viernes, 19 de febrero de 2010

El testigo (1)

El piso se halla en uno de los barrios señeros, parisinos, de la gran ciudad americana, sureña y cosmopolita, orgullosa de sus calles anchas y arboladas y grandes avenidas flanqueadas de edificios al modo de las capitales europeas, adornadas con mansardas y cúpulas solemnes y fachadas historicistas, especialmente en este barrio de gente rica. La urbe criolla, parece trazada por un haussmann importado con atraso que se inspirara en modelos más propios de otro siglo, pero saturada de multitudes presurosas y miles de vehículos, metrópolis frenética y magnífica. El piso es grande y luminoso, de amplias salas y gabinetes anexos, de habitaciones con balcones de laborioso hierro forjado que contemplan los verdes espacios de La Recoleta, donde son bellos los sepulcros y desnudo el latín. Amueblado con exquisito gusto, el espacioso apartamento tiene ese estilo falsamente descuidado que corresponde a las gentes que agregan al dinero una cultura fuera de lo común, y está colmado de cuadros, esculturas y estantes que soportan miles de libros en diversos idiomas, el inglés y el francés preferentemente, a pesar (al pesar de ellos) de que la lengua del país sea el español.
Dos hombres acaban de cenar en el salón de la casa, frente a unos grandes espejos enmarcados; también hay varias bibliotecas y óleos que ocultan las paredes. La cena ha sido frugal, sin vinos; la ha culminado un par de cafés muy calientes lentamente degustados. El servicio ha retirado los platos de la mesa, cubierta todavía por un mantel de hilo. Los hombres, ambos de ingenio vivo, sentados en cómodos sillones de piel al estilo inglés (tan alejado del hieratismo del asiento castellano), alargan la sobremesa en una noche cálida del otoño austral. Hablan. En una mesa pequeña, de espléndida madera, hay una máquina de escribir en la que el anfitrión, algunas noches, escribe cuentos policiales que traman entre bromas los dos literatos. La luz eléctrica, ahora regulada sabiamente, es tenue, confortable, aterciopelada, aunque uno de los dos apenas puede ya definirla: se está quedando ciego. La conversación se entrevera a veces de asuntos domésticos y familiares o de otra índole (política conservadora, la que ellos procuran para su joven país en permanente revuelta) y se enloda de llamativas pullas personales y sarcasmos pueriles hacia terceros, pues los dos se saben, en refugio tan acogedor e inaccesible, a salvo de la réplica o la agresión física (a la que tanto temen en el fondo). Pero los diálogos versan fundamentalmente sobre literatura. Peor aún: sobre literatos. Ellos lo son, y no menores: han publicado libros sobresalientes, algunos de ellos admirables. La crítica, la censura y la descalificación arbitraria –acaso gratuita- hacia el trabajo ajeno les envalentona por momentos en el curso de la charla. Por lo general, no dejan títere con cabeza. Incluso los grandes clásicos son objeto de la ironía o merecedores de una correción piadosa en alguno de sus textos y poemas. No hay testigos. Eso todavía les enardece más, les torna mordaces, sobre todo a uno de ellos, que conversa con su anfitrión con el aplomo que otorgan su mayor edad y su erudición. Feliz en sus despropósitos, el invitado se siente seguro rodeado de la discreción de las paredes amuralladas de libros y cuadros, por el silencio de la sala a la que no alcanzan los ruidos plebeyos de la calle en la noche de mayo, cuatro pisos más abajo. Este hombre, que antes que el sarcasmo utiliza en ocasiones la iniquidad crítica, no duda en admitir que prefiere pensar mal del escritor que no ha leído, que bien (512).

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