estereotipos. Seguí leyendo capítulo tras capítulo de Los hermanos Karamazov, justo hasta las “tribulaciones”, compaginados por descuido entre los misterios y lances pueriles del folletín inacabable. Unas semanas después, habiendo reunido algún dinero, pude adquirir el libro en una edición barata de cubiertas chillonas y engañosas, en papel de pulpa. Todavía conservo aquel ejemplar: sucio, desarticulado y con la mitad de los cuadernillos descosidos. Pero ésa será siempre la “primera edición”. A decir verdad, no he dejado de leerla hasta hoy. Y jamás volví a leer ninguno de aquellos folletines. Dostoyevski superaba ampliamente aquel tipo de entretenimiento menor y truculento.
Durante todo ese tiempo, no me había mirado ni una sola vez. Y, ahora, pienso que era probable que no creyera ni una sola palabra de lo que dije.
Respiró hondamente mientras echaba el torso hacia delante y se acomodaba en el asiento.
Citó el nombre de varios personajes de novelas rusas, sin buscar mi aprobación por sus gustos. (“Me pone furioso, ese Dost...”, alcanzó a decir.)
“En cualquier caso”, añadió, “estoy convencido que gran parte de los novelistas rusos escriben mal. Es lo triste de las traducciones, te impiden descubrir si es así. Sin embargo, también es cierto que no hay un maldito traductor que pueda hacer pedazos cualquiera de las grandes novelas del siglo pasado. No puede uno resistirse a esa imaginación que se ampara en personajes trágicos e inconmensurables. Todos ellos ignoran lo vulgar, clausuran de una vez por todas el personaje romántico y mediano.”
Admití con él que la sensación que se experimenta husmeando en la vida de esos atormentados personajes es la del cómplice que comparte plenamente todos los delitos del maestro.
Observé que, por vez primera desde que se iniciara la conversación, me miraba complacido.
“Bueno”, dijo, con una voz que me pareció muy suave y muy lejana, “eso es lo que esperas que ocurra cuando lees lo verdaderamente bueno de los otros.”
El diálogo empezaba a enriquecerse de nombres. Pero no podía yo imaginármelos como severos daguerrotipos del talento: comprendí que eran seres tan próximos a la épica como a lo cotidiano.
Habló de la gente que había conocido, y de la que esperaba conocer.
La noche iba a azulando la luz grisácea del crepúsculo.
Aún se quedó un buen rato en la terraza del café. Parecía disgustarle abandonar el lugar. Al fin, se levantó y miró hacia arriba:
“No creo que tarde en llover”, dijo, bajando la cabeza. “El otoño es muy triste en París, pero hay un montón de cosas buenas en París además del otoño.”
Permaneció un momento de pie, con la gabardina sobre un hombro, ajustándose el sombrero. Uno no podía advertir en él ningún signo de urgencia o fastidio. La expresión de su cara, sin atisbo de cansancio o indiferencia, era amable y desconcertante al mismo tiempo. No podías descubrir si acababa de llegar o estaba impaciente por largarse de una vez, si el ánimo que albergaba era burlón o simplemente simpático.
“Es un buen ejercicio de disciplina leer todo lo bueno que se ha podido hacer hasta hoy. Y es difícil superarlo si uno no trabaja a fondo, y durante años. No hay que escribir demasiado aprisa, uno puede estar haciendo tontamente lo que otros han hecho, sin mejorarlo para nada. ¿Y para qué demonios sirve escribir si uno termina haciendo lo que otros han hecho mucho antes y mucho mejor?”
Se dio la vuelta y comenzó a andar. Parecía el hombre más libre y confiado del mundo. Caminaba a un futuro lleno de aventuras y recompensas. Sobre todo, de vida. El tenía suficiente talento para eso. Lo vi desaparecer por el ajetreado bulevar rebosante de gente y luces eléctricas que sólo a él destacaban, entre sombras, centelleos y objetos indefinibles, bajo la llovizna fría que empezaba a caer de nuevo y que me obligó a los pocos instantes a meterme dentro del café, un refugio tan cálido, acogedor, casi silencioso, anodino, a salvo como en el interior de un huevo aún sin eclosionar.
Se iba en busca de un destino pletórico y tan reciente como la lluvia de primavera en la tarde fresca y nueva. Yo...
Se viven épocas buenas y malas en los años que uno tras otro no dejan de sucederse... Vanos o insólitos, necesarios u olvidables, lejos de París.
Se padecen fríos mucho peores que aquéllos, los de entonces, de hambre sólo y no de desesperación o terror. (En T.: huir ileso del brillo rápido del cuchillo, un rayo cruel, precario y gitano, como una fuerza pavorosa contra la vida, corriendo sobre un empedrado resbaladizo y mojado por la lluvia malamente iluminado por la luz amarilla de una luna grande de pecados, tan abajo del cielo, tan desfalleciente en la tierra. En L.: el disparo de la delación, sonoro, estrellándose en el aire breve y atlántico del muro portuario, repleto de unas leyendas escritas con letras rojas como la sangre, hurtándose entre los troncos de árboles copudos y olorosos como el laurel y el eucalipto. En M.: el nombre desvelado, el rostro al descubierto, la carne al aire, los tiros agujereando las sombras y llenando de odio la luz y la vida.) Durante algunos años... se prueban demasiadas cosas (doble o nada). Se puede fracasar en todas. Y, luego, uno vuelve más veces a París...

Y unos años después conocí a T.B., y también con ella estuve en París, que es el mejor lugar para amar a alguien. Y luego T.B. murió, y estuvo muerta.
¿También la memoria ha de morir...?
Cuando más tarde la muerte (o la desolación) ronde tu presente emboscándolo de nostalgia y remordimiento, también París será una fiesta inaugural del recuerdo y de los mejores años, y entonces imaginarás un París feliz, en el mejor de los tiempos, cuando los años aún no han corroído tu inocencia ni ensuciado tu esperanza.

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